Pues yo, agosto
Hasta que no nos metamos en el cerebelo que tenemos que cambiar de vida no saldremos del bucle
Tuve una colega de trabajo que todos los años por mayo, cuando se planteaba el reparto de las vacaciones de verano, llevaba ya desde febrero amenazando con la inamovilidad de sus planes. “Pues yo, agosto”, zanjaba, impertérrita, todo intento de negociación al respecto. Que si sus reservas, que si sus billetes, que si sus trienios. Sus razones eran sagradas; las del resto, anatema, y no había quien la apeara del burro, hasta que el burro, perdón, el jefe, la apeaba a la fuerza. Algo así, salvando los abismos, ocurre con lo de la responsabilidad individual y el coronavirus. Nosotros la tenemos. Quien no la tiene es la gente, pero sucede que la gente somos todos.
Mientras los científicos ya no saben cómo decirnos que lo único que embrida al virus desbocado es no movernos y no mezclarnos, o hacerlo lo mínimo imprescindible, la gente se emperra —nos emperramos— en decir “pues yo, agosto”, y obrar en consecuencia. Cada uno por sus santas gónadas, perdón, razones. Porque están hasta el orto de la pandemia. Porque los políticos están a hostias, así que les vayan dando a todos. Porque ya han pasado el virus. Porque viene el puente de Halloween y tienen billetes comprados. Porque es su cumpleaños y cómo no van a celebrarlo aunque sea en casa. Porque tienen un chequeo fuera y ya aprovechan el finde. Porque ya retrasaron la boda y no van a volver a retrasarla. Porque tienen 20 años y ningún virus va a amargarles la fiesta. Porque nos dicen a la vez que no salgamos y que salgamos a los bares, y ya no sabemos en qué árbol, digo virus, ahorcarnos. Pues eso. Pues yo, agosto, decimos, cada uno en su estilo, y no hay quien nos baje del burro hasta que nos baje el burro con la coz del confinamiento puro y duro. Hasta que no nos metamos en el cerebelo que tenemos que cambiar de vida no saldremos del bucle. Es una mierda de vida, en efecto, pero es la que nos queda hasta domar al virus.
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