México y los deberes de potencia media
En la teoría de las relaciones internacionales se aplica el concepto para aludir a naciones que poseen un peso específico considerable en las dinámicas regionales
En la teoría de las relaciones internacionales se ha afincado el concepto de potencia media para aludir a naciones que, como Brasil, Argentina y México, poseen un peso específico considerable en las dinámicas regionales. Potencias medias por sus dimensiones demográficas y económicas y, también, por su capacidad para desarrollar equilibrios y mediaciones en conflictos latinoamericanos y caribeños.
El viaje que pronto realizará el presidente Andrés Manuel López Obrador por Centroamérica y Cuba describe muy bien esa condición. De acuerdo con la presidencia y la cancillería mexicanas, la gira tiene como objetivo tratar el tema migratorio, que en los últimos meses ha alcanzado tonos críticos, con los gobiernos de algunos países con mayor potencial de éxodo masivo en la frontera sur de México.
De acuerdo con cifras recientemente reveladas por el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos, en el último año fiscal han ingresado a ese país, desde México, cerca de 300.000 migrantes irregulares, procedentes del Triángulo Norte de Centroamérica (Guatemala, El Salvador y Honduras). A pesar del volumen, la cifra es menor que los más de 400.000 mexicanos que han cruzado la frontera en el mismo periodo. México es actualmente la nación latinoamericana que más migrantes produce, revirtiendo una tendencia a la contracción de su diáspora, que se experimentaba desde fines del siglo pasado.
Como observa el estudioso Jorge Durand, en las causas de ese aumento se mezclan los efectos económicos y sociales de la covid-19 y el abandono por parte de la administración de Joe Biden de la política restrictiva de Donald Trump, que tuvo un efecto disuasorio. Ese incremento de la migración irregular, a través de México, de los países del Triángulo Norte y también de venezolanos, nicaragüenses y cubanos, se produce a pesar del aumento en las detenciones y deportaciones de la Guardia Nacional mexicana, que en 2021 llegaron al récord de más de 230.000.
El gobierno de López Obrador elaboró junto con la CEPAL un Plan de Desarrollo Integral para aplicar medidas de contención migratoria en la frontera sur, que eventualmente contaría con fondos de Estados Unidos. En varias ocasiones, el presidente mexicano ha señalado que su gobierno ha cumplido con su parte en aquel proyecto, por medio del programa Sembrando Vida, pero que Washington no acaba de liberar todos los fondos prometidos para el desarrollo del sur-sudeste.
La gira centroamericana y caribeña de López Obrador tiene lugar en un contexto especialmente crítico, no solo por el aumento de la migración, sino por el despegue de la polarización interna en México y la acumulación de fricciones con Estados Unidos. Para colmo, Donald Trump ha entrado en campaña electoral en Estados Unidos, atizando los tópicos antimexicanos de la derecha republicana y presentando la militarización de las dos fronteras mexicanas como parte orgánica de su política racista y xenofóbica.
El viaje del presidente a Guatemala, Honduras, El Salvador, Belice y Cuba tiene, por tanto, una dimensión triangular en la que México deberá defender tanto sus intereses como los de su principal socio en el T-MEC. Los protocolos de la visita no ocultan la intención de buscar fórmulas más eficaces de controlar el flujo migratorio centroamericano y caribeño. Pero, a la vez, México mismo es un país emisor de migrantes y su tradicional función de contrapeso de la hegemonía regional de Estados Unidos obliga a evitar la suscripción acrítica de las prioridades de Washington.
En ese ejercicio de balance, el presidente López Obrador arranca eludiendo una visita comprometedora a Daniel Ortega en Nicaragua. Lo que concede en ese gesto podría ser compensado por medio de un discurso de afinidad ideológica con los gobiernos de Xiomara Castro en Honduras y Miguel Díaz-Canel en Cuba. Difícilmente, en el tramo centroamericano del periplo, López Obrador dejará pasar la oportunidad de cuestionar la falta de compromiso de Estados Unidos con el desarrollo del Triángulo Norte. El cierre de la gira en La Habana, como todo lo relacionado con Cuba, tendrá un cariz simbólico propio, que será aprovechado desde los dos gobiernos, el mexicano y el cubano, para enviar mensajes a Washington.
Aunque ni la presidencia ni la cancillería han ocultado que la visita a Cuba tiene que ver también con el aumento de la emigración cubana a través de México -desde que Joe Biden asumió la presidencia, más de 110.000 cubanos han entrado a Estados Unidos por la frontera mexicana-, la proyección simbólica del paso del presidente por La Habana girará en torno al tópico de la “solidaridad de México con Cuba” y agregará otras áreas de la agenda bilateral como el intercambio cultural y la colaboración científica. El Gobierno cubano hará lo imposible por presentar ese viaje como una muestra de lealtad de López Obrador al legado de la Revolución y Fidel, encubriendo retóricamente cualquier señal de avance en el control migratorio o, incluso, en la promoción del proyecto Sembrando Vida.
Al igual que en la visita de Díaz-Canel a México, en el contexto de la última cumbre de la CELAC, el Gobierno cubano dará al presidente un trato preferencial, que buscará acercar a su vecino mexicano a la línea geopolítica bolivariana. Para López Obrador, el viaje a La Habana servirá para contrarrestar su entendimiento de fondo con Estados Unidos, tanto con Trump como con Biden, mostrando una autonomía en política exterior, bien valorada por su base electoral, que pasa por la oposición coherente al embargo comercial de Estados Unidos contra la isla.
El viaje será aprovechado para ocultar, bajo la narrativa de la relación especial entre México y Cuba, los graves problemas internos de ambos países. La violencia, las desapariciones, los feminicidios, la inflación y el deterioro de los indicadores sociales en México y la represión, el estancamiento económico, la pobreza, la desigualdad y las penas de hasta 30 de años cárcel contra jóvenes que protestaron en las calles de la isla, en julio de 2021. La retórica de la solidaridad ocultará también las profundas diferencias domésticas e internacionales entre ambos regímenes: una democracia pluripartidista, que apuesta por los foros interamericanos y condena la invasión rusa de Ucrania y un sistema de partido comunista único, aliado de Rusia, Venezuela y Nicaragua, que históricamente ha descreído de las buenas relaciones entre Estados Unidos y América Latina.
Cuando en la pasada reunión de cancilleres de la CELAC, en el Castillo de Chapultepec, López Obrador sostuvo que la disyuntiva entre la subordinación y el enfrentamiento a Estados Unidos era falsa, tomaba distancia, a la vez, del interamericanismo liberal y el antiyanquismo bolivariano. Sería interesante escuchar a López Obrador argumentando, en La Habana, no solo contra el bloqueo a Cuba, sino a favor de la integración económica de América Latina con Estados Unidos y Canadá, que tanto ha defendido en los últimos años. Tal vez sea pedir demasiado que también defienda la democracia por la que murieron sus admirados José Martí y Francisco I. Madero.
Más fácil sería escuchar, junto con la demanda del fin del bloqueo, una solicitud de inclusión de Cuba en la próxima Cumbre de las Américas, a celebrarse en Los Ángeles en junio. El Gobierno cubano ya ha reclamado públicamente esa exclusión, en un momento en que aliados suyos como la Nicaragua de Daniel Ortega rompen definitivamente con la OEA. Interlocutor privilegiado de Washington, López Obrador podría honrar la condición de potencia media de México, solicitando una vuelta de Cuba a los foros interamericanos, lo cual debería implicar, aunque no lo diga, una vuelta de la isla a la normatividad de las democracias constitucionales.
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