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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Orden desatinada

La lucha contra la desinformación masiva necesita un marco de política de Estado

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, a su llegada al Congreso de los Diputados, en Madrid, el pasado 3 de noviembre.
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, a su llegada al Congreso de los Diputados, en Madrid, el pasado 3 de noviembre.Dani Duch/La Vanguardia (Europa Press)

La orden ministerial que consagra el Procedimiento de actuación contra la desinformación provocada por la difusión malintencionada de noticias falsas trae buena causa, pero su factura es desatinada y requiere modificaciones. La intención es correcta, pues las campañas intensivas de desinformación —frecuentemente procedentes de potencias externas, pero a veces también de agentes internos— constituyen una amenaza de la máxima seriedad para la estabilidad de las instituciones democráticas. Y deben ser afrontadas como tales por estas. El Plan de acción de la democracia europea propuesto por la Comisión en 2018 invita a actuar. Pero la materia es sensible y de fronteras líquidas, pues amenaza a un pilar de la democracia, la libertad de información. El procedimiento publicado en el BOE formaliza estructuras de supervisión, mecanismos de actuación interna y de respuesta —contra-informativa o política— a las intoxicaciones masivas. Mejor que sean parámetros públicos, y por tanto mejorables, que secretos. El PP, que rechaza frontalmente el plan ahora, no destacó por transparencia en esta materia cuando estuvo en el poder, lo que erosiona su autoridad en la crítica. Pero, sin duda, el enfoque y el contenido del plan suscita inquietudes y dudas.

En primer lugar, inquieta que la estrategia contra la intoxicación no exhiba una raigambre de Estado en la que participen sólidamente los tres poderes —legislativo, judicial y ejecutivo— y la sociedad civil, sino que tenga rasgo puramente gubernamental. De los seis agentes que se reconocen, cinco se adscriben al Gobierno y la participación del sexto, la sociedad civil y el sector privado, es residual, por optativa. Y la gobernanza del conjunto —discretamente relegada al anexo segundo— gravita sobre la Secretaría de Estado de Comunicación: la decisiva Comisión Permanente de vigilancia tiene como función clave “apoyar” a ese organismo, cuando a su vez está “coordinada” por él. Sería una ingenuidad postular que el Ejecutivo se ausentase de su deber de detectar y contrarrestar ese tipo de peligros para la seguridad nacional. Es lógico que se esfuerce para monitorear fuentes abiertas.

Pero es necesario afianzar una política de Estado en esta materia. Pueden imaginarse soluciones, y comparativas europeas apuntan pistas: en Italia hay en marcha una comisión parlamentaria para proponer un marco de actuación; en Francia se ha activado un mecanismo de intervención exprés de la justicia en cierto tipo de situaciones; el engarce con verificadores independientes (cuya importancia resalta la Comisión Europa y se echa en falta en el operativo español) también parece importante.

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El marco de gestión estatal y no solo gubernamental es básico. Porque, además, el ámbito de actuación queda en una ambigüedad inquietante. La orden señala el objetivo de “fortalecer la libertad de expresión”, pero quiere perseguirlo “examinando la libertad y pluralismo de los medios”, perturbador concepto este, que además se adscribe falsamente al plan europeo, que no menciona ese control. La declaración de la ministra de Exteriores postulando que “se trata de limitar que se puedan vehicular falsedades a través de radios, televisiones...” redobla la inquietud y el impulso a reclamar una reformulación del marco de respuesta. No cabe examen gubernamental de ninguna clase al pluralismo de los medios. El intento de transparencia del plan es correcto, pero su sustancia es parcial y ambigua. Conviene mejorar.

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