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Columna
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El gesto de Antígona

Valdría la pena que Iglesias declarase que cualquier forma de violencia, verbal o física, contra quienes no piensan como nosotros, es incompatible con la democracia

Antonio Elorza
El vicepresidente y ministro de Derechos Sociales y Agenda 2030, Pablo Iglesias, durante la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros en julio.
El vicepresidente y ministro de Derechos Sociales y Agenda 2030, Pablo Iglesias, durante la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros en julio.EUROPA PRESS/E. Parra. POOL (Europa Press)

Irene Montero y Pablo Iglesias han denunciado el acoso sufrido durante sus vacaciones interrumpidas en Asturias, que se sumaría al cerco de disconformes a su propiedad en Galapagar. Vaya por delante que ese tipo de acciones son condenables y dignas de sanción, con especial intensidad ahora cuando la crispación debida a la doble crisis, sanitaria y económica, puede llevar a su proliferación en un futuro próximo.

Vale la pena recordar la primera reflexión de Iglesias sobre el tema, en la cual me vi por azar implicado. Se trató de un acto violento organizado en mi Facultad en 2008 para impedir una conferencia de la diputada Rosa Díez, con quien nada tenía entonces que ver, ni había sido invitado. Pero frente a los reventadores vociferantes, asociados en la bronca a los simpatizantes de ETA, acepté presentarla por mantener la libertad de expresión y lo logré. Desconocía quienes eran y escribí aquí un artículo, Fascismo rojo, que mantengo (ejemplo Maduro). Los “contrapoderes” tenían valedores en la cima universitaria, y de ahí me llegó pronto un telefonazo: “Antonio, ¿por qué protegiste a esa tía?”. Y de ahí llegó también la desinformación sobre el episodio en este diario. Los chicos apuntaban alto y el segundo escrache a Rosa Díez, tolerado este desde arriba, lo probó: la violencia no era simple protesta, sino escalera hacia el poder.

La sorpresa vino de un artículo en Rebelión, defendiendo “a quienes recibieron con insultos a Rosa Díez”. Lo firmaba el nieto de un buen amigo, socialista histórico, Manuel Iglesias. Pablo desarrollaba una línea argumental sobre la que habrá de moverse más adelante: afirmar su justicia, por cualquier medio, está por encima de la ley. Era el gesto de Antígona, olvidando, claro, que el ejercicio de la violencia, las patadas contra la puerta para reventar el acto, los gritos pro ETA, tenían poco que ver con la heroína de Sófocles. El fin, no obstante, justificaba todo exceso y lo convertía en ejemplo supremo de cómo la libertad lucha contra la tiranía, esto es, contra aquel a quien el violento designa como tirano.

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A la vista de lo ocurrido ahora, por encima de las ideologías, valdría la pena que Iglesias declarase que cualquier forma de violencia, verbal o física, contra quienes no piensan como nosotros, es incompatible con la democracia. Por supuesto lo es toda forma de acoso contra él y su familia.

No lo hará. Evocando a Marsé, Iglesias está encerrado, y encierra a Podemos, con un solo juguete: su ascenso personal al poder aplicando una rigidez de marchamo soviético.

De entrada veta el acuerdo presupuestario, antes de asomarse al contenido. Luego rectifica el verse realzado. El interés general no cuenta, solo el poder, como en su etapa académica.

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