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Columna
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El miedo

Este sentimiento puede activar la irracionalidad que reclama salvapatrias con promesas mágicas o la racionalidad que reivindica laboriosos acuerdos por el bien común

Pepa Bueno
Unos jubilados conversan en un banco, en Madrid
Jubilados ataviados con mascarillas conversan en un banco.VICTOR SAINZ (EL PAÍS)

Esta semana observé a dos hombres mayores encontrarse fortuitamente en mitad de la calle. Venían ya haciéndose gestos con la mano en la distancia, embozados cada uno detrás de su mascarilla. Al estar por fin uno frente al otro, cara a cara, se quitaron la mascarilla para saludarse, de forma automática, como quien se quita el sombrero. Son amigos, era evidente, y estaban felices de encontrarse. Si en la calle nos cuesta marcar distancia, cuánto más en nuestra casa o en la casa de la gente querida. ¿Cómo puede venirme nada malo de un amigo? ¿O de un hijo? ¿O de una hermana? Nos inculcaron que el miedo se tenía a los otros, a los desconocidos.

Entre las crueldades de este virus, no es la menor obligarte a marcar distancias justo de quienes querrías abrazar y tener siempre cerca. La nueva normalidad consiste en evitar o revisar todos los códigos de relación con los más próximos. Y será especialmente necesario durante este verano de reencuentros. Todos hemos sido testigos de la incomodidad que provoca intentar distanciarse de alguien que no entiende que ambos podemos constituir un peligro para el otro.

De la política deberíamos esperar justo lo contrario. El desafío es tan enorme y nos deja a todos tan aislados, tan pequeños y vulnerables, que solo una suma muy amplia de actores conseguirá evitar males aún mayores. Este virus ha transformado ya el mundo del trabajo, obliga a revisar conceptos como la seguridad nacional, si dura forzará a replantear las casas y la vida en las ciudades. Y afecta inevitablemente a la política, aunque no sepamos en qué dirección. De momento, vemos a los políticos aplicar estrategias y lenguaje del pasado a una realidad que en nada se parece a enero de 2020. Quizás necesiten tiempo, el mismo que nosotros para ajustar nuestro código de relaciones. Tiempo también para comprobar de qué lado se decanta el miedo. Durante estos meses de encierro, me ha sorprendido comprobar el grado de visceralidad y grosería que he visto desplegar a gente normalmente mesurada. Como si el desasosiego y la incertidumbre quitaran capas de civilización. El miedo puede activar la irracionalidad que reclama salvapatrias con promesas mágicas o la racionalidad que reivindica laboriosos acuerdos por el bien común. Y hasta que la crisis económica no emerja del todo, no sabemos cuánto miedo se puede acumular todavía.

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