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Columna
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Alzar a un enano pensando que es un niño

No nos reímos, a pesar de que sea trágico, porque somos mala gente. Nos reímos precisamente porque es trágico, para sobrevivir

Andrés Barba
Fotograma del vídeo en que Bolsonaro confunde un enano con un niño durante la inauguración de una central termoeléctrica en Brasil.
Fotograma del vídeo en que Bolsonaro confunde un enano con un niño durante la inauguración de una central termoeléctrica en Brasil.

Es quizá una de las imágenes más delirantes que nos ha regalado la pandemia. Sucedió el pasado martes 18, durante la inauguración de una central termoeléctrica en Nioaque, en el Estado de Mato Grosso del Sur. Jair Bolsonaro, permanentemente sin mascarilla, coge en brazos a un enano pensando que es un niño y saluda a la multitud. El enano, envalentonado de pronto y en brazos del presidente de Brasil, hace un saludo surfero. “¡No es un niño! ¡No es un niño!”, grita una mujer entre la multitud, y Bolsonaro poco menos que lo tira al suelo de vuelta. Confieso que vi el vídeo no menos de quince veces, sin parar de reír. ¿Cuánto habría pagado Fellini, Buñuel o el primer Almodóvar por una escena así? Pero a medida que veía el vídeo una y otra vez, me invadía cada vez más la sensación de que esas imágenes concentraban algo que superaba la comicidad de una simple equivocación: como si, al confundir a un enano con mascarilla con un niño y alzarlo en brazos, Bolsonaro hubiese hecho una parodia perfecta de su propia estupidez y de la insensatez de su populismo, una parodia protagonizada por el mismo parodiado. Solo la vida es capaz de hacer un regalo así. Solo la comedia es capaz de aglutinar tantos niveles de sentido.

Me recordó enseguida a ese otro regalo del 5 de marzo de 2020, cuando la doctora Sara Cody, directora del Departamento de Salud Pública del Condado de Santa Clara, California, hizo un comunicado de prensa en el que dictó recomendaciones para evitar el contagio por coronavirus. “A partir de hoy —afirmó con esa seriedad de primero de Política que tienen la mayoría de nuestros representantes cuando hablan del virus— empiecen a esforzarse por no tocarse la cara, una de las principales formas en las que se propaga el virus es cuando nos tocamos la boca, la nariz o los ojos”. Inmediatamente después de pronunciar esa frase, la doctora Cody se chupó el índice delante de las cámaras y pasó la página de sus notas. ¿Equivocación cómica? Claro que sí, pero también resumen perfecto de todo lo que nos esperaba —y espera— por vivir: ese mundo de normas imposibles en el que a pesar de la neurosis por no contagiarnos repetimos una y otra vez gestos automatizados que nos delatan, en que nos restregamos los ojos después de pulsar el botón del ascensor o llevamos guantes, pero luego acariciamos con ellos a nuestro hijo al entrar en casa.

De entre las nacionales, mi favorita es sin duda el ataque de tos incontrolable de Fernando Simón durante la rueda de prensa del 2 de mayo en la que por fin se confirmaban los primeros datos descendentes de contagio. Y se ve que no soy el único. Basta con poner “Fernando Simón” en Google para comprobar que millones de españoles han tecleado antes que yo “Fernando Simón Almendra”. La escena es una superconcentración de ese miedo social que se ha instalado (para quedarse) cada vez que escuchamos toser o estornudar a cualquier persona a menos de diez menos de distancia. Miedo a que nos contagien, por supuesto, pero también, cuando somos nosotros los que tosemos, a la mirada censora del otro, esa mirada de odio asesino ante lo que sabemos que es un simple tosido inofensivo. Pero lo mejor de ese “no es coronavirus, es que me he comido una almendra antes de empezar” es el tono exculpatorio, casi infantil, como de niño de cuarto de primaria recién abroncado que confirma la vieja teoría de que no es tan complicado rescatar, en nuestras caras de adultos, el niño que fuimos. Prometo hacerme esta semana una camiseta en la que ponga: “Me he comido una almendra”, aún a riesgo de que me pare por la calle algún imbécil que piense que me estoy burlando de 30.000 muertos. Señor censor, señora censora, moderen su puritanismo, no nos reímos, a pesar de que sea trágico, porque somos mala gente. Nos reímos precisamente porque es trágico, para sobrevivir.

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