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Las tensiones entre hoteleros y agricultores ponen en guardia al Valle de Guadalupe

El éxito de la principal zona vitivinícola de México atrae al sector turístico y ocasiona conflictos entre quienes defienden un área principalmente agrícola

Jorge Osiel López prepara barriles de vino en la bodega Anatolia en Valle de Guadalupe, Estado de Baja California (México), el 20 de octubre de 2022.
Jorge Osiel López prepara barriles de vino en la bodega Anatolia en Valle de Guadalupe, Estado de Baja California (México), el 20 de octubre de 2022.GUILLERMO ARIAS (AFP)
Carmen Morán Breña
Valle de Guadalupe (Baja California) -

El Valle de Guadalupe es otro de los muchos paraísos que puede presumir México, un pequeño Mediterráneo con viñedos y olivares al lado de Pacífico, entre Tijuana y Ensenada, que proporciona algunos de los mejores vinos del país y un modo de vida rural para una población que no alcanza los 10.000 habitantes, pero que cada año recibe entre 800.000 y un millón de visitantes. Las tensiones están a flor de piel entre los que defienden un turismo sostenible que se bañe en vino, si quiere, pero no en albercas, y los que consideran que el negocio de la hostelería es legítimo y necesario para completar los ingresos agrícolas. Del éxito que se tenga en ese equilibrio entre ambas partes dependerá la supervivencia de estos cerros rocosos a cuyos pies se extienden viñedos trazados con tiralíneas. La Baja California ha celebrado esta semana el Congreso Mundial del Vino, delegaciones de medio centenar de países han podido visitar las bodegas que salpican este territorio por donde hace siglos pasaron las misiones españolas. Así se llama una de las uvas autóctonas: misión.

Dicen los bodegueros que los nuevos consumidores reclaman un vino natural, ecológico, acorde con otras formas de vivir más sostenibles. Lo mismo ocurre con el enoturismo, gente que disfruta con el encanto de lo rural, modos sencillos, disfrute lento. Pero el turismo, no hay país en el mundo que no lo sepa, tiende a convertirse en plaga rápidamente, arrasando zonas enteras que jamás volverán a parecerse a lo que eran. Ese riesgo lo enfrenta ahora el Valle de Guadalupe: los agricultores se quejan de una actividad que puede dejar exhausto un acuífero sobreexplotado que ya presenta un déficit de 18 millones de metros cúbicos; pero los que se dedican también a la hostelería, ya sea con un hotel en medio del viñedo, con un restaurante o con un airbnb son conscientes de que convertir una zona rural en una ciudad puede acabar con la gallina de los huevos de oro. En algo parecen coincidir casi todos: el crecimiento de la hostelería está en su punto, no se puede estirar mucho más.

Los años noventa empezaron bien para el vino. Un consenso entre los vecinos y los expertos concluyó en un ordenamiento ecológico del suelo que priorizó el paisaje, es decir, la agricultura de vides y olivos, cultivos que no se quejan de sed. Una empresa definió también los polígonos urbanos. “México hace buenas leyes, pero no las respeta”, dice Ileana Espejel, ecóloga de la Facultad de Ciencias de la Universidad Autónoma de Baja California, con 30 años de trabajo en la zona. “De lo que se dictó, apenas hay un cumplimiento del 3% y un 11% en lineamientos parciales”, dice. Se fijó entonces que se podía vivir en el viñedo si se compraban cuatro hectáreas y solo se construían 250 metros cuadrados. “Pero rápido se vendieron lotes de hectáreas que se fragmentaban y las albercas lo salpicaron todo. Se empezaron a celebrar bodas y con ellas crecieron los alojamientos. Las inmobiliarias sabrán cómo arreglan los permisos en las administraciones”, dice Espejel. Esta investigadora, premio Nacional al Mérito Ecológico en 2017 y experta en Planeación de Uso de Suelo en Zonas Áridas, ha visto cómo los ejidatarios se volvían locos con la subida del metro cuadrado en la zona y cómo los nuevos negocios compran el uso de agua de algunos propietarios rurales que no siembran en sus terrenos. “Riegan en demasía, tanto los agricultores como otros negocios, unos porque no saben, otros porque les interesa un dinero rápido”, asegura. Pero su mensaje se centra en el turista: “No pidas lo que no hay”, porque la demanda genera la oferta, dice. “Si no hay coca cola, pues que no la pidan, si no hay albercas, que se conformen”, dice.

Una excavadora prepara el terreno donde se plantarán 300 árboles, en el campo deportivo El Porvenir en Valle de Guadalupe, el 22 de octubre de 2022.
Una excavadora prepara el terreno donde se plantarán 300 árboles, en el campo deportivo El Porvenir en Valle de Guadalupe, el 22 de octubre de 2022.GUILLERMO ARIAS (AFP)

El Cielo es una de esas bodegas que se promocionan para bodas, conciertos, buena restauración, alojamientos. Son, dicen, una “referencia enoturística” con tratamiento de aguas residuales y con paneles solares. “Hace 10 años las visitas no tenían donde quedarse, porque ni Uber hay para volver a la ciudad. Lo que tenemos claro es que hay límites que no podemos sobrepasar, pero creo que todavía puede crecer el turismo un 50%”, platica Natalia Romero, coordinadora del Área de Degustaciones de El Cielo. Y la secunda el gerente de Enoturismo de la bodega, Andrés Arenal: “Los propietarios de El Cielo ya eran hoteleros, pero su intención era vinícola cuando se instalaron, después vieron el potencial de la zona para la hostelería”, dice. “El enoturismo apenas estamos iniciándolo, hay posibilidades de crecer”, sostiene. ¿El agua? “Traemos pipas de Ensenada para las 35 villas con tres habitaciones cada una”. Nada de acuífero, defiende.

En la actualidad, hay en el Valle de Guadalupe y sus alrededores, otros pequeños valles, unas 3.700 hectáreas de viñedo y unas 900 habitaciones para alojamiento, incluidas las 55 que tiene Marco Antonio Estudillo en sus cuatro hoteles de las bodegas Maglen. Estudillo es productor vitivinícola, coordinador de la Asociación Emprendedores del Valle de Guadalupe AC, con 250 empresas afiliadas, y experto en derribar mitos. “Es un mito de los catastrofistas eso de que hay muchos hoteles, hay unos 30 que suman unas 300 habitaciones y otras 600, aproximadamente, de habitantes que abren sus recámaras para rentar o pequeños negocios de tres a seis habitaciones”, explica. “Es un mito también que los dueños construyan sin tener viñedos o cultivos y otro mito que usen agua del acuífero, porque traemos pipas del servicio público y privado de Ensenada”.

Estudillo, en todo caso, está también por el equilibrio. Es consciente de que esta zona, como tantas otras rurales, tiene un desarrollo muy estacional. Los hoteles se llenan en la vendimia, o con ocasión de algún concierto, pero “el promedio de ocupación de las habitaciones anual es del 37%″. No hay mucho más que crecer, con esas cifras. “Las inversiones son a largo plazo, para subsistir, no esperando un retorno urgente y se invierte por amor a la cultura del vino”, asegura. “Invertir más en hospedaje será sobreinversión no redituable y se dañaría la imagen de la zona”. Opina que el valle vive un buen momento que permite a sus pobladores permanecer en la tierra con un empleo. “Los extremistas del apocalipsis han hecho una buena función porque la gente se ha parado a razonar y todos quieren cuidar su valle sin inversiones agresivas”.

Turistas visitan el 'Valle Food & Wine Festival' en la bodega Bruma, en Valle de Guadalupe, el 22 de octubre de 2022.
Turistas visitan el 'Valle Food & Wine Festival' en la bodega Bruma, en Valle de Guadalupe, el 22 de octubre de 2022.GUILLERMO ARIAS (AFP)

El Valle de Guadalupe es el ejemplo de que hablar de agricultura en México no tiene que ser hablar de extrema pobreza, comienza Fernando Pérez Castro, de la bodega La Lomita y la finca la Carrodilla, de producción orgánica. Es, además, el presidente del Consejo Estatal de Productores de Vid de Baja California. En este valle, la agricultura, es decir, la actividad primaria, es el motor de la economía y “ha habido talento para procesar la materia prima. El éxito de esa actividad y de hacer un valle hermoso es lo que después han aprovechado los hoteleros. De los 4.500 trabajadores dados de alta en el valle, unos 3.500 son del sector vitivinícola. Defendemos la ruralidad, la gente del campo y las bodegas”, explica. Es pesimista. No le da más de 10 años al valle con el crecimiento actual del turismo, dice. Como ejemplo pone el precio de la hectárea en la zona, “unos 180.000 dólares, cuando en el resto del Estado está en 15.000, son similares al Napa Valley o a Burdeos”, exclama. No está en contra de un hotel con algunas cabañas, pero día a día ve peligrar los cerros que rodean los cultivos: “Ya existen 1.000 hectáreas impactadas de manera irregular en zonas agrícolas o de conservación”. Cree que “hay una responsabilidad moral en todo esto. Creo que tenemos buena convivencia entre los agricultores y los hoteles, somos parte del problema y debemos resolverlo”. Pérez Castro concluye sus reflexiones: “Los grandes de estos negocios y antros viven en San Diego y no le apuestan un céntimo a la agricultura. Yo no tengo problemas, ni mis hijas los van a tener, ellas también se podrán ir a vivir a San Diego, pero los trabajadores sí, se verán obligados a salir hacia Estados Unidos, pero de forma ilegal”.

Cuando se habla del Valle de Guadalupe y de su exitoso desarrollo inicial, muchos mencionan a Hugo D’Acosta, un emprendedor de la época, que compró una finca cuando se vendían “regaladas” y hoy tiene varias bodegas, como Casa de Piedra o Paralelo. Él fundó la Escuelita, para aprender el oficio de la viticultura, y eso dio origen a varios proyectos de emprendedores en la zona. “El 75% de las bodegas son pequeñas aún, pero sí se ve el peligro. Una cosa es el enoturismo, la ruralidad, ser un buen anfitrión con el que llega para que vean cómo se vive, pero no se puede uno disfrazar de Mickey Mouse ni de mariachi. Eso es un turismo servil. Ya lo decía Toledo, el pintor, que el turismo es muy contaminante”. D’Acosta también es pesimista: “Se pudo haber hecho del Valle de Guadalupe un lugar donde la gente disfrutara la viticultura sin renunciar a modelos sostenibles, pero eso ya pasó. Ya no va a ser. Dicen que somos hippies. Yo solo me siento libre, pero mejor hippy que hípster”.

¿Quién es optimista? Ileana Espejel. “Yo creo que el valle se salva, pero las autoridades se tienen que poner las pilas. Todos saldremos ganando, sabemos que si se destruye el paisaje con las construcciones perdemos todos. Nadie quiere la competencia de cientos de hoteles. La gente demandará más vino, y habrá que traerlo de otras partes. Un turista, con estudios que hice en la costa, gasta ocho veces más agua que un habitante local. Estamos en un punto de inflexión todavía. Si esto se dispara, la zona rural se volverá una ciudad. México tiene solo un 14% de su territorio cultivable, es decir, zonas planas y fértiles, no podemos perder ni un centímetro para la agricultura. Donde hay tierra de cultivo no pueden crecer ciudades”.

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Sobre la firma

Carmen Morán Breña
Trabaja en EL PAÍS desde 1997 donde ha sido jefa de sección en Sociedad, Nacional y Cultura. Ha tratado a fondo temas de educación, asuntos sociales e igualdad. Ahora se desempeña como reportera en México.

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