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Columna
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Supremacismos

Un cierto sentido de superioridad de los más educados es lo que ha alejado a los blancos más humildes del partido demócrata

Lluís Bassets
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, durante unas declaraciones a la prensa este jueves.
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, durante unas declaraciones a la prensa este jueves.Evan Vucci (AP)

Este complejo de superioridad aqueja a un individuo por un hecho sobre el que no tiene ninguna responsabilidad, como es el color de su piel, el lugar donde nace o la lengua que habla. Como sucede con otros mecanismos retorcidos de la mente, oculta su contrario, un complejo de inferioridad: quien se siente inferior como individuo consigue satisfacción por la superioridad que le proporciona pertenecer a un colectivo.

El supremacismo no es solo una ideología e incluso una sentimentalidad más o menos oculta. También es una política, pues permite reivindicar la superioridad de un colectivo por encima de los otros para dirigir la sociedad o gozar de más derechos. La exaltación de unos, los propios, conduce a la marginación de los otros, los ajenos. Marca y excluye, y puede hacerlo hasta la exasperación, como muy bien saben los negros americanos. El supremacismo más conspicuo es racista y blanco, surgido de las relaciones esclavistas, coloniales o imperiales. El presidente de EE UU constituye un ejemplar casi perfecto de supremacista y de ahí el rechazo generalizado que suscita, especialmente en sociedades como la nuestra, que rinden culto a la buena conciencia. En ellas el supremacista siempre es el otro, aunque la íntima satisfacción por la propia identidad contenga el germen de un supremacismo reprimido. Así sucede entre nacionalismos antagónicos y sinérgicos, es decir, que se retroalimentan mutuamente en la negación del otro y la afirmación propia. También entre creencias religiosas, especialmente las fundamentalistas: islamismo y cristianismo por ejemplo.

Es un equívoco creer que estos instintos negativos solo pertenezcan a las derechas y solo las izquierdas las denuncian y combaten. O que solo los trabajadores blancos americanos tienen este tipo de prejuicios. También hay supremacismos de izquierdas, con frecuencia en forma de supremacismo moral, pero a veces también político, electoralmente contraproducente.

Según el filósofo Michael Sandel, el desdén hacia las clases menos educadas por parte de las élites progresistas universitarias ha tenido hasta ahora efectos corrosivos en la vida del país y perjudicado electoralmente al Partido Demócrata. Solo faltaría que un supremacismo de los más preparados impidiera la derrota del supremacismo racista y xenófobo de Donald Trump. Por eso Sandel confía en el arma secreta que Biden tiene en sus manos: es el primer candidato demócrata en los últimos 30 años que no tiene un título de Harvard, Yale o alguna de las grandes universidades americanas.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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