Los fantasmas y los fetiches
Sacrificar gente real en el camino hacia un hipotético futuro mejor es la característica fundamental de los autoritarismos: en democracia se debe responder ante los ciudadanos y la realidad
Cada gobierno que llega al poder por la vía democrática recibe dos herencias el mismísimo día de su toma de posesión, dos regalos contundentes y pesados como yunques: el primero es el poder en sí (y eso es lo que, ávidos, buscan obtener los políticos, ya sea que lo acepten abiertamente o lo maquillen bajo gruesas capas de discurso); el segundo es la responsabilidad de administrar el Estado y resolver, o al menos atender y paliar, los problemas reales de la sociedad que, con su voto, puso al gobierno donde está: al volante.
Cada gobernante, por lo tanto, terminará por ser señalado si sus problemas heredados persisten o, inclusive, si se agudizan durante su gestión. Ganar unas elecciones es un requisito indispensable para alcanzar el mando, claro, pero no representa ninguna clase de vacuna o inmunidad contra las críticas o, peor, contra el fracaso. Los comicios son un método de asignación de responsabilidades y no alguna clase de señal de predestinación o divinidad. Todos los gobiernos arrancan su camino como ganadores (aunque sea del voto) pero muy pocos lo terminan de esa manera, si revisamos sus resultados.
Esto viene a cuento porque el actual gobierno de México (y su coro de voceros oficiosos, porros y militantes acríticos) insiste en considerar su desempeño solamente con respecto a una vaga retórica “transformadora”, y porfía en desdeñar las críticas e inconformidades escudándose en su inobjetable triunfo electoral de 2018. Pero ese triunfo no es un escapulario que lo libre de todo mal. En una democracia, existen parámetros objetivos de eficiencia que un gobierno tiene que cumplir y que están más allá de la demagogia “renovadora”. Gobernar se trata de garantizar la seguridad pública, jurídica, económica, educativa, de salud, y de apuntalar las libertades y derechos. Si la gente está más insegura, más enferma, más perseguida y agredida, y sus oportunidades empeoran, poco importa que los gobernantes invoquen la Patria, la raza, la tradición o los héroes, el libre mercado o el amor del pueblo: la cosa va mal.
Es cierto que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador no puede ser culpado por provocar la violencia delirante que nos golpea hace casi tres lustros. Tampoco se le puede señalar como el origen de las salvajes deficiencias de nuestros sistemas económico, educativo, laboral y de salud, ni por nuestros atrasos en el respeto a los derechos humanos o básicos de la población. Y es verdad que esas culpas recaen, en la mayoría de los casos, sobre administraciones, poderes, partidos e individuos que ahora forman parte de la oposición. Y por ello, más allá de lo que suceda con las investigaciones puntuales sobre casos de corrupción y delitos pendientes de juicio (que no deben olvidarse ni minimizarse), estos entes recibieron el castigo que les deparan las democracias a quienes fracasan: la derrota electoral y la remoción de sus cargos y posiciones para dar paso a otras fuerzas.
Pero también debe quedar claro que, a partir de su investidura, el gobierno tiene la responsabilidad directa de lo que suceda en el país. Los cientos de miles de muertos por la pandemia y la violencia y que son medio ignorados cada día por el triunfalismo oficial; las víctimas de acoso y abusos que no encuentran justicia ni apoyo; los enfermos que no tienen medicinas ni atención suficientes; los miles de negocios quebrados y los millones de mexicanos desempleados o precariamente sostenidos… Todos son o, al menos, deberían ser, la prioridad inmediata. Es una vileza intentar presentarlos (y así se hace) como una suerte de daños colaterales en la lucha por llevar a buen puerto el programa retórico del presidente y los suyos, y enfocarse en tonteras como el penacho que pudo o no ser de Moctezuma (por no hablar de la rifa, las garnachas, las tablitas de columnas favorables o críticas…).
Sacrificar gente real en el camino hacia un hipotético futuro mejor es la característica fundamental de los autoritarismos: en democracia se debe responder ante los ciudadanos y la realidad, no ante los fantasmas y fetiches del poder.
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