Cuando todo es lenguaje
¿Qué significan hoy palabras como “fascista”, “comunista”, “liberal”, “machista”? Erosionadas por el uso, lanzadas al mundo con insistencia militante desde las bocas de cartón de nuestras políticas y políticos, en el fondo ya casi ni recordamos de dónde proceden


El habla, la palabra, los tonos y los ritmos, las cadencias que adherimos a los significados para rotarlos y hacerlos girar como una peonza, o para intentar detenerlos, tallarlos en piedra, amarrarlos al sentido que mejor se adapta a nuestros prejuicios, creencias o ensoñaciones. Es el secreto a voces del lenguaje, ese arcano que nos lo permite todo, pero que también (¡ay!) se cobra sus cuentas. Sobre todo en estos tiempos en que el lenguaje lo inunda todo, con el paradójico efecto de que, a ratos, parece que las palabras pierdan su función misma, su calidad como organum o instrumento para comunicarnos los unos con los otros, como lo definió Karl Bühler en su Teoría del Lenguaje y como nos lo contó con insistencia Rafael Sánchez-Ferlosio, nuestro más genial amanuense.
Porque vivimos, aventuro, una curiosa paradoja lingüística. Quienes reivindican la herencia de Foucault nos recuerdan sin descanso que el lenguaje es poder, que quien define y domina sus significados controla el mundo, que es lo mismo que decir que nos controla a todos. Pero a su vez, ilusorios combatientes, siempre del lado de los ángeles, vacían las palabras de significado por insistencia, desgastando la imprescindible credibilidad asociada a cualquier intento de transformación lingüística de la realidad. ¿Qué significan hoy palabras como “fascista”, “comunista”, “liberal”, “machista”? Erosionadas por el uso, lanzadas al mundo con insistencia militante desde las bocas de cartón de nuestras políticas y políticos, en el fondo ya casi ni recordamos de dónde proceden, convertidas en fetiches postmodernos precisamente por quienes proclaman luchar contra la manipulación, la mentira, las fake news. Quienes reclaman un mundo nuevo a través del lenguaje militante, en el fondo, incluso aun sin saberlo, lo reclaman solo para sí. Porque toda militancia se construye frente a otros, y tiene siempre un precio en forma de vileza.
Cuando todo es lenguaje, la palabra honda, bella, transformadora, atrona con su silencio en las bancadas. Escuchen si no los secos y vacíos circunloquios de quien ocupa los estrados en nuestros Parlamentos, en las mesas sin discrepantes de las tertulias, en los mohosos atriles de la Academia. Cuando todo es lenguaje, denunciamos ufanas lo normativo desde análogos marcos cerrados, construidos para contener nuestros deseos, cerrándonos a la espontánea complejidad del mundo. Cuando todo es lenguaje, aprisionamos nuestro aprendizaje tras los barrotes lingüísticos de las ideologías. Es ahí donde la conversación calla, cuando los debates se colonizan bélicamente porque estamos, al parecer, en guerra cultural. Cuando todo es lenguaje, quizá convenga regresar a quien de ello más sabia por estos pagos y recordar, de nuevo con Ferlosio, que es allí donde se pretende tener la última palabra donde reside siempre la falsedad.
Rubén Saez es
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