Prosaísmo y constelación
Con la muerte de Marc Fumaroli, es un hecho que hemos perdido a una de nuestras grandes figuras humanísticas
Con algo de imaginación y de bagaje erudito, una mente puede cortar Europa y verla, digamos, desde dentro. Se diría, por caso, que los ensayos de Marc Fumaroli versan sobre literatura, pero más bien versan sobre Europa, también sobre su política, pero desde dentro. Como una porción de territorio cortada, de la que podemos advertir estratos y capas, como un tronco de un árbol, en el que podemos ver los años en concéntricos anillos, como una tarta de queso limpiamente seccionada en la Europa abierta del humanista Fumaroli advertimos vetas y formas extrañas que nos fascinan. Los acostumbrados accidentes geográficos, los productos interiores brutos y la política profesional quedan ya muy lejos.
Si uno sigue a Fumaroli en sus ensayos advierte enseguida el inquisidor una profusión de cosas: círculos, líneas rectas y curvas, formas helicoidales, octaedros, tetraedros y otros disparates surgen cuando se abre la Europa superficial y aparece la intestinal. ¿De qué se trata? Tenemos un inventario geométrico que proviene de la comunicación entre puntos aislados. ¿Estoy siendo demasiado vago y abstracto? Vamos a ver: desplegamos el mapa de Europa ante nosotros. Ahí tenemos, en Google Maps, las costas, elevaciones y fronteras que ya conocidas. Pues bien, una mente imaginativa, guiada por Fumaroli, advierte que desde la casa del escritor Voltaire, en Ferney, en las afueras de Ginebra, se despliega, a mediados del XVIII, una luminosa estrella: tal es el dibujo que traducirían, sobre el terreno, los cientos de corresponsales del filósofo del Siglo de las Luces. Otra estrella surgiría de las moradas de Erasmo, en el XVI, o de Gracián, en el XVII... Surgen más y más líneas, conexiones: libros y cartas cruzan, sin cesar, el continente. Están los grandes nombres de las letras, están los medianos nombres de las letras, están los minúsculos y los pseudo-espectrales nombres de las letras, están los cortesanos ilustrados, los jesuitas, los diplomáticos, están los científicos y los impresores libreros, están los condes o las marquesas que sabían aprovechar el ocio, están los viajeros, los senequistas, las gentes de los salones y los académicos… Tantos son los dichosos puntos sobre el mapa, desde Huesca hasta Basilea, desde Génova hasta Moscú, desde el siglo XV hasta el XIX, que haría falta una suerte de monstruo de la naturaleza, un fiel siervo de la musa Mnemosine, para encontrar un sentido en esta vastedad, en esta pluviselvática profusión recién emergida… pero ahí tenemos al erudito Fumaroli. Perdón, teníamos a Fumaroli, pues nos dejó durante el confinamiento. Es un hecho que hemos perdido a una de nuestras grandes figuras humanísticas.
Ciertamente, en su visión política de Europa hay algo de inusitado. Unas formas se superponen a otras. La red es tupida. ¿Quién ha puesto esa red? ¿Qué significa todo esto? Fumaroli decía: eso es la República de las Letras. A falta de otra respuesta mejor, habremos de convenir que la ha puesto Europa, esto es, los europeos.
En los hipercultos y elocuentes trabajos de Fumaroli, vertidos al español por la editorial Acantilado, se acometen, sucesivamente, diferentes propuestas sobre el concepto de la República de las Letras. La literatura se funde, en sus libros, con la política: habla éste de virtudes cívicas entre individuos y naciones. Este académico, profesor del Collège de France, pretendía hablar de la política de Europa en términos espirituales, aunque laicos y nada nacionalistas. Se diría que a Fumaroli le parecía más relevante, desde el punto de vista político también, el impacto de la retórica de un orador o la amistad corresponsal entre dos individuos (puntos, recuerden, sobre el mapa continental) que (¡ups!) los Presupuestos Generales del Estado.
La República de las Letras fumaroliana requiere del lenguaje de las humanidades, por un lado, y del de las virtudes, por el otro. Este sustrato continental, espiritual y fructuoso, no ha sido plantado por extraterrestres (como las pirámides de Giza), ni impuesto por políticos visionarios (como la traducción de Ser y tiempo al vasco en una editorial subvencionada). Es decir, la República se hizo, producto, según Fumaroli, del mero deseo de saber, de la honestidad, la nobleza, la sociabilidad, el culto a los libros y a Séneca, Tácito, Platón, Cicerón o Aristóteles. Red de amistades genuinas y memoria colectiva (sin metafísicas pardas), la República de las Letras de Fumaroli tiene, en verdad, una historia muy bonita, pese a todas las miserias de cuatro o cinco centurias. No obstante, quizá ha dado la impresión de que yo estaba hablando de un cosmopolitismo plurilingüístico descentrado y de una suerte de reunión amable de gente fácil, de “filólogos”, amantes lo mismo de la palabra, que de cualquiera que pase por allí… Pues no.
Por un lado, la Europa de Fumaroli es tupida, aunque su centro es absoluto: Francia. O, más bien, París. Aquí todos los caminos llevan a París. La República de Fumaroli, además, está llena, hasta atestar, de querellas. En cierto modo, son las querellas las que componen este nudoso y populoso tapiz pariscéntrico. Los libros del erudito, acometidas parciales a su concepto estrella de filología política, la República de las Letras, atienden a la querella entre antiguos (abejas) y modernos (arañas), a la querella sobre el maquiavelismo, a la querella sobre la gracia divina y el libre albedrío, a la querella sobre Homero, a la querella sobre el barroco… El autor narra Europa, o mejor, la describe, a través de todas estas disensiones y otras más.
De la academia de la antigüedad se trasvasó el saber a la universidad cristiana medieval, y que aquí se derramó, en torno al siglo XV, al ámbito laico, en forma de querellas entre espíritus libres. Aunque, según el ensayista, viene al mundo en Italia, la República Literaria trasladaría su centro a París. París es antes el centro de Europa, que de Francia. Acaso exagero, pero diría que las Academias de Francia, fundadas en la Ciudad de las Luces en tiempos del cardenal Richelieu y Colbert, el ministro del Rey Sol, son el San Pedro del Vaticano de su logopolítica. Cada libro de Fumaroli pone a París en diálogo con una inquietud o un acierto surgido en Italia, España, Reino Unido, Holanda o París mismo. Domina, en esta red, una tolerancia fundacional, aunque la comunicación se torna, cada tanto, en agria querella.
Me parece que en el recorrido histórico y político que Fumaroli describe de Europa, René de Chateaubriand juega un papel especial. A él le ha dedicado estudios valiosos. De alguna manera, clausura el romántico Chateaubriand, a mediados del XIX, el tiempo clásico de la República de las Letras, sustrato viviente del hoy del continente que hemos abierto en canal. Fumaroli toma del ambiguo aristócrata bretón (así como de Tocqueville) un asunto crepuscular: dado que la República suponía un equilibrio sutil entre libertad e igualdad… ¿respetarán las democracias liberales del siglo XIX en adelante nuestra libertad en su proyecto igualador? El panfleto fumaroliano contra el “estado cultural”, el Ministerio de Cultura en Francia, y sus escritos contra el arte contemporáneo podrían leerse desde aquí. Parece decir Fumaroli: entre el Bertold Brecht prescrito por la intelligentsia marxista y la fanfarria de los mass media americanos, queridos amigos de la República de las Letras… ¡Acudamos más a la Comédie Française!
La política aquí sería un ámbito rico donde se funden literatura y vida, virtud y estética, con vocación cotidiana, nada grandiosa, nada utópica: la compañía de Cervantes, de Swift y de Montaigne orientaría la prosa de los días en el sentido de las virtudes cívicas. Fumaroli reclamaba, con toda la razón, unas raíces clásicas para su idea de política, para su constelación de amigos libres, de iguales, aunque con estilo diverso. En El Estado cultural se quejaba: “No quedan más que dos grados de estilo: el estilo administrativo y el estilo golfo, dos lenguas de madera”.
Álvaro Cortina Urdampilleta es escritor y doctor en filosofía
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