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Columna
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En peligro de extinción

Tras el riesgo de autodestrucción de la especie por el belicismo nuclear, ahora llega una amenaza biológica fruto de la imprudencia

Lluís Bassets
Una pareja pasea por Sevilla.
Una pareja pasea por Sevilla.Eduardo Briones (Europa Press)

El virus ataca cuando tiene la oportunidad. Puede mantenerse inerte durante años, siglos quizás, sin moverse de su reservorio, la especie animal que le da cobijo. La ruptura del equilibrio, normalmente gracias a la aparición de una especie nueva en un entorno hasta entonces estable, es la que provoca el desbordamiento. El virus se expande, y lo hace a mayor velocidad si la presa a la que atacar es fácil y abundante. Su objetivo es establecer un nuevo equilibrio en la relación parasitaria con la especie recién llegada.

Nos lo cuentan los epidemiólogos, tan silenciosos y abundantes hasta ahora como los bichos invisibles objeto de su estudio. De pronto han despertado, virus y virólogos, y tenemos la oportunidad de enterarnos de lo que nos está pasando: somos una especie abundante y expansiva, cuya capacidad para desbordar imprudentemente los hábitats donde proliferamos puede ponernos en peligro.

Este contacto maldito que nos está diezmando no es una novedad. Ha sucedido en multitud de ocasiones en la historia, pero siempre quedaba acotado o encontrábamos el remedio para impedir que siguiera. Nunca hasta ahora había adoptado una dimensión global, hasta alcanzar cualquier punto del planeta, como réplica biológica de la amenaza de destrucción nuclear durante la Guerra Fría por el intercambio de misiles entre superpotencias. Esta vez se nos puede comer un bichito, y se nos puede comer enteros si nada hacemos para impedirlo o, algo peor, si le echamos una mano con nuestras frivolidades.

Este salto en la expansión de una pandemia se ha producido por el incremento de la conectividad global, de forma que los ejemplares más activos y prósperos de nuestra especie se desplazaban en grandes cantidades hasta los lugares donde los virus estaban listos para desbordarse y los dispersaban luego por las grandes megalópolis donde se acumula la carne de cañón para el contagio. Para darle facilidades, las regiones ricas del planeta mantenían a los ejemplares más vulnerables de la especie, los de mayor edad, estabulados en enormes cantidades en instalaciones prácticamente sin capacidad de defensa.

Cabe culpar a China. Cabe culpar al Gobierno que tengamos a mano: de la falta de prevención, de las muertes y de la miseria que nos espera. O a la oposición por aliarse con los virus. También cabe el difícil e improbable ejercicio de observarnos como especie animal capaz de ponerse ella misma en peligro de extinción. Y sacar luego las consecuencias.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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