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Tribuna
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Veinticinco años de Srebrenica

Hoy apenas se recuerda el genocidio. Y, sin embargo, es urgente que no nos olvidemos de recordar

Céline Bardet
Una mujer llora frente a una tumba en el Centro Memorial Potocari durante el funeral de 308 personas  asesinadas en Sbrenica.
Una mujer llora frente a una tumba en el Centro Memorial Potocari durante el funeral de 308 personas asesinadas en Sbrenica.

Nunca más”. Esta expresión, emblemática cuando se habla de los crímenes contra la humanidad, siempre me ha repugnado y me ha parecido una promesa hipócrita, incluso por parte de los mayores intelectuales jurídicos. La realidad es que, desde el Holocausto, no solo la humanidad sigue matándose (igual que lo hacía antes), sino que a la hora de prevenir o detener esos conflictos y esos crímenes, la comunidad internacional —todos y cada uno de nosotros— sigue siendo tan incapaz como siempre de reaccionar.

En Bosnia, Ruanda, Congo, en Siria, Libia, Sudán, en Myanmar (Birmania) y muchos otros lugares, dejamos que aniquilaran a nuestros congéneres, actuamos como si lo que les estaba sucediendo no fuera previsible y, sobre todo, escondimos la cabeza bajo el ala, con la actitud del que no tiene culpa ni responsabilidad.

El 11 de julio de 1995, ese Nunca más se convirtió para mí en una promesa, la de que NUNCA MÁS volvería a pronunciar unas palabras tan mentirosas. Algo que debería ser obligatorio para toda una humanidad que se escandaliza ante el horror y promete que nunca volverá a ocurrir cuando ya se han iniciado los crímenes siguientes. Me pregunto cómo pudimos seguir mirándonos a la cara mientras se abandonaba a millones de bosnios, atrapados en un enclave que Naciones Unidas habían designado como zona de seguridad. Y dos años después de que una resolución de la propia ONU hubiera creado el Tribunal Penal Internacional para la ex-Yugoslavia.

Nuestra impotencia y nuestra dejadez mostraron su mejor rostro aquella mañana del 11 de julio de 1995, cuando Ratko Mladic estaba ya en marcha con sus tropas. Tal como había anunciado. ¿Dónde estaba la sorpresa? ¿Qué esperábamos? ¿Que fuera un farol de Mladic, cuando ya habían muerto miles de personas en la guerra desde 1992? ¿Cuando ya había campos de internamiento y de violación repartidos por todo el territorio bosnio? ¿Cuando el presidente de la República Serbia de Bosnia, Radovan Karadzic, había dicho siempre que Srebrenica pertenecía a los serbios?

Entre el 11 y el 15 de julio de 1995, las fuerzas serbias en Bosnia ejecutaron de forma metódica y organizada a casi 7.000 hombres adultos y jóvenes y arrojaron sus cuerpos a fosas comunes. Aterrorizaron a más de 35.000 habitantes más y los obligaron a huir. Algunos recorrieron durante semanas los bosques vecinos, tratando de llegar a Tuzla para ponerse a salvo. Las fuerzas serbias los persiguieron como si fueran ciervos en una cacería, con la misma crueldad. En el memorial de Potocari se encuentran identificadas y enterradas 6.653 personas. En total, se calcula que asesinaron a 8.372 personas, es decir, que hay muchas que están todavía en fosas comunes en algún sitio.

Conocí a Djile en 2008. Vivía en el enclave de Srebrenica y convenció a unos cuantos de que se marcharan con él, unos días antes de aquel 11 de julio, porque había comprendido mucho antes que otros que no iba a ir nadie a rescatarlos y que Ratko Mladic no iba nunca de farol. Djile sobrevivió cuando los soldados serbios encontraron al grupo y dispararon contra él, y resistió a solas durante dos meses en el bosque. Djile fue a quien me apresuré a visitar en mayo de 2011, cuando detuvimos a Ratko Mladic en Belgrado. Salí de la capital camino de Srebrenica, donde continúa viviendo hoy, y recuerdo cómo corría bajo un diluvio por el bosque, el mismo bosque que le había protegido 16 años antes. Lloraba y gritaba: “¡Céline, hemos pillado a Mladic!”.

Entre 2008 y 2012 encontré a esos hombres y esos jóvenes de Srebrenica en las fosas comunes que abrimos durante un largo proceso. En compañía de las mujeres, las madres, las hermanas y las hijas sentadas alrededor, que creían reconocer una prenda de ropa, un anillo, una joya.

La primera vez que vi una fosa común esperaba ver esqueletos y creí que tendría que esforzarme para adivinar que habían sido seres vivos. Un esqueleto tiene muy poco de humano, ya no es un cadáver, pero esos huesos sin nombre ni rostro son muy expresivos. Y además está la ropa; esa es la verdadera conmoción. Mantienen durante mucho tiempo la forma y el color, y remiten de forma irresistible a la persona que la llevaba. Me acuerdo de un pañuelo malva, como el que llevan todas las mujeres bosnias, casi intacto 14 años después. De pronto, tuve ante mí a aquella mujer, la vi moverse y sonreír... Un crimen contra la humanidad o un genocidio no se detiene cuando terminan las matanzas. Por el contrario, ese es el momento en el que comienza un proceso que se prolonga durante decenios salpicados de desapariciones, fosas abiertas, duelo, familias destrozadas.

Aquella mañana, tal como había anunciado, Mladic emprendió el camino por aquellas callejas de Srebrenica y repartía caramelos a los niños y les decía que no tuvieran miedo mientras, unos centenares de metros más allá, sus tropas separaban a los hombres de las mujeres y los niños y obligaban a los hombres, jóvenes y mayores, a subir a unos autobuses públicos, de los que después les ordenaban bajar para alinearlos y ejecutarlos.

Hoy, 25 años después, apenas se recuerda. Y, sin embargo, es urgente, por el bien de nuestra propia humanidad, que no nos olvidemos de recordar.

Céline Bardet es jurista internacional especialista en crímenes de guerra.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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