Palo Alto, una utopía obrera en Ciudad de México cercada por la depredación inmobiliaria
La primera cooperativa de vivienda de México, creada en 1972 por jornaleros michoacanos, vive horas bajas tras casi tres décadas de juicios por la propiedad de la tierra, la presión de las promotoras y las disputas internas entre vecinos
En el origen de esta historia hay un puñado de jornaleros de Michoacán que compraron tierras en medio de una nada que décadas después, en una de esas imprevisibles piruetas del desarrollo urbano, se transformaron en uno de los centros financieros de la Ciudad de México. Hay también un sacerdote sindicalista asesinado en misteriosas circunstancias y el nacimiento de un modelo colectivo de vivienda que se estudia en tesis doctorales. Con el paso del tiempo, la depredación inmobiliaria llamó a las puertas de la cooperativa Palo Alto, un edén obrero, dirán sus habitantes, enclaustrado entre los lujosos rascacielos del exclusivísimo Santa Fe. Sus fundadores se debatieron entre vender o resistir. Hace casi 30 años, comenzó un juicio por la propiedad del enclave que enfrentó a las dos posturas. Ahora, ya no hay solo dos bandos: los intereses se han multiplicado, la unidad se ha perdido. Palo Alto lucha contra el monstruo de la gentrificación, pero también contra sí mismo.
Lo que comenzó como cuevas y chabolas de lámina se había convertido en un barrio con luz, agua, casas bajas de colores y calles adoquinadas en las que juegan los niños. Algo que valía la pena defender. Pero el desarrollo desmesurado los aisló en unas pocas calles cercadas por edificios como gigantes que les roban el sol: una pequeña aldea de irreducibles trabajadores sitiada por un imperio inmobiliario. Tierras seductoras para la especulación. Les ofrecieron más dinero del que la mayoría había visto nunca. Se desató una batalla. Los habitantes que no querían vender echaron a golpes a los que sí. Sus residencias continúan hoy tapiadas con listones en las ventanas. Los que se quedaron los llaman “los disidentes”. El inacabable juicio ha visto morir a muchos de los que lo empezaron, sus descendientes recogieron el testigo. Un amparo sobre otro, miles de páginas de expediente que han abierto grietas en una comunidad en la que todos se conocen.
Felipa María Vázquez ya estaba aquí cuando lo único que había eran minas de arena y sus trabajadores, asentados en la zona desde los cuarenta. Hoy tiene 79 años y es una de las pocas fundadoras de la cooperativa que queda con vida. Huérfana, a los 11 años salió de su pueblo para servir en las casas de las familias bien de Puebla. Se casó a los 15. Su marido y ella vinieron a Santa Fe. “Ni zapatos teníamos. Íbamos con huaraches, con lo que podíamos, unos descalzos, no me da pena decirlo porque así andábamos. Cuando yo llegué aquí no había nada, ahora, uy, es la elegancia”. Ella acarreaba agua desde un pozo, hacía tortillas, lo que salía. “Y así nos fuimos abriendo camino”.
A finales de los sesenta cerraron las minas. El dueño intentó vender las tierras en las que Vázquez y el resto de jornaleros se habían instalado mientras había trabajo. El lujoso barrio de Bosques de las Lomas ya comenzaba a desarrollarse y la zona olía a dinero. Los más jóvenes se revelaron, juntaron un pequeño capital gracias a la ayuda de familias ricas de la zona, compraron 4,6 hectáreas y, para administrarlas, fundaron la primera cooperativa de vivienda del país, en 1972. El proceso no fue fácil. Vázquez recuerda asambleas y cargas policiales, con las mujeres sentadas en la explanada mientras avanzaban los agentes, “con nuestros niños y nuestros perros, porque era lo único que teníamos”. “La verdad es que éramos puras señoras. La lucha fue por las mujeres. Querían desalojarnos, así, a ver quién se muere, porque venían con pistola y a la Cruz Roja la trajeron atrás”, cuenta.
Ganaron esa batalla. Y empezaron a levantar el barrio con sus propias manos, ladrillo a ladrillo, con una hormigonera que sigue como símbolo en una de las plazas. Poco a poco, la quimera tomó forma. A cada cooperativista le tocaron 108 metros (54 de suelo y una segunda planta). Construyeron una tortillería, fondas. “Ya que se comenzó a unir la gente, dijimos: ‘Necesitamos una escuela’, porque nuestros hijos no sabían leer ni escribir, de hecho yo sé leer muy poquito, porque aprendí ya de adulta. Entonces apoyamos todos y todos dábamos manos comunales”. Hoy hay también consultorio médico, dentista, velatorio, una biblioteca, canchas de fútbol de tierra. Hasta un estudio de tatuajes.
La calle principal se llama Rodolfo Escamilla: el sacerdote sindicalista asesinado, acribillado en su oficina de la Roma en 1977 mientras Palo Alto todavía estaba en construcción; un crimen algo opaco envuelto en la pátina turbia de la violencia política. Escamilla era uno de esos párrocos manchados de barrio, piqueteros y huelguistas. En el santoral particular de la cooperativa, él es el mártir que se sacrificó por el bien común. El hombre que “nos enseñó a organizarnos”, alaba Marco Valdespino, que nació aquí hace 54 años, hijo de dos fundadores.
No es fácil erigir un barrio desde el polvo, partir de tan poco. Quizá eso explique la negativa de la mayoría de los fundadores a abandonarlo. Era el trabajo de una vida: su lugar en el mundo, construido a fuerza de trabajo. El problema es que varias generaciones de habitantes de Palo Alto han nacido y crecido en un mundo más próspero. No han conocido esa necesidad atroz, el hambre ni el trabajo infantil. No han heredado los valores colectivos y el arraigo de sus padres. Y vender suena más fácil que tanto papeleo inútil en los juzgados para conservar una casa que se va quedando vieja. “La juventud, ¿qué cree usted que quiere? Vender para quedarse con el dinero, cuando no trabajaron. Y yo pues estoy muy a gusto aquí, número uno. Número dos, no tengo a dónde irme. Y nos quieren correr. ¿A dónde me voy a ir, con todo lo que sufrí para tener esto?”, lamenta Vázquez.
—¿Nunca ha pensado vender la casa?
—No.
—Pero con cinco millones [lo que se supone que ofrecen las inmobiliarias por cada parcela], podría comprarse una casa en otro sitio.
—Pero, ¿a dónde? En mi pueblo no tengo nada, no soy de allá. Yo fui huérfana de padre y madre y pues ahí a la aventura vete. El marido tampoco tenía dónde irse. Lo único que tengo es esto. Y a mí me costó.
Vázquez trabajó hasta los 60. Sus rodillas la obligaron a parar. Desde entonces se ha dedicado a cuidar las flores de su calle, a ver crecer a sus nietos, a intentar transmitir la filosofía de la cooperativa a las siguientes generaciones. Ahora habla desde el sofá mientras ofrece nísperos de uno de sus árboles. “Toda mi vida he estado aquí y ha sido bonita. Tienes que trabajar, a mis hijos les di estudio, pero ya le dije de cómo, de andar de sirviente porque no sabes leer, entonces, de lavar, de planchar, de coser, de lavar pisos de rodillas, de todo. Y así, ahí están”, dice. Y mira orgullosa a uno de sus hijos, que trastea en la cocina. Es licenciado en arquitectura.
Un edén, a pesar de todo
En 1994, Palo Alto perdió el estatus de cooperativa por un tecnicismo legal que a los vecinos les olió raro: las actas de las asambleas estaban mal hechas. Todas las tierras pertenecían a la cooperativa, había una única escritura. Aprovechando la ocasión, un grupo de 42 personas trató de vender sus casas. El resto les declaró la guerra. Hubo cuatro meses de peleas cuando se cruzaban en las calles, lo que era fácil. “Les obligamos a irse a golpes. No hubo un muerto de milagro”, reconoce Valdespino. Cuando se agotó la batalla física, comenzó la legal.
La cosa no se movió por casi 30 años. En 2023, ante el estancamiento del proceso, una jueza sentenció que 20 de las 42 familias expulsadas podían regresar a sus casas. Solo dos lo han hecho. Armando Martínez (50 años) ha vuelto a Palo Alto tras 28 años. Su padre, albañil y uno de los fundadores, quería vender. “Quería su escritura individual. En ese momento nos salimos por los problemas que había. Hubo muchas revueltas. Apedreaban las casas, volteaban los carros. Yo creo que había mucho despapaye por los chavos, pero ahorita ya están grandes, igual que uno”. El hogar familiar ahora lo acoge a él, su esposa, sus tres hijos y dos hermanos. En un costado, el negocio que los da de comer: una fondita de mariscos a pie de calle. Martínez no comparte la opinión de su padre: “A mí me gusta mucho aquí. De hecho, nunca he pensado en vender”.
De esos dos discursos enfrentados, venderlo todo o no vender nada, brotaron otros. El que parece que lleva la delantera defiende que cada habitante debe tener la escritura individual de su casa. En teoría, así las inmobiliarias no pueden comprar todo de golpe. El miedo de algunos vecinos como Vázquez o Valdespino es que las empresas adquieran parcela por parcela y obliguen a los que se queden a irse con golpes bajos. En términos de eslóganes, pasaron de la consigna “la unión hace la fuerza” a ser diana de “divide y vencerás”.
Roberto Rangel (67 años) es nativo de Palo Alto. Su abuelo era minero, su padre heredó el trabajo y a él le tocó la casa familiar. Enseña la última sentencia, de este año, que dicta que cada vecino es propietario de su hogar (una anterior, de 2014, ya sentenciaba lo mismo, pero nunca se cumplió). “Algunos pedían la continuidad [mantener la cooperativa], pero ya no es posible por la decisión judicial. La mayoría queremos seguir viviendo aquí. Aquí nací y aquí quiero estar”, asegura Rangel. Su amigo Fernando Gutiérrez (66 años), un hombre de voz serena y tono triste, concuerda: “No aceptaría ni el doble por irme. Aquí nacieron mis hijos. Aquí vivo en paz, en seguridad. Fui muchos años trailero y viajé por todo el país. En pocos sitios ves cosas como esto”.
Para el grupo de vecinos más fieles a la antigua idea de la cooperativa, una minoría ya dentro de Palo Alto, la última sentencia, aunque parezca definitiva, no cierre nada. Además, explica Valdespino, el proceso para conseguir la escritura individual es caro y muchas de las familias no podrían pagarlo. Ellos han contratado a un equipo de abogados para intentar repetir el juicio, poner el cronómetro a cero otra vez tras 30 años en los juzgados. Según él, dos ministras de la Suprema Corte, que son las que pueden solicitar la reposición, están a favor. Si sucede, todas las sentencias y decisiones de los últimos años serían anuladas.
Entre batallas legales y disputas vecinales, esta suerte de utopía obrera en el poniente de la capital sale adelante. Hay una seguridad poco vista en otros barrios populares del país y, pese a los pleitos, todo es civilizado. Las decisiones colectivas se siguen tomando en asamblea, como en los tiempos de la cooperativa. La gente acude a la plaza a echar la tarde después del trabajo. “Esto es un edén, por eso somos necios en no querer irnos de aquí”, remarca Valdespino mientras mira a unos niños correr por la calle. La única mudanza que Vázquez se ve haciendo es al panteón de Dolores para reencontrarse con su esposo. “A menos de que me saquen con los pies por delante en mi caja de muerto, no me voy. Aquí tenemos todo cuando nosotros no teníamos nada”.
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