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Columna
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Templos versátiles

La pandemia podría ser una oportunidad para rescatar viejas iglesias, dándoles nuevos usos comunitarios, fieles a su espíritu originario

Olivia Muñoz-Rojas
La pista de 'skate' en la antigua iglesia de Santa Bárbara, en Llanera (Asturias).
La pista de 'skate' en la antigua iglesia de Santa Bárbara, en Llanera (Asturias).

Es un debate que emerge cada cierto tiempo en Europa, ¿qué hacer con las iglesias que ya no reciben fieles? Desafortunadamente, sean propiedad del Estado o la Iglesia, muchos de nuestros viejos templos resultan cada vez más onerosos de mantener. Con una comunidad creyente practicante que mengua, su funcionalidad religiosa se resiente. En algunos casos, su valor en tanto obras de arte y lugares de atractivo turístico justifican la financiación de su restauración y mantenimiento. En otros, no es posible encontrar suficientes medios para garantizar su supervivencia, incluso cuando conservan un valor simbólico y afectivo para la comunidad local.

Cuando ardió la catedral de Notre Dame de París el año pasado y se comenzó a debatir su reconstrucción, el arquitecto Eric Cassar recordaba que las catedrales son espacios cuyos usos han evolucionado a lo largo de los siglos. “¿Por qué no deberían seguir evolucionando?”, interrogaba. Conservar su dimensión espiritual, convirtiéndolos en “iglesias sin religión”, lugares de desconexión para los acelerados ciudadanos del siglo XXI, era su particular propuesta. Los países de tradición protestante, como Países Bajos y Reino Unido, han solido estar a la vanguardia en cuanto a deconsagrar y darles nuevo uso, público o privado, a sus templos —en ellos se alojan desde pubs hasta bibliotecas y centros de salud—. Pero también hallamos iglesias convertidas en hoteles y discotecas en países de profunda tradición católica como Italia. En España, aunque proporcionalmente menos, hay casos llamativos, como la Iglesia Skate, antigua iglesia de Santa Bárbara, en Llanera (Asturias) —un original proyecto para los amantes del skate y el arte urbano.

Decía el filósofo chino Lao Tse en una conocida cita que “abrimos puertas y ventanas en las paredes de una habitación para darle forma, pero es por sus espacios vacíos que podemos utilizarla”. El espacio vacío permite versatilidad; un valor cada vez más apreciado por los arquitectos. En sociedades cuyos hábitos tecnológicos evolucionan con rapidez, crecientemente expuestas a situaciones climáticas inciertas y otras amenazas globales, como la actual pandemia; los espacios flexibles, fácilmente adaptables a emergencias y realidades coyunturales, son esenciales para la vida colectiva. Es posible que la arquitectura de muchos de nuestros templos, en sus diferentes escalas, responda bastante bien a este criterio. Al fin y al cabo, su estructura deriva originalmente de las basílicas romanas, espacios auténticamente multifuncionales, donde, ya podían comprarse y venderse mercancías, como resolverse asuntos públicos. Ahora que se debate con ahínco cómo organizar la enseñanza durante la pandemia, y sin menoscabo de los retos jurídicos y administrativos que pueda entrañar, cabría considerar las iglesias como potenciales aulas en donde recibir grupos de alumnos y ofrecer clases presenciales. En principio, no debería ser necesario hacer grandes intervenciones en sus interiores para adaptarlos a esta función. O, al igual que lo han hecho las iglesias neoyorquinas, algunos de nuestros templos podrían, asimismo, alojar centros médicos básicos donde realizar pruebas de coronavirus. La pandemia podría ser una oportunidad para rescatar viejas iglesias, dándoles nuevos usos comunitarios, fieles a su espíritu originario.

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