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Tribuna
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El ruido como fórmula

Quienes manejan la algarabía han explotado que la ira se contagia y prende más rápido que el esfuerzo de construir unidos pero no se debe sucumbir a la idea de que es la forma de tener protagonismo social

Remedios Zafra
El ruido como fórmula / Remedios Zafra
Sr. García

Al igual que los ruidos, los objetos, portes y vehículos son también símbolos estéticos y éticos de quienes se pronuncian o se quejan. Pero si les menciono este asunto es por contraste, para ponerles en valor algunas cosas actuales que siendo importantes no suenan. Y cuanto más ruido hacen quienes cargados de privilegios también se jactan de tener la voz más alta, más necesitado está lo que no suena de darse a ver. Cuesta aprender que lo callado esconde peligros y valiosas respuestas que dejamos pasar, entretenidos en la bulla de quienes quieren que se hable de ellos, pero no hablar con otros ni construir juntos.

Reparo en que todo lo ruidoso suele tener su titular y su réplica, pero no pasa así con lo callado. La extrema derecha lleva tiempo practicando el ruido como fórmula. El estruendo, la sentencia simplista, pero osada. Pasa como con el insulto, que en su concreción siempre disfruta de un momento de gloria en los medios o en las redes, pero no ocurre lo mismo con la disculpa o con la justicia, que es lenta y requiere tiempo, no se amolda bien a los titulares. Qué gran responsabilidad se cierne sobre los medios para que este juego no se desboque.

No todo lo que importa suena. Fíjense en el virus, que ha venido de puntillas, aunque pareciera que algunos quieren echarlo a golpe de cazos y tapaderas como platillos. Pero no, no se trataba de echar al virus. Las escenas más ruidosas han estado movilizadas por un grito localizado contra el Gobierno, como una reina de corazones pidiendo aquí y allí ¡que les corten la cabeza! La argumentación, crítica y alternativa de gobernanza que proponen quienes lo incentivan, no se muestra o no está, solo parecía sugerida por ollas golpeadas con cazos y sartenes, un palo de golf rebotando en una señal de tráfico, autobuses triunfales de quienes aspiran a crear una épica impostada, coches enfilados con sus bocinas pulsadas y gruñidos de motores diésel de última o penúltima generación.

Saturada de ruidos pienso en multitud de cosas calladas que importan. Por ejemplo, no suena la investigación silenciosa, las lecturas en voz baja y los ensayos clínicos, la concentración de esos científicos a los que ahora se escucha con inusual atención sin advertir la precariedad de muchos, como la de tantos sanitarios que se manifiestan en silencio. No suena el trabajo diario de profesores y estudiantes, la reflexión que quizá en los próximos meses nos regalará una explosión creativa sin precedentes. No suena la atención de quienes están pensando soluciones colectivas para mejorar cada pequeña parcela de mundo que se ha visto trastocada: las formas de trabajar, el envejecimiento, la sanidad, el clima, la educación, la igualdad, los espacios en que vivimos… Todo requiere reflexión e inteligencia para aportar ideas, no ya que resuelvan el estropicio, sino que mejoren lo que teníamos antes. No suenan, o muy levemente, la atención de un enfermo en la UCI, ni la ansiedad de las enfermeras ahora que se apaga el foco sobre ellas. No suenan las colas de personas que recogen comida en asociaciones vecinales. Lo hacen con la cabeza baja, como si se sintieran culpables, sin que los demás temblemos de vergüenza por permitir que esto pase. No suenan los cuidados de los vulnerables y ancianos en la intimidad. No creo que esas cuidadoras se manifiesten en coche, seguramente no tienen tiempo, algunas ni tienen coche, ni siquiera tienen contrato, y, con pocos recursos, después de cuidar ancianos se ponen en las colas calladas. ¿Han observado cómo los sonidos y los instrumentos para pronunciarse difieren según las personas que sufren? Tampoco suenan con estruendo las conversaciones templadas que tienen y debieran tener los políticos, especialmente los incapaces de hablar sin insultarse o sobreactuar cumpliendo su trabajo de mejorar lo común (no lo propio), empatizando con quienes piensan diferente, como si fuéramos juntos por una vez.

Habría sido y sigue siendo una oportunidad memorable para el entendimiento. Porque los humanos deseamos cosas parecidas, pongamos, salud, alimento y amor, incluso cuando nos identificamos desde la diversidad de nuestras historias, actividades y aspiraciones. Ser diputado o ser cuidadora, ser ingeniera, rentista, albañil o reponedora, son formas de ser y estar en el mundo marcadas por el trabajo. Pero ha ocurrido que por un tiempo todos hemos quedado despojados de rangos y privilegios al ser aislados en nuestra casa o en una cama de hospital. Estar encerrados como ser un enfermo son formas radicales de igualamiento. Y sucede que de pronto el confinamiento nos ha hecho más iguales justo en esto, en vernos privados de la posibilidad de salir de casa con miedo a enfermar o a morir.

Sin embargo, si observamos en cada interior callado verán que el igualamiento es solo en ese nivel de conciencia de un cuerpo vulnerable que pierde su libertad de movimiento, porque cada vida lleva su peculiar mochila de pérdidas que difieren llamativamente atendiendo a si, por ejemplo, transitas por el alambre de la pobreza o la incertidumbre laboral y vives en una casa comprimida y sin jardín, más parecida a una celda de cárcel o de convento, complicada para la convivencia material, desigual para los niños que corren en ella como enjaulados o para quienes comparten vida con alguien que les asusta. Y me llama la atención que quienes en ese igualamiento de privación de libertad más han jaleado su dolor no son los que tienen hambre, que teniendo razones para gritar están empequeñecidos pidiendo ayuda quizá por primera vez en sus vidas, sino quienes teniéndolo todo sienten por una vez haber perdido alguno de sus privilegios. Suelen, además, quejarse disfrazados de bandera común, resignificándola como si fuera solo propia, desprovistos de la diversidad que daría manifestarse en nombre de la pluralidad de la ciudadanía, bajo la apropiación simbólica de representar a un país como erróneamente expresan, homogeneizados por símbolos que apagan las singularidades, salvo en algunas inolvidables imágenes como la de esos inauditos manifestantes en descapotables, alguno con chófer, que con rotundidad dejaron ver lo profundo de la piel liberada de banderas, el tipo de desigualdad y sufrimiento que algunos privilegiados han padecido cuando gritan libertad.

Llama la atención el ruido contrastando con el silencio de esas cosas que hoy más que nunca debieran unirnos cuando toca trabajar juntos. Pero también la capacidad para culpar de las muertes a quienes culpan por el confinamiento que libra de las muertes. Hacerlo al mismo tiempo, como si dieran por hecho que nadie piensa, que la escuela de Trump sigue teniendo recorrido sentenciando y desacreditando, huyendo hacia delante, quejándose por defecto, porque sí. Quienes manejan los ruidos han explotado que la ira se contagia y prende más rápido que el esfuerzo de construir unidos, también que el pensamiento, especialmente el que acontece en voz baja y es propositivo. Pero no se confíen. Sucumbir a que solo el ruido puede tener protagonismo social es dar cerillas a los pirómanos, y confiamos en que quienes callan siguen trabajando, entre otras cosas, para no permitirlo.

Remedios Zafra es ensayista. Autora de El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital (Anagrama).

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