La receta medieval contra el coronavirus que mezcla a Jesús, cloroquina, semillas milagrosas, ayunos y oraciones
En Brasil, cualquier remedio contra la covid-19 parece bueno, excepto seguir los consejos de la ciencia
Brasil parece uno de esos países de novela, que se quedaron aislados en la Edad Media sin saber que estamos en el siglo XXI. Solo así se explica que, a contracorriente con casi todo el mundo, el país intente combatir la pandemia del coronavirus con una receta en la que se mezclan invocaciones a Jesús, el uso de la cloroquina, las semillas de frijol, oraciones y ayunos colectivos. Todo parece bueno menos seguir los pasos de la ciencia y de la medicina. El resultado de todo ello es que Brasil se ha convertido en el tercer país del mundo con más contagios del nuevo coronavirus y el sexto con más víctimas mortales.
Los secuaces fanáticos del presidente Jair Bolsonaro, que sigue creyendo que se trata solo de una gripe más y que opina que morir, pues todos debemos morir, cantan entusiasmados: “Cloroquina, cloroquina, yo sé que tú me curas en nombre de Jesús”. A su vez, el pastor evangélico, Valdemiro Santiago, líder de la Iglesia Mundial del Poder de Dios, vendía a mil reales (casi 180 dólares) unas semillas de frijol bendecidas, que según él curan milagrosamente del coronavirus. En la localidad de Ladario, en Mato Grosso del Sur, el alcalde evangélico ordenó contra la epidemia nada menos que 21 días de ayuno y oraciones. Todo menos seguir los consejos de la ciencia.
En la esfera íntima, las personas tienen todo el derecho de aferrarse a cualquier cosa para defenderse contra la angustia, para exorcizar el miedo y para intentar salvar sus vidas. Pero no sucede lo mismo en el ámbito político y social. Especialmente en un país laico como Brasil, donde no debería ser posible desempolvar ideas medievales, de cuando era la Iglesia la que dictaba las leyes para toda la sociedad al mismo tiempo que combatía la ciencia y la medicina.
Escribí en otra columna que el coronavirus se cura con la ciencia, no con la religión. Los milagros religiosos no deben entrar en la esfera del Estado. Es cierto que la fe, como dicen los evangelios, “puede mover montañas”, pero no tiene por qué tratarse de una fe religiosa. Existe una fuerza dentro de nosotros que, como está descubriendo cada vez más la ciencia moderna, puede llegar a curarnos de ciertas enfermedades. Pero esa fe la tienen también los agnósticos y ateos. Está dentro del ser humano.
Si confundir la religión con el Estado fue una característica del medioevo, el descubrimiento de que existe una fuerza dentro de la persona humana que es capaz de curar pertenece a la modernidad en la que cada vez más se aconsejan prácticas laicas de meditación y de conocimiento interior. Nosotros mismos somos capaces de superar los límites de la naturaleza sin necesidad de un Dios exterior que, a su capricho, cura a unos y al resto los deja morir.
Una cosa es el respeto que debemos tener por todas las experiencias religiosas que el hombre ha ido creando a lo largo de la historia para exorcizar sus miedos ante el misterio, y otra es el querer imponer ciertas recetas milagrosas a quienes no poseen una determinada fe. De niño tuve una experiencia curiosa. Mi madre era una mujer con la fe sencilla del carbonero, para quien Dios era un ente familiar y bueno que nos ayudaba en los momentos más adversos. Ello la ayudó a soportar con gran entereza y serenidad la muerte de mi hermana, que con 41 años dejaba cinco hijos pequeños. ¿Podía no respetar su fe?
Al revés, mi padre, maestro rural como ella, era un agnóstico que sin embargo mantenía una gran sensibilidad social, que hacía que además de maestro se convirtiera también en abogado y consejero de aquellos campesinos analfabetos cuando se hallaban con algún problema burocrático que resolver. Eran tiempos de guerra y de hambre, y mi madre luchaba para poder darnos un pedazo de pan con tocino a mí y a mis dos hermanos. Aquellos campesinos eran muy agradecidos, y a veces nos traían regalos como media docena de huevos o una gallina, todo un tesoro. Mi padre nos prohibía recibirlos, pues decía: “Ellos se lo quitan de la boca para dárnoslos”. Mi madre, a veces y a escondidas, aceptaba alguno de aquellos regalos. Mi padre la reprochaba con cariño: “¡Pero qué cristiana eres, Josefa!”
Años más tarde, mis estudios de Historia de las religiones me enseñaron a saber distinguir entre la fe religiosa y la fe laica. Hoy la Iglesia más abierta y moderna empieza incluso a examinar con mayor atención los milagros que exige la canonización de un santo. En Italia encontré a un médico importante que había llegado a trabajar como consultor en el Vaticano para los exámenes de los milagros atribuidos a los santos. Había tenido entonces una crisis de conciencia. Me contaba que, como médico, veía a la gran mayoría de lo que la Iglesia llamaba milagros de Dios como algo que es posible realizar con la fe laica que nace de la fuerza de nosotros como resultado de un fuerte deseo interno. Me contaba que muchas de las curaciones ocurridas, por ejemplo, en las visitas a los santuarios marianos, eran más bien fruto de la fuerza de la fe personal sin necesidad de la intervención divina que de otro modo sería discriminatoria al curar a unos y dejar morir a otros. Me decía aquel médico que nunca había visto resucitar a un muerto ni crecer un brazo o una pierna a un mutilado en estos lugares de culto. Las otras curaciones, decía, podían todas ellas ser fruto de la fuerza personal de cada uno. Cuando los evangelios dicen que “quien tiene fe es capaz de mover montañas” no tienen por qué referirse a la fe religiosa. Basta la fe en nosotros mismos, en nuestra fuerza interior, muchas veces adormecida y que es capaz de realizar transformaciones consideradas como milagros religiosos.
Todo ello para decir que cuando los seguidores de Bolsonaro cantan mezclando a Jesús con la cloroquina que más que una medicina se están convirtiendo en un talismán religioso (si es que no en una estrategia político comercial), cometen un sacrilegio. Mientras que los pastores que ofrecen semillas milagrosas o los alcaldes que imponen semanas de ayunos y oraciones contra el peligro del coronavirus nos retraen a la Edad Media.
Cuando los fariseos intentaron tentar a Jesucristo preguntándole si debían pagar el tributo al César, Jesús les respondió: “Dad al César lo que es de Cesar y a Dios lo que es de Dios”. Ello nos recuerda hoy que debemos saber distinguir entre la fe religiosa y la fe laica. Entre la religión, la ciencia y la medicina. Todo el resto es superstición, atraso cultural, política rastrera y crimen contra la modernidad.
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