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Tribuna
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Pensamiento lateral

Para combatir el negacionismo es preciso sostener una vida que no lleve al cinismo de la sospecha

Germán Cano
Centro de Madrid bajo las restricciones para combatir la Covid-19.
Centro de Madrid bajo las restricciones para combatir la Covid-19.Ricardo Rubio (Europa Press)

Un hecho solo es un cordero frente a los lobos". Es tentador usar esta poderosa imagen de Bruno Latour para describir en nuestro tiempo pandémico la desvalida impotencia del discurso científico a la hora de legitimar normas de acción. Lejos de representar la autoridad, ¿no se experimenta hoy ante el lenguaje del científico una creciente indiferencia? Aunque muchos no abriguemos duda de que solo saldremos de esta crisis con la ciencia, no podemos negar una cierta desconfianza o, al menos, un cierto escepticismo creciente respecto a su autoridad. En este sentido nuestro mundo parece haberse saltado la pantalla de lo que Habermas en los setenta denunciaba como uso ideológico de la ciencia y la técnica, esto es, que, en las democracias occidentales, el sentido racional de la democracia como deliberación pública estaba siendo secuestrado por tecnócratas con lenguaje de madera. Desde hace dos décadas el malestar contra esta delegación tecnocrática no hace sino generalizarse. Y, en parte, con buenas razones: no basta gestionar, es preciso hacer política y generar sentido si queremos evitar que la anomia social se exprese en la jerga negacionista.

Hace algo más de un mes, bajo el lema Festival de la libertad y la paz, varios miles de personas fueron convocadas en el centro de Berlín por el movimiento Querdenken (pensamiento lateral) 711 para protestar contra las “opresivas” restricciones. Su fundador, Michael Ballweg, un excéntrico empresario de Stuttgart de corte new age, insistía en su carácter apolítico, pero en la protesta se mostraron pancartas exigiendo la dimisión del Gobierno y el fin de las mascarillas, coreando consignas como “resistencia” y “somos el pueblo”. Pensemos también en el delirante fenómeno QAnon, réplica americana, donde la proliferación de noticias conspiratorias en la Red se despliega bajo un “efecto Ikea”: individuos que valoran tanto más la bruma conspirativa cuanto más pueden fabricarla desde sus propias experiencias atomizadas.

La pregunta importante, siguiendo a Latour, es esta: si el conocimiento científico es un inocente “corderito”, ¿quiénes serían estos lobos? Latour pone el ejemplo de las vacunas. Científicamente son útiles, pero dar por supuesto su valor de verdad no solo depende de ellas mismas, sino de una creencia sostenida comunitariamente en su sentido. Un hecho médico indudablemente valioso como las vacunas necesita recibir legitimidad también a la luz de un contexto vital que sostenga su valor de confianza. Desde la nueva “lateralidad”, sin embargo, toda confianza en este sentido es un obstáculo para una supuesta creatividad individual, una ideología que ha sido, no lo olvidemos, forjada por la funesta influencia del coaching y la autoayuda en los departamentos de recursos humanos y cierta industria mediática.

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Si, aparte de su verdad intrínseca, se necesitan otras cosas, un tejido comunicativo, una arquitectura vital, para sostener un “hecho”, puede entenderse que lo que impide aceptar el discurso científico en la actualidad no sea tanto la irracionalidad dominante, el “populismo” o el partidismo político, como la falta de un sostén cultural común dispuesto a confiar en algo. El problema del discurso liberal a la hora de enfrentarse, por ejemplo, al auge de las teorías de la conspiración es un ejemplo. Por mucho que ridiculicemos, y razones hay, ciertamente, a Miguel Bosé, lo que perdemos de vista en este acto reflejo racionalista es la comprensión de que el cantante de Don Diablo o el gurú de turno también expresan la creciente insostenibilidad contextual de los criterios científicos. Dicho de otro modo, la única forma de combatir el negacionismo es sostener una forma de vida que no conduzca a los individuos al cinismo de la sospecha. Esto quiere decir que resulta inútil contrastar polémicamente la dimensión oscura, maniquea y paranoica de las teorías de la conspiración con la visión de modernidad, transparencia y humanismo atribuida al pensamiento liberal. Si las narrativas de la conspiración encuentran recepción es porque se acomodan como un guante a la insostenibilidad social dominante y su pobre idea de libertad. Lo que Fredric Jameson llamaba la conspiración como “mapa de los pobres” es un dispositivo comunicativo alimentado también desde arriba por poderosos medios más obsesionados por vender inseguridad —pensemos en la reciente campaña contra los okupas violentos, un problema estadísticamente insignificante— y miedo.

El tratamiento de la conspiración como relato paranoico se presenta como una condensación de mensajes que busca dotar de sentido a la realidad de unos ciudadanos arrojados a una fragmentación e incertidumbre impredecibles. Diagnosticar que no estamos viviendo tanto una crisis de racionalidad como de confianza tiene consecuencias políticas importantes: es crucial que nuestras sociedades no sean expuestas, bajo el shock de la excepcionalidad pandémica, al funesto y repetido experimento neoliberal de dejar morir lo público. La visión del laboratorio de ingeniería social que ha sido Madrid durante las últimas décadas es la mejor prueba: un mundo huérfano, receloso, dividido en “dos mundos” y, si no lo remediamos, cada vez más seducido por el “pensamiento lateral”, una mezcla amorfa, pero no menos explosiva de orfandades desconfiadas.

Germán Cano es profesor de Filosofía Contemporánea de la Universidad de Alcalá de Henares.

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