Las preguntas imposibles
Cuatro familias palestinas buscan en la Ciudad de México lo que la guerra les arrebató: refugio, memoria y un lugar donde volver a empezar
En un albergue de la Ciudad de México conocí a cuatro familias palestinas que, después de haberlo perdido todo en uno de los conflictos más devastadores de nuestro tiempo, han encontrado refugio en nuestro país. Sus relatos llegan como ráfagas: la vida que dejaron atrás, sus historias de amor, los horrores del ataque armado que afecta de manera desproporcionada a las personas más vulnerables, la tierra perdida, los sabores que extrañan —parece que las albóndigas siempre son mejores en casa—, las cosas que ya no se pueden recuperar. Casas, trabajos, calles que tenían nombre y ahora son escombros.
En sus palabras conviven la belleza y la frustración. Sus ojos, cargados de emociones tan intensas que uno apenas se atreve a mirarlos demasiado tiempo, parecen sostener un idioma difícil de descifrar. En algún momento, una voz me formula la pregunta imposible de responder:
—¿Quién va a devolverme mi tierra, mis empresas?
Luego de mi interminable silencio, me dice:
—Yo no hice nada. Yo solo trabajaba para mantener a mi familia. Incluso ayudaba a causas humanitarias.
Ese último comentario me atraviesa el alma. Mientras porto mi playera del ACNUR, no puedo evitar pensar que, en este mundo cambiante y caprichoso, todos podríamos ser refugiados en algún momento.
Las preguntas se lanzan al aire con la inocencia de quien busca explicación, pero aterrizan en mí con el peso de un juicio. Como si alguien, por haber sido testigo, pudiera ofrecer justicia.
Trabajar como embajador de buena voluntad de ACNUR es una experiencia tan luminosa como dolorosa. El ejercicio de escuchar y contener cientos de historias, de empatizar con emociones tan desgarradoras, obliga a aprender a sonreír aun cuando, por dentro, el corazón se ahoga.
Y, sin embargo, la vida insiste. Los niños juegan. Uno me enseña sus cicatrices y me sonríe tímidamente; yo le devuelvo la sonrisa mientras lo empujo en una moto de juguete por el patio. Otro, con un balón entre las manos, me mira y pronuncia, orgulloso, una de las pocas palabras que ya domina en español:
—¿Juegas?
Quisiera decirle que sí, pero no quiero que se lleve una mala impresión del futbol mexicano.
Entonces surge la pregunta colectiva, ¿Qué hacemos? ¿Cómo podemos ayudar?
Estamos inundados de noticias, de videos e imágenes que nos van volviendo cada vez más inmunes al sufrimiento. La piel se va haciendo gruesa, aunque uno no quiera. Un tristísimo mecanismo de supervivencia.
¿Qué hacemos?
Además de hablar, de tener las conversaciones incómodas, de usar nuestras redes para denunciar las injusticias, podemos hacer algo muy concreto: ayudar a los que ayudan.
A los que llevan años sosteniendo lo insostenible: administrando albergues, entendiendo los flujos migratorios, apoyando a los refugiados, brindándoles asesoría legal, comida, un techo; buscando, día tras día, cómo reintegrarlos a la sociedad. A la nuestra.
En este albergue también hay personas refugiadas de Honduras, de Haití, de Cuba, Venezuela y Afganistán. Todos con historias de amor y pérdida que se cruzan en el mismo patio, en la misma cocina. La comida depende de la buena voluntad de distintas organizaciones y de la sociedad civil.
Si te interesa ayudarlos, ve a: https://www.casarefugiados.org/sumate
ACNUR, la Agencia de la ONU para los Refugiados, protege a las personas forzadas a huir a causa de conflictos y persecuciones. Puedes sumarte en https://bit.ly/LuisGerardoACNUR
Shadi, uno de los refugiados palestinos, tiene una cafetería en Jilotepec, Estado de México. Él y su familia tuestan el café con la tradición heredada. Me regala una bolsa, orgulloso, y me pide que la huela. Los aromas pueden hacernos llorar por muchas razones, ¿cierto? Los recuerdos de la infancia, algún viejo amor o —como en este caso— el fantasma de una cafetería en Gaza que ya no existe.
También podemos ayudar a Shadi. Su café se llama Café Abu el Árabe, y nunca un café te hará sentir algo así. Lo encuentras en Instagram.
Estas cuatro familias, dieciocho personas de Palestina, empiezan su nueva vida en nuestra ciudad. Gracias al apoyo de estas organizaciones ahora se preparan para sus clases de español, para buscar poco a poco integrarse al mercado laboral, a nuestras costumbres. Hay que decirlo, no se ven felices; hay mucho dolor en las miradas. Pero también hay esperanza. A pesar de sus circunstancias, saben que son de los afortunados, que la única alarma que podrían escuchar aquí sería la sísmica. Se acabaron las bombas.
Shadi me regala una cadena de metal con una bandera de Palestina. Me la pone en el cuello. Le doy un abrazo y solo puedo decirle:
—Mucha suerte, querido Shadi. Seguimos.
Luis Gerardo Méndez es actor y productor mexicano.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.