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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Arrepentimientos

Es necesario reconocer que el sistema de impartición de justicia y el sistema carcelario es el principal violador de derechos humanos

Presos en una cárcel en Zacatecoluca, El Salvador, el pasado 25 de abril.
Presos en una cárcel en Zacatecoluca, El Salvador, el pasado 25 de abril.El Salvador Presidency / HANDOUT (EFE)
Yásnaya Elena A. Gil

He estado buscando un video que me impresionó muchísimo hace algunos años. Se trataba de una comunidad indígena en algún país de este continente. Ante una numerosa asamblea y sobre una tarima lo suficientemente alta como para colocarlo a la vista de todas las personas, se encontraba un joven acusado de haber robado un teléfono celular, tenía las manos atadas hacia el frente y lo acompañaban algunos hombres con semblante serio. Ante él, desfilaban algunas personas mayores que le hablaban apasionadamente en una lengua que no entendí, en un inicio el rostro del joven mostraba una actitud desafiante, las personas seguían desfilando y le hablaban en voz alta. La multitud contemplaba a veces más silenciosa, a veces más agitada. Una persona se acercó y después de unas palabras comenzó a llorar ante él, hablaba en medio del llanto, el rostro del joven comenzó a volverse menos duro y se hincó, comenzó a llorar violentamente también y, según explicaba la nota al pie, a disculparse. Después de eso, las personas que lo acompañaban y que parecían encabezar el acto le cubrieron con una manta el torso desnudo, le desataron las manos y dijeron unas palabras a la audiencia. Él continuaba llorando, la multitud comenzó a dispersarse. Si mis recuerdos no me engañan, las imágenes no estaban acompañadas con subtítulos, pero las palabras que acompañaban el video explicaban la existencia de sistemas distintos de hacer justicia. Los comentarios fueron también muy impresionantes. Una gran parte de ellos hablaba sobre cómo los sistemas de justicia de los pueblos indígenas violaban los derechos humanos, la humillación del joven ante una multitud numerosa y los lamentos porque esto sucedía ante una falta del Estado de derecho.

​Recordé este video y comencé una búsqueda después de haber contemplado un rostro que sobresale entre la multitud de cuerpos encajados uno detrás de otro en una de las fotografías que difundió hace unos días la cuenta en redes sociales de la Casa Presidencial de la República de El Salvador: se trata de una fotografía que forma parte de las imágenes difundidas de los presos dentro de la cárcel de Izalco en San Salvador. Los presos, que parecen ser cientos, se encuentran en el patio de la cárcel, sentados en el suelo, uno tras otro, están en calzoncillos y la mayoría porta un cubrebocas, cada cuerpo parece formar un cóncavo que anida el cuerpo de un preso a continuación, las cabezas agachadas y en muchos casos colocadas sobre la espalda de la siguiente persona. Entre ellos no se guarda sana distancia, guardias armados los vigilan. Las imágenes son impactantes: entre los cuerpos en masa un rostro se alza y mira a la cámara y desde ahí nos mira también, nos mira como individuo entre la carne. Las imágenes fueron tomadas y difundidas en un contexto particular, hace aproximadamente onces meses, tomó posesión el nuevo presidente de El Salvador, Nayib Bukele que ha impulsado una política de control policíaco y militar que incluye un programa llamado “Plan de control territorial” con el objetivo de frenar la tasa de homicidios. En la segunda quincena de abril los homicidios se dispararon y Bukele comenzó una lucha contra las pandillas. En la narrativa oficial, el reordenamiento de los presos en la cárcel se debía a que las órdenes para cometer homicidios salían desde ese lugar de reclusión. Bukele declaró “vamos a hacer que los pandilleros que cometieron esos homicidios, se arrepientan toda su vida de haber tomado esa decisión”. El proceso para inducir el arrepentimiento que Bukele pretendía comenzar en los presos de la cárcel de Izalco incluye cerrar sus celdas con placas de metal de manera que sea imposible que puedan comunicarse entre celdas por medio de señas. La orden presidencial incluía también mezclar en cada celda presos pertenecientes a pandillas distintas. Desde su cuenta, el presidente declaró: “Ya no se podrá ver hacia afuera de la celda. Esto evitará que puedan comunicarse con señas hacia el pasillo. Estarán adentro, en lo oscuro, con sus amigos de la otra pandilla”. Antes de comenzar esta reubicación los apilaron en el patio en ropa interior, sentados en el suelo desde donde un rostro nos observa a través de una fotografía difundida como trofeo. Esta imagen me recordó el extraordinario libro de la escritora Marina Azahua llamado Retratro involuntario. El acto fotográfico como forma de violencia en el que analiza las violencias que se implican en la toma de fotografías sin el consentimiento de las personas y cómo “disparar” la cámara puede convertirse en un acto de demostración de poder sobre los cuerpos que son capturados en una imagen y su posterior circulación.

Este rostro que mira a la cámara sobre las líneas de cuerpos colocados por fuerza provocó que recordara el rostro del joven que había robado un celular quebrándose en llanto ante el llanto de otra persona que le hablaba apasionadamente. En ambos casos, el arrepentimiento parecía estar involucrado solo que la naturaleza del mismo no podía ser más disímil. En un caso las palabras parecían tener un efecto en el que el joven reconocía la falta y sentía dolor, en el otro caso, Bukele pretende hacer que los presos se arrepientan toda su vida de haber ordenado un homicidio, no sabemos exactamente quiénes lo ordenaron, pero el estado hará que se arrepientan. En este caso, la palabra arrepentimiento parece convertirse en un eufemismo para la tortura continua. Después de que las imágenes se difundieron, organismos internacionales de derechos humanos se manifestaron en contra y comenzó el debate: las personas que glorificaban las acciones de Bukele argumentaban que era lo menos que merecían esos pandilleros que habían cometido crímenes atroces, pandilleros que habían torturado a personas y habían ejercido la violencia de maneras brutales e inefables. El propio presidente Bukele se quejó del silencio que, según él, guardaban las personas y organismos ante la violencia ejercida por las pandillas pero que ahora los defendían a ellos.

Acostumbrada como estoy a los cuestionamientos y ataques constantes al sistema de justicia propio en nuestras comunidades, me pareció por demás interesante esta discusión. Pone sobre la mesa un debate fundamental para las sociedades humanas: ¿qué significa hacer justicia? En un país como éste el sistema judicial del Estado mexicano coexiste con otros sistemas de justicia muy distintos entre sí. Sin embargo, a pesar del reconocimiento constitucional de la autonomía de los pueblos indígenas, el margen para ejercer, desarrollar y fortalecer nuestros propios sistemas de justicia se ve mermado ante una estructura racista y colonialista. En el discurso y en la práctica, nuestros sistemas de justicia se contraponen a la ley en donde los primeros son simples “usos y costumbres” mientras que el entramado legal se trata como algo que, más que un producto humano, parece inspirado por un poder superior infalible. En muchos de nuestros sistemas de justicia propios, la cárcel es un momento de detención previo, pero no es en sí mismo el castigo a una falta, de hecho, la detención en una celda es previa al careo y a la determinación de la sanción que puede variar según la falta. Cuando es posible reparar el daño, la sanción implica un ejercicio de justicia restaurativa en la que participan también los distintos miembros de una familia. En algunas comunidades, cuando hay agresiones intrafamiliares se convoca a las personas mayores que atestiguaron y fueron padrinos de la unión de la pareja para pedirles cuentas de su función como acompañantes del proceso y, en su caso, se les pide utilizar sus palabras en un discurso que en sí mismo parece ser también una sanción. En diversos sistemas de impartición de justicia, la comunidad se implica también en las condiciones que generaron la existencia de un crimen, este acercamiento estructural permite comenzar una reflexión que reordene el sistema social para prevenir violencias futuras.

Por contraste, el sistema judicial del Estado tiene en el individuo y en la cárcel unos de sus elementos fundamentales. La búsqueda de justicia se centra, en muchas ocasiones, en lograr la detención y el encarcelamiento después de un juicio. Una vez que una persona ha sido encarcelada, la memoria social parece borrar su destino, no importa que las personas que han cometido violaciones sean violadas también en la cárcel, por citar un fenómeno. En muchas ocasiones incluso se celebra porque, como refuerza el discurso de Bukele, lo merecen. El Estado permite o ejecuta una sanción que en lugar de justicia parece convertirse en un acto de venganza. Sabemos que, aunque las cárceles reciban el nombre de Centro de Readaptación Social, lo que sucede en los hechos es muy distinto. El caso extremo, y plenamente integrado al sistema legal, es la pena de muerte que existe y se ejerce en una de las democracias liberales más icónicas del mundo: la de los Estados Unidos de América. Los defensores de la pena de muerte trasladan el horror de un crimen a un individuo sin analizar las causas estructurales en las que los crímenes se anidan. Pocas personas defensoras de la pena de muerte estarían dispuestas a ejecutarla por mano propia en nombre del Estado. La conversión de justicia en venganza letal desde el Estado se refuerza en el discurso de muchos gobernantes, cómo olvidar las palabras de Arturo Montiel que en plena campaña declaró que “los derechos humanos son para los humanos, no para las ratas” mientras mostraba imágenes de personas encarceladas. En el sexenio de Felipe Calderón, la publicidad oficial celebraba el número de delincuentes “abatidos” en lugar de lamentar el terrible fallo que provocó que esas personas “abatidas” no hayan tenido la oportunidad de enfrentar un juicio justo. En esta línea, Bukele ha declarado también que sus fuerzas policiales y fuerzas armadas cuentan con la autorización para abatir pandilleros con “posible fuerza letal”.

Establecer el contraste entre distintos sistemas de justicia no significa que nuestros sistemas normativos propios estén exentos de injusticias o abusos, pero perfilan un horizonte en el que hacer justicia pueda significar de muchas maneras. Lejos de hacer una oposición racista entre un sistema de justicia que pensamos idóneo por estar basado en una tradición legal escrita y sistemas primitivos de “usos y costumbres” que son abusivos y salvajes, es necesario reconocer que el sistema de impartición de justicia y el sistema actual carcelario es el principal violador de derechos humanos. No olvidemos que la tortura que ejercen los agentes policiales del Estado se sufraga con dinero público. En este contexto, tomar en cuenta algo que los especialistas han llamado “pluralismo jurídico” abre un debate necesario en el que podemos discutir la manera en la que los crímenes y las violencias ejercidas por individuos concretos revelan verdades en colectivo. Las cárceles nos gritan a la cara un Fuenteovejuna complejo. No queremos escuchar, ni ver.

¿Qué es hacer justicia? Las respuestas pueden ser muchas, distintas, múltiples. Para una sociedad, el arrepentimiento profundo de una persona ante lo que ha hecho es fundamental pues el individuo puede formular y pedir acciones que restituyan lo que ha hecho tanto material como simbólicamente. Para muchos sistemas micro que procuran la justicia, lograr que alguien se indigne profundamente ante la propia falta y ante el propio crimen es uno de los principales objetivos, es por eso que las sanciones están encaminadas a ello. Más allá del enunciado católico que implica “sentir dolor de tus pecados”, las personas mayores que hablan y hablan ante el rostro altivo del joven que había robado un celular buscan que él pueda inscribir su acto en un nuevo espacio de significación, en algún punto lo logra y si duele, algo ha sido restaurado. Para ello, fue necesario el esfuerzo, el tiempo, las palabras y las presencias de muchas personas, de toda una comunidad, de la comunidad del individuo que perpetuó el robo. Por contraste, resulta casi imposible hacer entender a Bukele por qué sus actos sobre los presos, más allá de un acto de justicia, son justo lo contrario; él ha trasladado la responsabilidad de crímenes supuestamente ordenados desde la cárcel a cada uno de los presos semidesnudos en el patio sin implicar la función que el Estado que encabeza ha tenido históricamente en la producción de la violencia. Bukele, y con él, el Estado, no puede inscribir sus actos en un nuevo espacio de significación que le permita entender por qué horrorizarnos ante las imágenes que nos muestra tan orgulloso. Nada se ha restaurado y la mirada del preso que responde ante la cámara nos lo recuerda.

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