De Rey de la Reconciliación a Rey de la División
Juan Carlos I quizá pueda regularizar su deuda, pero difícilmente podrá regularizar su reputación
Qué paradoja: el Rey de la Reconciliación en sus días de gloria va a acabar sus días sin gloria como Rey de la División. El bipartidismo contiene la ruptura en una sociedad polarizada, pero desde Podemos y su Directorio de Estado hacen tuits, como guillotinas retóricas, con la ansiedad del horizonte republicano, y desde Vox le lanzan adhesiones toscas como si el emérito fuese algo así como Millán Astray, confundiendo la vida pública con un chat de militarotes jubilados. Los errores no regularizables de Juan Carlos I le van a deparar mal final, antes de que la Historia se ocupe de establecer los periodos de su reinado, entre el éxito y el abismo, como sucedió a su tatarabuela Isabel II o a su tatatatarabuelo Fernando VII, que llegó como El Deseado, decayó Rey Felón, y acabó con un mote de sátrapa como Tigrekán, entre el Sexenio Absolutista, el Trienio Liberal y la Década Ominosa como la bautizaron los liberales ahora desolados por el destrozo del héroe de la Transición. Españolito que vienes al mundo te guarde Dios, uno de los dos populismos ha de helarte el corazón.
El Rey es responsable de este mal final. Algunas corrientes de la historia arrastraron a sus antepasados, incapaces de entender su tiempo, pero esta vez ha sucedido con todo a favor, dejándose arrastrar por el olor del dinero o el calor de la lencería, o todo a la vez. Ahora el Rey Juan Carlos quizá regularice su deuda, pero difícilmente podrá regularizar su reputación. El balance de sus cuentas poco corrientes, en un escenario volcánico de ruina por la pandemia, sólo incrementa el balance de daños. Siendo irreparable, ya sólo debería preocuparse de los daños colaterales a la institución. En la sociedad del espectáculo, él es carne de cañón, expuesto a esa Plaçe Vendome de costureras ansiosas de ver correr la sangre en que se han convertido las redes, donde se jalean las gracietas de agitadores como Echenique, al que no hacen dudar ni sus dos condenas. La paradoja del populismo es fortalecerse con todo, llevando incluso las condenas como muescas de leyenda en la culata del revólver en el Far West.
Javier Gomá, filósofo de la ejemplaridad, sostiene que el escándalo es un buen indicador moral de una sociedad capaz de sentir malestar por un ideal, y escandalizarse. Y el poder de la ejemplaridad en las democracias del siglo XXI, donde no abundan las Merkel, va a examinar a Felipe VI, al que ha tocado superar una prueba que para su dinastía no es la primera: salvar la Corona no ya de sus enemigos, sino de sí misma. Hasta ahora se ha desenvuelto en la contención; y hará bien en no ceder ante quienes le reclaman un parricidio shakespeareano como tampoco ante quienes fantasean con la redención confiando en el indulto como un procesista más. Está obligado a llevar su ejemplaridad con disciplina germánica, de herencia materna, hasta el final. Y no hay lugar para el rey emérito, ni siquiera en la cena de Navidad. Es duro, pero no será lo más duro.
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