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Columna
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Comunicar una pandemia

La ciencia no es discípula del genio, sino esclava del mundo

Javier Sampedro
Fernando Simón, durante la rueda de prensa ofrecida el martes en el Palacio de la Moncloa.
Fernando Simón, durante la rueda de prensa ofrecida el martes en el Palacio de la Moncloa.Borja Puig de la Bellacasa (EFE)

Una cuestión candente desde que estalló la crisis pandémica es ¿cómo comunicarla? Esto no solo nos interesa a los juntaletras que nos dedicamos a ello, sino también a Fernando Simón, al presidente del Gobierno, a los presidentes de los demás Gobiernos y a casi cualquier ciudadano que esté ahora mismo aprendiendo a ponerse la mascarilla, o a no hacerlo. Comunicar la ciencia es una cuestión mucho más peliaguda de lo que parece. Eso no se suele notar mucho cuando uno informa sobre los agujeros negros, los universos paralelos o el origen de la vida, pero en caso de alarma pública por una pandemia salta al primer plano como un misil dirigido a la cámara en una peli 3D. ¿Qué debe hacer uno, calmar el miedo al ansioso o estimulárselo al abúlico? ¿Simplificar todo lo posible, aun a costa de desvirtuar el mensaje, o complicarlo hasta el punto de que solo lo entiendan cuatro? ¿Proteger al Gobierno del que eres portavoz o denunciar sus errores aunque eso te cueste el puesto? Decisiones difíciles, ¿no es cierto?

Pues tampoco tanto, si uno lo mira con cierta frialdad. Cinco maestros de la comunicación científica exponen en Nature Reviews Physics los principios claves de su oficio, y la verdad es que parecen bastante simples. Uno muy importante es reconocer abiertamente tus errores, como hacen los mejores científicos. “La buena ciencia”, dice Karl Kruszelnicki, “implica aceptar los datos nuevos y las explicaciones mejores, incluso si eso significa que lo que tú creías está superado”. Darwin contó en su autobiografía que había desarrollado con los años una práctica esencial: tomar nota de cualquier hecho que contradijera sus predicciones. Eso es lo que distingue a un gran científico de uno simplemente bueno. Y también distingue la buena comunicación científica de la rueda de prensa de tres al cuarto.

El lector dirá: eso expone a la ciencia a la crítica de sus enemigos, como creacionistas, negacionistas y aprovechateguis politiqueros. Pues muy bien que lo haga. A diferencia de sus enemigos, la ciencia tiene argumentos. Ya sé que eso les da igual a sus negacionistas, pero eso no es ninguna novedad. Al evitar publicar sus ideas hasta después de su muerte, Copérnico solo logró retrasar un par de décadas el avance del conocimiento. Valor y al toro de la ignorancia. La verdad acaba prevaleciendo, aunque tarde cuatro siglos como en el caso de Galileo.

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“Los físicos tenemos en la pandemia un papel menos evidente que el de los médicos, los biólogos y los químicos”, reconoce la física teórica Lisa Randall, pero solo antes de ampliar el foco y recordarnos: “Todos los científicos tienen la obligación de decir la verdad”. Esto distingue a un científico de un acusado en un proceso penal, desde luego, pero también de un político y de su portavoz, por poner dos ejemplos tontos. El público necesita hechos e interpretaciones inteligentes, no un discurso que huela a propaganda a 200 metros. La comunicación científica no solo debe ser ajena a las guerras de la desinformación que nos imponen los bravos jóvenes tuiteros a sueldo de los partidos, sino que constituye el único antídoto que tenemos contra ellas.

La ciencia duda, está en su naturaleza más profunda. Desconfía por tanto de las certezas inmanentes, de las religiones y los fundamentalismos políticos. La ciencia funciona, porque no es discípula del genio, sino esclava del mundo.

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