Adiós, Sergio
Sergio Chejfec era inmensamente generoso en un gremio académico en el que imperan las jerarquías. Tanto en sus clases como en su literatura, borraba las líneas que separan a maestro y alumno
Es escalofriante enterarse de la muerte de alguien querido por redes sociales. En la narrativa veloz y horizontal de las redes, una noticia que nos afecta pasa entre la foto de alguien que está en un festival de música, un tuit de un político en una obra pública, un amigo posteando qué come, alguien quejándose de algo y ahí va la noticia de una muerte de alguien querido. Cuando murió mi abuelo, leí un cuento de Borges que describía mejor que nunca lo que sentía: “La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita.” ¿Por qué el mundo no se detiene cuando alguien que queremos muere? ¿Por qué no para igual que el nuestro que sí se detiene? Duele que el mundo siga en su cotidianidad. Nada se detiene y, en tiempos de redes sociales, todo parece ir aún más rápido.
Me enteré de la muerte del escritor y profesor Sergio Chejfec por redes sociales. Circulan buenos textos en torno a su obra, sus más de 19 libros, su destacable labor como profesor en Argentina y Nueva York, algunas historias de juventud, fragmentos de entrevistas, sus andares como taxista, su tiempo en Venezuela y su mudanza definitiva a Estados Unidos junto a su también brillante compañera, escritora y profesora, Graciela Montaldo. Me gustaría detenerme un poco en él como persona antes de que cambien las carteleras y los posts.
Sergio era inmensamente generoso con sus alumnos en un gremio académico en el que imperan las jerarquías, en un sistema educativo competitivo donde las jerarquías son rígidas y distantes y pareciera que un profesor llega a un salón de clases con un plumón para pintar una raya, parecida a la línea que pinta el teatro y divide la ficción del espectador: ustedes allá, al otro lado de la línea, yo de este lado. Además, en el sistema educativo la relación entre profesores y alumnos suele ser una línea vertical: los maestros arriba, los alumnos abajo. En sus clases, Sergio, como en su literatura, borraba esas líneas. De eso se trataban sus clases, de cuestionar los bordes entre los géneros literarios, de una apertura total hacia lo que teníamos que decir nosotros, sus alumnos. Daba la sensación que esa línea se desdibujaba para estar entre iguales, igual la vida que la literatura, igual el maestro que el alumno.
El medio literario latinoamericano, se sabe, ha sido predominantemente masculino y machista. Este combo en clases y talleres universitarios de literatura ha sido lo mismo durante mucho tiempo: alguien dice cómo se debe escribir, qué se debe leer y cómo debe leerse. Cuando estaba buscando con quién trabajar mi tesis de posgrado, quería enfocarme en El libro vacío de Josefina Vicens; en el contexto de esa década de los años cincuenta en México de grandes hits de la literatura como Pedro Páramo, La región más transparente de un joven Carlos Fuentes y nada más y nada menos que Piedra de sol, de Octavio Paz. Es decir, los tres colores de la bandera mexicana. Estos libros al lado de un libro que trata sobre la vida cotidiana de un oficinista que quiere escribir, pero lleva un modesto cuaderno, ese libro vacío, en el que habla de la imposibilidad de escribir.
Un profesor con el que me interesaba trabajar la tesis me dijo que mejor me centrara en un libro importante como el de los otros tres (Juan Rulfo, Fuentes o Paz). “¿Para qué te dedicas a una escritora de segunda fila?”, me dijo. Por supuesto, con Sergio Chejfec no solo tenía apertura a todo lo que el canon había dejado fuera, sino que le interesaba el más vivo presente, sumado a su generosidad. Uno de esos días recibí un correo de él hablando de la literatura escrita por mujeres en la actualidad y lo importante de meter novedades en los programas universitarios, preguntándome de manera suave si me parecía bien que integrara uno de mis libros en su clase.
Sergio siempre estaba: si después de una clase se organizaban unas cervezas, ahí estaba; si había algo interesante que ver o leer, ahí estaba recomendándolo; si había una presentación de un libro de algún escritor o escritora o de algún alumno suyo, ahí estaba. En la universidad se armó un equipo de futbol: Sergio estaba en los partidos y, el día de la foto, a la izquierda, está él con su boina, en su papel de “observador técnico” del equipo. Recuerdo una vez que llegó a una fiesta con su mujer, había música a todo volumen, pero en la cocina se escuchaba mejor, y con su voz serena dijo: “Les traje el mejor cheesecake de Nueva York, una de las pocas ventajas que tengo sobre ustedes por vivir tantos años en esta ciudad”. Sergio daba a manos abiertas. Siempre estaba. Físicamente estaba y, cuando no, si algo pasaba, escribía un correo para mandar felicitaciones, para comentar algo o decir algo como: “Te mando este archivo porque creo que puede interesarte”. Estaba al pendiente. Estaba físicamente, estaba al pendiente, hasta ahora.
Cuando veo en Instagram o en Twitter que alguien murió me impresiona ver sus últimos tuits, sus posts en Instagram. Cómo es que se corta una historia después de haber subido la foto de un perro, un tuit sencillo o un retuit a una noticia. El último post que Sergio subió a su Instagram es un video de unas manzanas en un platón lleno de agua. Varias manzanas giran en el agua en torno a una manzana. Ayer que vi ese video, me pareció que quizás yo podría ser o haber sido en determinado momento una de las manzanas que giraban en torno a esa manzana al centro y que, sin embargo, todas en su girar, tenían la misma importancia. Más o menos como era estar cerca de él: se desdibujaban las jerarquías, las diferencias de edad, los géneros literarios, el machismo, el canon, el culto al pasado en ese eterno girar en el que todas las manzanas son iguales y todas ocupan el lugar de la otra con el movimiento del agua.
La muerte puede ser un problema para quienes no tenemos oraciones. Platicaba con mi querido amigo poeta que, ante la falta de oraciones, están los poemas. Los poemas que pueden ser oraciones para nosotros, los que no tenemos oraciones. Poemas que nos salvan, que verdaderamente nos salvan en momentos difíciles, y en eso se parece tanto la poesía al teatro en su repetición, a las palabras que son un rito en sí. Y la poesía: cuánto va en contra de la velocidad de las redes sociales. Quizás allí es uno de los lugares donde el tiempo se detiene. Como con estos versos:
Así como dormía Jacob, como dormía Judith, / Booz con los ojos cerrados, yacía bajo la enramada; / entonces, habiéndose entreabierto la puerta del cielo / por encima de su cabeza, fue bajando un sueño. / Y ese sueño era tal que Booz vio un roble / que, salido de su vientre, iba hasta el cielo azul; / una raza trepaba como una larga cadena; / un rey cantaba abajo, arriba moría un dios.
Quiero pensar que la gente que sube de ese roble en una larga cadena del vientre de Booz es la cantidad de gente que quiere a una persona cuando parte, esa estela de cariño y gratitud que deja. Como en mi caso, en el que me sumo a esa cadena, agradecida por haber cruzado caminos con alguien así.
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