Líbano a través del espejo
Con enemigos en cada esquina, el país deberá emprender una gesta imaginativa para dotarse de un sistema de gobernanza que supere el sectarismo fracasado sin obviar las diferencias innegables de su sociedad
Siempre ha habido en Beirut una especie de latido plutónico. Algo moviéndose de manera invisible. Una resaca mecánica de ese particular sistema planetario que es Líbano, rigiéndose por su propio e inexorable magnetismo. Ese movimiento, sin embargo, es solo una fuerza evanescente que no produce avance alguno. Porque Beirut, como Líbano, es víctima del efecto despiadado de la Reina Roja.
El enunciado de este fenómeno proviene del pasaje en el que la Alicia de Lewis Carroll corre sin parar arrastrada de la mano por la Reina Roja, que le grita “¡más rápido!”. Alicia no tarda en darse cuenta de que a pesar de llevar un buen rato corriendo su posición no ha variado un ápice.
“—¡Creo que hemos estado bajo este árbol todo el tiempo! ¡Todo está igual que estaba!
—¡Por supuesto! —dijo la Reina— ¿cómo iba a estar?
—Bueno, en mi país —dijo Alicia, aun jadeando— si corres tan rápido durante tanto tiempo, sueles llegar a algún otro sitio…
—¡Un país bastante lento! —replicó la Reina—. Aquí, hay que correr todo lo posible para permanecer en el mismo lugar. Para llegar a otro sitio hay que correr el doble de rápido”.
Líbano es un país rápido… pero no tan rápido. Así, el sectarismo ha aplastado a velocidad de crucero el sueño (¿lo hubo realmente?) de un Estado moderno y llevado en volandas a los libaneses a la meta de un Estado fallido. Paradójicamente, el lugar donde empezó la carrera. El árbol de Alicia era un cedro, después de todo.
Pero la metáfora aún puede ser más cruda. La hipótesis de la Reina Roja como principio evolutivo fue planteada por Leigh Van Valen en los setenta: las especies deben cambiar continuamente para adaptarse a evolución de sus rivales. Cada mejora en los mecanismos de ataque del depredador o en los de defensa de una presa tienen que ser compensados inmediatamente por el contrario. Así, solo evolucionando continuamente las especies pueden retrasar una extinción que, en último término, resulta inevitable.
Daron Acemoglu y James Robinson en su libro El pasillo estrecho utilizaron esta metáfora para explicar a grandes rasgos que ninguna nación cuyo presidente debe ser cristiano maronita, cuyo primer ministro será necesariamente suní y cuyo presidente del Parlamento siempre será chií, podrá aspirar jamás a ser un Estado moderno. Los autores sostienen que, en Líbano, todos los organismos en los que se encuentran representadas las distintas comunidades están condenados a la inoperancia porque, en última instancia, los diferentes grupos trabajan en la sospecha de conspiración permanente de sus rivales. Temen que el Estado sea capturado por “los otros” generando “una sociedad dividida contra sí misma, incapaz de actuar de manera colectiva”. Eva Borreguero explicó brillantemente las tesis de Acemoglu y Robinson en un artículo publicado en este periódico el pasado 22 de enero, coincidiendo con la oleada de protestas en Beirut.
Desde luego, la mejor garantía de un sistema corrupto es un clima en el que solo se vigila al contrario para garantizar a “los tuyos” que “los otros” no están consiguiendo más. Un principio por otro lado tan eterno como el episodio picaresco de las uvas en el que el joven Lázaro se dejaba algunos dientes. “Durante años, cada facción del país culpaba a la otra de cualquier desastre. Tuvimos una guerra civil que solo terminó cuando todas las partes llegaron a la conclusión de que podían robar mucho más si cooperaban entre ellas”, escribió el novelista libanés Rabih Alameddine en The Washington Post.
El célebre corresponsal de The Independent, Robert Fisk, escribía al hilo de la catástrofe que “Los libaneses no están solos en la búsqueda de poner fin a la corrupción. Todos exigimos lo mismo en todo el globo. Hoy todos, para acuñar un cliché más, somos libaneses. Por eso el cataclismo que arrasó su capital fue tan poderoso y tan aterrador”.
¿Cuántas formas distintas puede adoptar el fenómeno de la Reina Roja? ¿Y cuántas resultarían aplicables a nuestros respectivos países? ¿Estamos completamente seguros de estar corriendo dejando atrás el árbol?
Es fácil ver la Reina Roja en el ojo ajeno, podrían decir con razón los jóvenes del Sur de Europa. Algunos se sorprenderían al conocer hasta qué punto las reivindicaciones y opiniones sobre la clase política de las poblaciones jóvenes de los países del Mediterráneo, plasmadas en distintos movimientos de la última década, resultan semejantes con independencia del continente donde se hallen. M. Ángels Cabasés, Carles Feixa y Roger Civit pudieron comprobarlo en su estudio Jóvenes y confianza política, concluyendo que los jóvenes de los países del Norte y Sur del Mediterráneo comparten una situación de desconfianza institucional similar, mientras que esta difiere considerablemente entre jóvenes de países del Norte y del Sur del continente europeo. En esta ecuación, el sistema de gobernanza no lo explica todo por sí mismo. La clave es la desigualdad.
Convendría que Europa no olvidase esto ahora que medio Beirut ha saltado por los aires y las recetas para salvar a Líbano de un infierno aún mayor se suceden en todos los ámbitos ¿Sabrá “Occidente” escuchar con la humildad debida, o cabalgará sus propias contradicciones con la soberbia del pasado? Robert Fisk sueña con “una obra multinacional de imaginación que pudiese abarcar todas las guerras sectarias y expansionistas que han afligido a la región durante los 100 años pasados”, aunque no se llama a engaño en el mundo “de Trump y Putin”. Pero no todo es utopía en esta frase, pues en cierta manera incluye el ingrediente esencial de la solución: la imaginación.
Con enemigos en cada esquina, el nuevo Líbano deberá emprender una gesta imaginativa para dotarse de un sistema de gobernanza que supere el sectarismo fracasado sin obviar las diferencias innegables de su sociedad. Un camino lleno de peligros. El periodista Maher Mugraby señala acertadamente que los jóvenes libaneses deben aprender la lección de las primaveras árabes de 2011 y 2012. Esto es: “no basta con decir no a lo que ha fracasado, por importante que sea. También es necesario articular un sí y ponerse de acuerdo sobre lo que el Líbano va a ser en su lugar”. Occidente debe entonces limitarse a empujar sin romper nada.
El planeta entero atraviesa una pandemia que nos ha sorprendido a todos a mitad de carrera. Quizá la única manera de escapar del efecto de la Reina Roja sea, simplemente, dejar de correr. Dejar de correr y mirar el mundo a través del espejo.
Mariela Rubio es periodista.
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