Líbano, los ancestros comunitarios redoblan sus pasos
La nación libanesa, si existe como aspiración en el corazón de todos, es una mera quimera mientras no se consiga la democratización secularizada del país
El primer ministro libanes, Mustafá Adib, designado el 31 de agosto para formar un Gobierno después de la explosión en el puerto de Beirut, acaba de renunciar por no haber encontrado consenso entre los partidos. Mientras tanto, los libaneses siguen gritando sus cóleras, decepciones y frustraciones en las redes sociales. Líbano ha vuelto, tras aquel siniestro, a su cruda normalidad. El presidente Emmanuel Macron, pese a la campaña propagandista que ha presidido su entrada en el escenario de ayuda al pueblo libanés, se ha topado frontalmente con el muro visible del viejo mundo del multiconfesionalismo identitario, aferrado a la impotencia del Estado libanés. Todos sus esfuerzos para cambiar las cosas son baldíos. Los principales jefes de las comunidades religiosas —Michel Aoun y Samir Geagea para los cristianos, Hassan Nasrallah y Nabih Berri para los chiíes, Saad Hariri para los suníes— mantienen entre sus manos los hilos del complejísimo tejido del país, y, aunque divididos, comparten la consigna de impedir interferencias externas que cambien las coordenadas de la situación, salvo consentimiento de los más poderosos entre ellos.
Dos claves históricas condicionan estas coordenadas. El partido Hezbolá representa la fuerza central y depende de Irán para su abastecimiento. No es solo un actor nacional, también es una fuerza regional con ramificaciones en todo Oriente Próximo. Ha demostrado, en los últimos 20 años, más que el ejército nacional, que es el garante de la seguridad del país frente a Israel. Es una variable estratégica que condiciona todas las negociaciones internas entre libaneses. Así que, mientras no avance una solución de paz con el Estado vecino, será casi imposible pergeñar una vía factible de construcción de un Estado común, porque Hezbolá no aceptará su desarme en un contexto en el que el Líbano es incapaz de defender sus propias fronteras. En ausencia de perspectiva de paz cercana, una protección internacional efectiva del país, patrocinada por la ONU, podría relativizar el peso del partido chií en el juego interno.
Por otro lado, como apunta el sociólogo libanés Melhem Chaoul, “cuanto más frágil sea el Estado centra, más se agarrarán los segmentos de la sociedad a las pertenencias primarias”, lo que significa que no es, en sí, el sistema comunitario confesional el problema, porque el confesionalismo es un hecho histórico que nadie puede cambiar de un golpe, sino la inexistencia histórica de un Estado interiorizado como nación común. Cien años después de su creación, el Estado falló en este objetivo. Los manifestantes de 2019, que proclamaban su voluntad de construir una nación ciudadana, se dan cuenta de que, a la hora de decidir, se redobla la ferocidad de los ancestros comunitarios para conservar el poder. Lo que demuestra, ipso facto, que la nación libanesa, si existe como aspiración en el corazón de todos, es una mera quimera mientras no se consiga la democratización secularizada del país. Por ello se plantea condicionar la ayuda económica internacional a la construcción de una sociedad civil como interlocutora principal. Cierto que no es fácil aceptar ese camino, pero se hace difícil encontrar hoy otro.
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