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Estar sin estar
Columna
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Solencio

Mario Lavista llegó a este mundo en 1943 como una luminosa nota quizá en Fa y ayer ha provocado con su partida un lluvioso Solencio

Ilustración de Jorge F. Hernández

Silencio en Sol menor, es decir: nublado en luto sin palabras, debería llamarse Solencio. Mario Lavista llegó a este mundo en 1943 como una luminosa nota quizá en Fa que se posó en uno de los renglones más finos del pentagrama y ayer ha provocado con su partida un lluvioso Solencio… que se callen los mirlos y las plantas, las páginas de tantos libros y un acre color pastel que se resbala por un muro; que se callen los lienzos y el arco de cada uno de los violines, la curva sensual de un cello, la dentadura perfecta del piano, los ojos de metales y el vuelo de un oboe ovoide… que se calle el mundo, que Mario merece Solencio para la última sonrisa, la que brotaba desde sus cejas bajo el oleaje perfecto de su pelo, la que enmarcaba palabras de sabio y la música callada del afecto.

Se ha ido levitando sin levita un caballero con batuta como lanza en ristre, adarga antigua sobre el campo infinito de una partitura que cobijó su última morada en pleno corazón del Palacio de Bellas Artes y la ovación parecía ola de agua salada. Se va entre nubes la delicada tonada de sus conversaciones con las que contagiaba armonías y novelas, así como paisajes y pensamiento. Lavista Sol en Sí mismo, a dos voces constantes que se entreveraban con esa ligera sonrisa que parecía guiñarle un ojo, ya intrigado por la escatología pícara y perversa de Mozart o un particular murmullo que se cuela en un rincón de Berlioz… se va volando Mario con la batuta maravillosa con la que escribió la música de México y de todos los tiempos posibles: esa rara mescolanza más que mestizaje de la tierra de la Historia con mayúsculas y el electrocardiograma de obras literarias que se volvieron música visible, acordes palpables porque intuyo que Mario Lavista leía con el oído, hablaba con el alma y caminó por este mundo como quien va pautando el ruido de la realidad en una música íntima.

Las necrológicas y las enciclopedias subrayarán sus méritos y la medalla Mozart, su real majestad en El Colegio Nacional y en las aulas, sus composiciones diversas, minuciosas e inteligentes… se hablará para siempre del eco que deja su magisterio y su noble afán al frente de la revista Pauta, ese atril que nos hacía cumplir con el adagio de Jomí García Ascot: “algo quizá mejor que la música misma es hablar de música” y añado pensar la música y musicalizar el pensamiento como una música en sí misma, la que hace comunión del conocimiento, arpegio en ideas y percusión constante de imaginación creativa. Se hablará de su relación con John Cage y el linaje del Mtro. Chávez y la sombra de tantos grandes compositores de siglos pasados… y volverá el Solencio con el que lloro en este momento, ya tantas almas y afectos que este mismo instante se callan para que Mario Lavista asuma el atril de su eternidad, mientras allá afuera en una rama anónima parece que canta una golondrina.

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