Estado de alarma política
Siete meses después, a sabiendas de que habría segunda ola, no se ha desarrollado un instrumento jurídico adecuado para gestionar la crisis sanitaria protegiendo, como prioridad, la salud pública
Bajo la hojarasca de lo sucedido en las últimas 48 horas –con hechuras de vodevil político, de no ser de género dramático– hay, sobre todo, un fracaso formidable. Siete meses después de activar el estado de alarma, no se ha desarrollado el instrumento jurídico para afrontar eficazmente la gestión de la pandemia. Así que ahí queda la pregunta inquietante y desmoralizadora: ¿Cómo se ha perdido todo este tiempo sin desarrollar ese aparato legal? ¿Qué fue del Plan B? Alguien en Moncloa dedica mucha energía a inventar eslóganes o a tender trampas inteligentes a los rivales, pero sin hacer los deberes.
El presidente hizo saber a la nación en primavera que sólo disponía de “un rosario de leyes en vigor que no sirven para afrontar una epidemia”. El Gobierno sólo contaba con el estado de alarma, pero se comprometió a corregir el sindiós. Carmen Calvo lo anunció solemnemente al Senado: “Tenemos que pertrecharnos para pasar el verano y naturalmente el otoño, por si existe un repunte o una vuelta de la covid-19 en unas condiciones que ya no tenga que ser utilizable el artículo 116 de la Constitución. Salir de la alarma significa darnos a nosotros mismos instrumentos importantes para poder navegar cualquier situación que vuelva a perturbarnos”. Eso era en mayo, pero alcanzado octubre ¿qué fue de esos “instrumentos importantes para poder navegar cualquier situación”? Prolongando su metáfora marina, han llevado al país al naufragio por más que hagan sonar el Himno de la Alegría con la determinación de la orquesta del Titanic.
El presidente, después de negar por fas y por nefas que se pudiera sustituir el estado de alarma, adquirió un compromiso ante la Cámara: “lo que sí haremos, señorías, es planificar; lo que sí haremos es analizar, debatir con todos ustedes y negociar la modificación de distintas leyes para garantizar la correcta gobernanza una vez que hayamos levantado el estado de alarma” y aclaraba que “esas leyes serán las sanitarias, es decir, la Ley General de Sanidad de 1986, la Ley de Cohesión y Calidad del Sistema Nacional de Salud de 2003 y sobre todo la Ley General de Salud Pública aprobada en 2011”. Planificar, evaluar, debatir, negociar, gobernanza… el presidente se dio el clásico festín de fetiches retóricos, pero después declaró la victoria sobre el virus, animó a enseñorarse del verano y se marcharon de vacaciones. A su alrededor, el país con los peores datos del continente.
A decir verdad, tampoco la oposición ha exigido esos cambios, siempre más urgida por la contraprogramación propagandística, y otro tanto los medios, pero la responsabilidad le corresponde al legislador. Ayer Illa sostenía que “la Comunidad de Madrid ha decidido no hacer nada”… pero, más allá del tacticismo irresponsable de Ayuso, ¿quién ha hecho qué? Esta es la cuestión. La energía se ha dilapidado obsesivamente en dominar la guerra del relato. Siete meses después, a sabiendas de que habría segunda ola, no se ha desarrollado un instrumento jurídico adecuado para gestionar la crisis sanitaria protegiendo, como prioridad, no la imagen del gobernante sino la salud pública. Y, sí, eso es un fracaso colosal.
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