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Columna
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El yoga democrático

Las crisis económicas se resuelven con tiempo, las del odio se comen generaciones enteras

Norma Morandini
"No puedo respirar" en la mascarilla de una participante en una protesta en Stuttgart por el asesinato de George Floyd.
"No puedo respirar" en la mascarilla de una participante en una protesta en Stuttgart por el asesinato de George Floyd.THOMAS KIENZLE (AFP)

“No puedo respirar”, clama George Floyd bajo la rodilla asesina del policía que lo aplasta. Nos falta el aire si conseguimos mirar esos ocho minutos de súplica y dolor, del respetuoso “por favor, señor”, a la invocación final de esa palabra primera, “mamá”. Una impotencia desesperada convertida en consigna planetaria en el mismo tiempo en el que millones de personas en el mundo han muerto o van a morir por no poder respirar. Dos tragedias provocadas por la falta de ese soplo vital, el oxígeno que llena los alveolos de nuestros pulmones y amenaza la existencia. Sin embargo, unos mueren o estamos amenazados por un virus parásito del que tenemos mucha información y escaso conocimiento. Un veneno a la espera de curas o vacunas. En cambio, la otra asfixia es una vieja tan conocida como temida, la violencia explícita, brutal, que se muestra sin pudor como insignia del poder policial. Los uniformados a los que se entrena para que la rodilla sirva menos para correr o danzar que para usarla como un arma policial.

El “no puedo respirar” se convirtió, también, en una perturbadora metáfora del mundo en el que vivimos, asfixiado por la contaminación del planeta, ahogado por la injusticia y las mentiras, oprimido por la desconfianza y el miedo. Hasta ahora la dificultad para respirar, los ahogos, la falta de aire era conocida como un padecer individual, el asma, que en la etiología de las enfermedades del alma tiene una justificación psicopoética, el llanto no llorado. ¿Qué llanto reprimimos? ¿Qué lágrimas nos tragamos para que acumuladas nos quiten la respiración? En términos individuales, personales, las teorías del inconsciente indagan en nuestros reprimidos dolores de infancia que se expresan como ahogos de mayores. Pero en términos colectivos, la forma como nos relacionamos con los otros ¿qué inhibimos, qué callamos para que la falta del aire se haya convertido en el símbolo de este tiempo? Una violencia interior, invisible, que buscamos calmar con gimnasias espirituales como las técnicas del yoga para aprender a respirar. El bien inhalar para eliminar la intoxicación moral que entraña vivir en sociedades contaminadas por la ira y la desconfianza. Sin embargo, la filosofía del bien respirar enseña también a ir más hondo en busca de lo que perdimos, esa conciencia universal que nos vincula a los otros y en términos jurídicos configura el sistema planetario de derechos humanos, construido sobre las cenizas del nazismo. Ningún hombre debe ser sometido a tratos crueles, inhumanos. Una bella utopía que encadena a los Estados a la gran familia de la humanidad, en la que, al menos como compromiso, no hay lugar para el odio. El virus al que urge encontrarle la vacuna del entendimiento y el bien convivir porque a juzgar por lo que ya se insinúa por todos lados, “los peores perdieron los temores y los mejores, las esperanzas”, como observó Hannah Arendt en el inicio del nazismo.

Terminado el estado de excepción al que obligó la pandemia, las consecuencias del parate económico son fáciles de reconocer; sin embargo, en cuanto las crisis económicas se resuelven con tiempo, las del odio se comen generaciones enteras porque destruyen la mediación y la reconciliación que es función de la política, o sea: la democracia.

Norma Morandini es periodista, escritora y fue diputada y senadora argentina.

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