Desigualdad
La grave brecha social en todo el mundo acentúa el daño de la pandemia
Si la crisis financiera de 2008 fue adquiriendo paulatina pero inexorablemente unas dimensiones políticas, sociales, laborales y de expectativas vitales de una contundencia cuya onda expansiva ha llegado hasta nuestros días, la pandemia del coronavirus declarada en marzo por la Organización Mundial de la Salud empieza a asumir también formas que escapan al ámbito sanitario y atañen a lo más hondo de la organización sistémica de la sociedad y el Estado de bienestar.
La primera oleada de brotes atacó por igual a todas las sociedades, desprevenidas, sin importar renta regional o individual —ahí están el norte rico de Italia frente al sur, o los países occidentales más golpeados—. Pero la nueva etapa está poniendo al desnudo una desigualdad social y económica que, de ahondarse sin más medidas paliativas, activará un inquietante potencial de fractura.
El número global de muertes llega a la simbólica cifra de un millón. Y el esquema es similar en todo el planeta. En EE UU, el número de víctimas entre las comunidades negra e hispana, rentas bajas sin acceso a buenos seguros médicos, ha sido mayor que su proporción en la población. En América Latina, de México a Argentina, los confinamientos apenas pueden funcionar en barrios sin espacio suficiente para la distancia social y con ciudadanos que dependen de sus quehaceres diarios para sobrevivir. En España, los datos demuestran que las zonas más densas, pobres y con más inmigración de Madrid y Barcelona, por citar las dos ciudades donde mejor se han medido los parámetros, son las más golpeadas, especialmente en esta segunda ola. El virus pudo empezar atacando a todos por igual, pero no todos pueden defenderse igual.
En el caso español, además, el problema adquiere una agudeza extremadamente delicada cuando se comprueba que los recortes en sanidad, ciencia y educación derivados de la crisis de 2008, a los que algunas comunidades han sumado una privatización de servicios públicos que ha mermado su capacidad, han dejado sin las armas adecuadas a una amplia franja de población que no tiene alternativa. Frente a las capas de población que pueden hacer frente a las nuevas amenazas en espacios amplios, con teletrabajo, con apoyo educativo y tecnológico a sus hijos en edad escolar y en ocasiones con seguros privados, las capas de rentas más bajas conviven en pisos pequeños, en barrios con gran densidad, sin tiempo ni recursos para complementar la educación de sus hijos y con trabajos presenciales —en el mejor de los casos— en los que el desplazamiento en transportes públicos no reforzados resulta obligado. Unos centros de salud desbordados son su única herramienta.
La imagen de dos miembros del Gobierno de la Comunidad de Madrid inaugurando un dispensador de gel en una estación de metro esta semana quedará en los anales de esta crisis como la fotografía de la distancia entre la población desasistida y altos cargos que se congratulan de mirar el dedo y no la Luna. Tras ellos, los trabajadores corren a los vagones, en ocasiones atestados, rumbo a los riesgos que otros pueden evitar. Los discursos clasistas y xenófobos contra “el modo de vida” en estas áreas, además, apuntan a una fractura que también es moral.
En este contexto, las medidas adoptadas para restringir la movilidad y el ocio en parques en zonas de Madrid de alto nivel de contagio y rentas bajas añaden un factor estigmatizante a la brutal desigualdad de la región, donde hasta la esperanza de vida o el nivel educativo sufren profundas brechas entre el norte y el sur. La capital de España es la ciudad europea donde más se ha ampliado la desigualdad en la última década, según diversos estudios.
Si a esas medidas de confinamiento, además, no se añaden recursos nuevos para afrontar la situación, como está ocurriendo, la sensación de abandono se extiende. Los riesgos vitales y políticos crecen. Lo que exige de los Gobiernos de todo el mundo una atención especial a la fragilidad del ser humano, y especialmente a las amplias franjas de la población que sufren de forma más severa las consecuencias de la pandemia. La revisión del modelo que propicia tal desigualdad resulta imperativa. No solo en el interés de los más desfavorecidos, sino de toda la colectividad, que se beneficia de la cohesión social.
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