Los “valores de la República” y la libertad religiosa
La ley que el Gobierno francés ha presentado como respuesta tras los recientes atentados es ineficaz contra el terrorismo islamista y quiere imponer el concepto de la laicidad a toda la población
La ley contra el “separatismo” presentada por el Gobierno francés quiere ser una respuesta a los atentados terroristas cometidos recientemente en el país. Parte de un presupuesto: que el terrorismo islamista es consecuencia de un “separatismo” causado por la expansión del islam radical en una parte de la población francesa. Por consiguiente, para eliminar el terrorismo, no solo hay que reprimir las manifestaciones del islam radical, sino imponer a toda la población (y sobre todo a los jóvenes) el respeto a unos “valores de la República” encarnados en el concepto de laicidad y, a más largo plazo, habrá que crear un cuerpo de imanes “moderados”, es decir, “ilustrados”, que se encarguen de propagar un islam bueno, compatible con los principios republicanos.
Esto crea dos problemas. Primero, aunque no podemos ignorar las prácticas religiosas salafistas entre los musulmanes de Francia, ¿está ahí la raíz del terrorismo? Y en segundo lugar, ¿qué repercusión tiene esta estrategia en las demás religiones, es decir, en la libertad religiosa consagrada en las leyes de la República desde hace mucho más tiempo que el principio de laicidad?
Los lazos entre la radicalización religiosa y el paso a la violencia terrorista son objeto de un acalorado debate. Pero basta enumerar las medidas previstas para comprender el abismo que hay entre las dos cosas. La ley quiere prohibir la educación en el hogar y tener un control estricto de los colegios religiosos privados. Quiere prohibir la poligamia y los certificados de virginidad. Muy bien. Demos la vuelta a la pregunta: si se hubieran tomado estas medidas hace 20 años, ¿nos habríamos ahorrado atentados terroristas? La respuesta, vista la trayectoria de los implicados, es no. Todos los que han cometido atentados en Francia proceden de la escuela pública; ninguno se educó en casa ni procede de una familia polígama. En cuanto a los “certificados de virginidad”, no veo la relación con el terrorismo: las jóvenes radicalizadas y activas (cuyo número va en aumento desde 2012) no son nunca modelos de virtud (todas suman parejas y maridos). Además, ninguno de los autores de atentados en Francia posee una formación religiosa adquirida en un colegio religioso o una mezquita. Ninguno procede de las asociaciones de musulmanes conocidas. Son individuos que se han radicalizado con un pequeño grupo de “colegas”, a menudo, hermanos, y que buscan en Internet los textos y las imágenes que alimentan su rebelión. Es dudoso que el contacto con un “imán moderado” hubiera podido desviarlos de su búsqueda de lo absoluto. Por otra parte, desde 2016, los autores de atentados son personas aisladas, que viven al margen de cualquier comunidad musulmana y entre los que hay muchos conversos.
Ahora bien, esta ley, que es ineficaz contra el terrorismo, promueve abiertamente un proyecto social: imponer los valores de la República. ¿Qué valores son esos? Nunca se han definido. Hablamos de laicidad, derechos humanos, feminismo, derechos de los homosexuales, libertad de expresión y, por supuesto, “libertad, igualdad, fraternidad”. Pero son categorías muy heterogéneas: “libertad, igualdad, fraternidad” es una divisa, un eslogan, no un principio jurídico (uno no se puede querellar por “atentado contra la fraternidad”). Y la República se ha adaptado a definiciones muy variadas de “derechos humanos”: las mujeres no tuvieron el voto hasta 1945, el aborto y la homosexualidad se consideraban delitos hasta los años setenta, la laicidad no se incluyó en la Constitución hasta 1946. No hay un vínculo entre la forma republicana del Estado y un sistema de valores.
A pesar de ello, la ley sobre el “separatismo” quiere situar la laicidad en el centro de ese sistema de “valores republicanos”. El Consejo de Estado ha recordado al Gobierno que la laicidad no es un valor sino un principio jurídico, es decir, que debemos respetarla porque lo dice la ley, pero que no estamos obligados a convertirla en artículo de fe y de convicción individual. Da igual: la palabra “valores” se ha quedado en el texto.
Se dice que son “separatistas” los que no comparten los valores de la laicidad. Entonces, todas las comunidades de creyentes son separatistas. Porque, si bien las religiones pueden (y deben) aceptar el marco jurídico y constitucional de la laicidad, no tienen ninguna obligación de aceptar sus valores. Desde 2013, el movimiento La Manifestación para todos ha sacado a la calle a cientos de miles de católicos ultraconservadores (y muy patriotas) que se oponen sin tapujos a estos valores y defienden la familia tradicional contra las nuevas formas parentales. El Gran Rabinato francés no reconoce a las mujeres rabinas. Los protestantes evangélicos hacen campaña contra el aborto. La Iglesia católica se niega a celebrar matrimonios homosexuales y a aceptar a mujeres en los seminarios. Y todos ellos piensan que la palabra o la ley de Dios está por encima de las leyes humanas.
Pero la nueva ley se aplica por igual, y a veces especialmente, a estas comunidades de creyentes cristianas o judías. La prohibición de la educación en casa afecta sobre todo a los católicos ultraconservadores (y a los progresistas “alternativos”), porque la gran mayoría de los colegios religiosos privados son católicos o judíos. La obligación de escolarizar a los hijos a partir de los tres años es un gesto de desafío frente a las familias en general. Las órdenes ministeriales exigen a los enseñantes que denuncien las “derivas sectarias” de las familias de los alumnos, sea cual sea su religión. Y ahora, desde el asesinato del profesor Paty, se les dice que tomen nota de los “indicios leves de radicalización” de los alumnos. Pero esos indicios no suelen ser más que simples muestras de que practican su religión (rezar, consumir alimentos halal, hablar de religión).
El objetivo del Gobierno, por supuesto, no es reprimir las religiones, pero, a la hora de la verdad, y con toda su buena fe, restringe considerablemente el ámbito de la práctica religiosa, que pasa a considerarse un asunto privado. Los políticos hablan del “derecho a la blasfemia” para justificar la exhibición de las caricaturas de Charlie Hebdo en los colegios, pero rechazan el derecho a oponerse (de forma pacífica) a ese derecho del blasfemo. Unos católicos ultraconservadores se pusieron a rezar delante de una iglesia cerrada por la covid-19 y el ministro del Interior los amenazó con enviar a la policía.
Cuando el presidente dice que quiere promover un “islam de las luces” está interfiriendo descaradamente en el terreno teológico y la organización interna de las religiones, algo estrictamente prohibido, en teoría, por la ley de la laicidad (que es una ley de separación y, por tanto, contraria a todo intento de acuerdo).
La conclusión es que, más allá de la laicidad como principio jurídico, lo que está en juego es un replanteamiento general de lo religioso por parte del Estado. No se trata de “racismo” antimusulmán, sino de una vieja tradición republicana, inaugurada por la Revolución Francesa, que suprimió los monasterios y obligó a los curas a jurar lealtad a la República. Europa tiene un problema con el islam, pero Francia lo tiene con la religión en general.
Olivier Roy es profesor del Instituto Europeo Universitario de Florencia y autor de L’Europe est-elle chrétienne?
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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