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Columna
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Volver al plano horizontal

Todo nace ante un precipicio, puede tratarse de un desfiladero o puede tratarse de una pared de roca que se eleva hacia el cielo, pero ahí está el precipicio

Emiliano Monge
Habitantes de Ciudad de México tras el sismo del pasado 23 de junio.
Habitantes de Ciudad de México tras el sismo del pasado 23 de junio.Mónica González

Cuando un objeto se precipita al vacío, su caída desprecia cualquier tipo de interacción, tanto con el aire como con otros obstáculos.

El objeto sigue, entonces, un movimiento rectilíneo uniformemente variado, en el que la aceleración coincide con el valor de gravedad —que, en nuestro planeta, posee una aceleración constante de 9.8 metros por segundo—.

Se trata de algo que aprendimos en la escuela, escuchando la historia del viejo Newton, quien, tras dar un largo paseo, decidió descansar bajo un árbol. Fue entonces cuando, sobre su cabeza, se dejó venir la manzana madura que sentaría las bases de buena parte de la física moderna.

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—Mientras terminaba de escribir el párrafo anterior, sin consideración alguna por la pandemia o la crisis económica y social en la que estamos, el hocico de la alarma sísmica gritó a todo pulmón. Asustado, me dispuse a llamar a mi familia, cuando escuché azotarse la puerta da la calle: olvidando mi existencia, habían corrido fuera de la casa, con todo y nuestros perros.

Aún más contrariado que al escuchar la alarma sísmica, apuré mis pasos, pensando en lo difícil que debía resultar vivir conmigo un confinamiento. Ojalá entendieran que la culpa no solo es mía, que es también del bicho ese. Si para algunos es un anillo al dedo, si sirve hasta para consolidar proyectos políticos, por qué no habría de servirme, a mí, para esconder mi amargura y mi desesperanza, me dije abriendo la puerta y azotándola, al tiempo que me ponía el tapabocas.

Cuando alcancé a mi familia, además de decirme: por otro lado, trabajo y cocino todos los días para estos desgraciados, mientras pensaba, observando en el rabillo del ojo la puerta de la casa que está enfrente de la nuestra: ¿irán, también hoy, a salir ellos?, les reclamé a voz en cuello: ¿les doy igual o qué chingados? Entonces, en el instante exacto en el que ellos echaron a reír, el suelo empezó al fin a moverse, como si el chapopote se hubiera transformado de repente en trajinera.

Segundos después, la puerta de la casa que aún seguía cerrada, se abrió de par en par y ellos salieron. Y gracias al tapabocas, es decir, gracias al pinche covid, por primera vez, el adolescente y yo pudimos reírnos sin miedo a ser descubiertos, encarados y amenazados: ahí estaban, en el mismo espacio que todas las veces anteriores, temblando como hojas, los luchadores de la AAA, cuyas oficinas son vecinas nuestras—.

Eureka, asevera William Stuckely, amigo suyo y su primer biógrafo, que gritó Newton, segundos después de que la manzana rebotara en su cabeza y rodara sobre el césped, hasta salir de la sombra que escurría de la copa bajo la cual el físico inglés había buscado darse un respiro —quien deseé consultar el texto de Stuckely, puede hacerlo en Internet, gracias a que la Royal Society de Londres lo digitalizó en 2010—.

Newton, sin embargo, no fue el primer científico en gritar la palabra mencionada. Eureka —lo he descubierto— es, de hecho, una interjección que se atribuye al griego Arquímides de Siracusa, matemático que la pronunció, por vez primera, al describir el principio que establece la relación entre el volumen de un cuerpo sumergido y la fuerza de flotación que éste experimenta, mientras buscaba resolver un problema que Hierón II le había planteado: ¿cómo saber cuánto oro hay en mi corona?

Es curioso: mientras que Arquímides, quien se encontraba en el interior de su bañera, metiendo y sacando las manos y los brazos del agua y contemplando la superficie del líquido que le prestaba descanso y relajación a su cuerpo; mientras que el matemático griego, decía, tomó consciencia de aquello que empujaba sus extremidades y gritó Eureka a consecuencia de la fuerza de flotación y del ascenso del líquido que lo rodeaba, Newton, el científico inglés, gritó aquella misma palabra a consecuencia de esa otra fuerza que empuja los objetos hacia abajo.

Pero olvidémonos de esto. Porque lo que es realmente curioso no es aquello que sabemos, sino aquello que no sabemos, en buena medida, porque no pareció haberle interesado ni a los hombres y mujeres en torno a Arquímides ni a los amigos y biógrafos de Newton: ¿cómo es posible que las ideas, tras el efecto eureka, es decir, tras el segundo de la epifanía, repliquen la caída de una manzana o luchen por emerger del fondo en el que habían permanecido sumergidas?

¿Y cómo es posible, además, que esas mismas ideas, tras haber sido gestadas y tras sus primeros instantes de vida, que son vertiginosos y vehementes y en los cuales imitan, de manera exacta, el movimiento de aquellos objetos que precedieron los descubrimientos de Arquímides y Newton: el de la manzana en caída libre o el de la mano en ascenso, busquen, para desenvolverse y alcanzar a los demás, el plano horizontal?

—Terminaba de escribir la pregunta del párrafo anterior, cuando el adolescente entró en mi estudio en estampida: como suele hacer, había tapado el escusado, pero esta vez, a diferencia de las otras tropecientas, el hocico de porcelana decidió vomitar el contenido de sus intestinos: nuestra mierda y la de los vecinos, es decir, la de los luchadores, brincaba como geiser, abandonando el baño, alcanzando el pasillo y escurriendo en la escalera.

"Está cayendo en dos de los libreros", gritó mi pareja, mientras yo empuñaba un destapa caños y suplicaba al contenido de mis tripas no emerger por mi garganta. Aterrado, solté el destapa caños y corrí hacia los libreros, donde empecé a sacar los libros apurado y como pude, pensando: que venga un plomero romperá el confinamiento, al mismo tiempo que decía: con la chinga que fue acomodarlos —hace tres semanas, pasamos seis días ordenando nuestra biblioteca en sentido alfabético— y al tiempo, también, que decía para mí mismo: Agamben no, maldita sea.

Cuando por fin logramos contener el vomito hediondo y limpiar el tiradero, que ahora, al leer lo que he escrito, parece mucho peor de lo que fuera, tomé los tres libros de Agamben que mayor daño habían sufrido. Y tras limpiarlos por fuera, revisé sus páginas, esperando que no tuvieran mayor daño. Por suerte, solo algunas habían sido manchadas. Entre estas, las que mayor daño sufrieron, fueron las de El fuego y el relato—.

Las ideas nunca se mueven de manera horizontal, como hace luego el pensamiento, venía a decir, más o menos, uno de los personajes de Los demonios de Dostoievski. Por su parte, John Berger, hablando de una fotografía que lo hizo hablar después de la forma de las ideas, señaló, también según mi recuerdo: todo nace ante un precipicio, puede tratarse de un desfiladero o puede tratarse de una pared de roca que se eleva hacia el cielo, pero ahí está el precipicio.

Cuando estamos ya medio dormidos, es decir, cuando nuestro inconsciente toma el lugar de nuestro consciente —esto es, me parece, lo más cercano que podemos estar del nacimiento de una idea—, ¿qué es lo que sucede? Sentimos que caemos y despertamos, de golpe, sobresaltados. O sentimos que nos estamos ahogando, que necesitamos emerger de allí donde hemos sido sumergidos. Entonces brincamos, también sobresaltados.

En El fuego y el relato —que, por cierto, ha quedado perfecto, diría incluso sanitizado, según la nueva lengua—, Agamben asevera: “debemos considerar el acto de creación como un campo de fuerzas en tensión entre potencia e impotencia, entre poder y poder-no actuar y resistir”. Cito esto porque así es como sucede con la gravedad y con la fuerza de flotación. Y porque el acto de creación, como las ideas, es una caída o un impulso.

Y esto, que las ideas y el acto de creación sean un vector ascendente o descendente, es el costo que pagamos por la forma que tiene nuestro pensamiento, que, como ya dijo Dostoievski, a quien no podía importarle más la física, fluye de forma horizontal. Se trata del estallido y el fuego que le sigue; del golpe y el dolor qué este deja.

Nuestra razón no es, entonces, otra cosa que el precio que pagamos por sobrevivir al precipicio; nuestro pensamiento no es más que el peaje que abonamos por volver al plano horizontal.

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