Prix Formentor
Construir es duro y tardo, destruir es simple y raudo. En 70 años ha crecido un jardín prodigioso en varias hectáreas que antes eran puro secarral
Caminábamos por las veredas que diseñó Felipe Bellini en 1937, quizás algo antes. Mi compañero, Tófol, señaló un pino inmenso: “Este lo plantó mi padre: todo aquí ha sido sembrado porque cuando comenzó la construcción del hotel no había ni una brizna de yerba, el agua la bombeaban desde Pollensa”. Cruzamos las pérgolas repletas de flores y me iba dictando: “Ahora son bignonias, pero en primavera glicinas. Esa es la ipomea mexicana, al lado salvia belga escarlata, hay plantas del mundo entero. Mire, el tronco espinoso del palo borracho está hueco, su semilla llegó de Argentina”. Pasamos junto a la siniestra datura de flores cabeza abajo como ahorcados, pasamos los pomelos gigantes, pasamos los tapices de hibiscos, euforbias, crotalarias australianas. Tófol está orgulloso de su jardín, la obra de su vida, uno de los más hermosos de las Baleares. Lo han hecho palmo a palmo las manos de su padre y luego las suyas durante 70 años.
Construir es duro y tardo, destruir es simple y raudo. En 70 años ha crecido un jardín prodigioso en varias hectáreas que antes eran puro secarral. En las más antiguas fotos, donde se ve el comienzo del hotel sobre sus fundamentos de gravilla acarreada por mar, no hay ni una planta. Era un desierto. El esfuerzo y la dignidad del trabajo de dos generaciones han conseguido crear un paraíso (así llama la Septuaginta al Edén) en pleno desierto. Cristófol ha salvado su alma.
Esa noche me asalta la pesadilla del auriga demente que, a las riendas de un carro de fuego tirado por tres caballos caníbales, avanza inexorable. A su paso, todo queda abrasado. En dos años casi ha destruido el modesto jardín que había costado 40 hacerlo nacer sobre un desierto moral. Ahora, el desierto crece.
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