El escape imposible de cinco personas y un perro salchicha de la guerra en Ucrania
Un coche que se abrió paso entre las bombas con solo la reserva, un plan de fuga ideado con ayuda de un misionero cristiano y un seminarista católico, y un viaje contra las adversidades para empezar de nuevo: Iliana Monárrez narra a EL PAÍS su llegada providencial a Rumania
Iliana Monárrez abre los ojos lo más que puede y cuenta que algo se encendió dentro de ella. Le cuesta trabajo ponerlo en palabras, pero es como si un switch se hubiera activado. Y a partir de ahí entró en un estado mental que le permitiera salir con vida de la guerra en Ucrania y poder contar esta historia.
Monárrez está sentada en la cafetería de una gasolinera al norte de Bucarest, la capital de Rumania. Es sábado por la noche y a pocos kilómetros de ahí se celebra un concierto en el estadio nacional con más de 50 artistas invitados en beneficio de las víctimas de la guerra en Ucrania. Las principales estaciones de radio y televisión transmiten el evento, y la gente entra y sale de la estación de servicio en un país nervioso, donde el conflicto queda todavía lejos pero es omnipresente. Hay muchos carros con matrículas de Ucrania, se escucha a mucha gente que habla en ruso y ucranio en los últimos días, y las maletas y mochilas aparecen y desaparecen.
En las últimas dos semanas, el suelo rumano ha sido territorio de paso para cientos de miles de personas en fuga hacia el oeste, hacia una nueva vida. Y sus historias se esconden detrás de pequeños detalles: en las mascotas que acompañan a sus dueños durante la huida, en millones y millones de grivnas que corren por las casas de cambio, en los cuartos de un hotel. Iliana Monárrez también tiene la suya.
El pasado 24 de febrero, muy temprano por la mañana, Monárrez y su esposo ucranio, Nicolai Berestok, estaban emocionados. Iban de Járkov, la ciudad donde vivían, a Kiev, la capital del país, para recoger su pasaporte en la Embajada de México. Es un viaje en tren que hasta hace 18 días duraba cinco horas y el plan era ir y venir en tren ese mismo día. Salieron de la casa a las cinco de la mañana y tomaron el metro para llegar a la estación.
Cuando llegaron se empezaron a oír sonidos raros, a lo lejos. “Cuando íbamos en el tren escuchamos las primeras explosiones”, cuenta la mexicana de 47 años. No lo sabían en ese momento, pero su ruta cubría los dos puntos más importantes en la estrategia de la invasión rusa: las dos principales ciudades del país. Tampoco sabían que el presidente de Rusia, Vladímir Putin, había declarado la guerra ese mismo día y a prácticamente esa misma hora. Pero cuando los estruendos se hacían cada vez más frecuentes y las primeras noticias llegaron a los teléfonos celulares, se dieron cuenta de la magnitud de la situación.
—”¿Qué hacemos? Si quieres, mejor nos vamos”, le dijo su esposo.
— “No, mejor no. Porque no tengo pasaporte. Vamos y regresamos, mejor”, contestó ella.
“Ese fue el último día que pudimos estar ahí”, cuenta Olga García Guillén, la embajadora mexicana en Ucrania. “Recogió el pasaporte y entonces yo le dije: ‘Oye, quédate”, recuerda. Pero Monárrez y su marido no podían quedarse. Su hijo Tadeo, de 20 años, y su suegra, de 62, se habían quedado en Járkov y dejarlos solos no era una opción.
“Cuando regresamos ya no había taxis y de pura chiripa alcanzamos a agarrar uno, ya no había luz y todo estaba en silencio”, recuerda. “Estaba mortificada, muy preocupada por mi hijo y mi suegra, pero afortunadamente estaban bien”, agrega.
Era difícil pensar que algo así estuviera pasando en Járkov. Monárrez se mudó en 2019 después de casarse con su esposo. Se conocieron en un seminario en Cancún y fue amor a primera vista, pero cuando le ofreció que se mudaran a Ucrania no sabía qué esperar. La ciudad la sorprendió. “Los ucranios son serios al principio, pero luego se parecen mucho a los mexicanos, son muy familiares, muy amorosos, muy directos”, cuenta.
Járkov es una ciudad de estudiantes, con buenas universidades y baratas, y eso la hizo un centro multicultural y abierto al mundo, pero sin el bullicio de las grandes metrópolis. Con todo, es la segunda urbe más poblada del país, con 1,4 millones de habitantes. Está muy cerca de Rusia. Muchas familias tienen miembros de ambas nacionalidades o trabajaban en ambos lados de la frontera. Se habla ruso y ucranio. Y por eso cuando su hijo Tadeo fue aceptado para estudiar Pedagogía y llegó en diciembre pasado, no cabía de felicidad. “He pasado los mejores años de mi vida en Járkov”, afirma.
El vuelco de la guerra fue dramático. “Es terrible porque día y noche está el bombardeo y se oye tan cerca, que no sabes si el siguiente va a ser tu edificio”, lamenta Monárrez. Su familia vivía en Saltivka, un conjunto habitacional que sería el equivalente a Tlatelolco en Ciudad de México, y que ha sufrido los ataques por aire de las bombas y los misiles. El sótano se convirtió en búnker y se llenó de niños jugando y ancianos que discutían de política, aunque de a poco algunos fueron optando por refugiarse en los departamentos de amigos y conocidos en los pisos más bajos. Corrió el rumor de que los rusos estaban marcando los edificios que iban a bombardear y algunos septagenarios subieron hasta las azoteas para asegurar que no hubiera pintura.
Su familia armó también su propio búnker en un corredor largo que tenía paredes y atravesaba todo el departamento. “Empezaron los bombardeos fuertes en la ciudad. Primero, en los monumentos y los edificios de gobierno y después ya a los edificios residenciales”, cuenta. Eso marcó un antes y un después que cambió, incluso, el campo sonoro del conflicto. “¡Fiu, fiu, fiu!”. Monárrez imita el ruido de los misiles: “Impacta en el edificio y después escuchas el estruendo”. “¡Papapapá! ¡Papapapá! ¡Fuaaaa, fuaaaa, fuaaaa!”. “Escaló al punto de que empezaron a mandar unos misiles que aventaban pequeñas bombas”, relata Monárrez. “Eso sí ya fue terrorífico”, agrega.
Habían querido escapar desde el segundo día de la guerra, pero no había forma de salir. De pronto, un conocido de su esposo le dijo que ya había logrado cruzar al extremo occidental del país y que su coche estaba disponible en el centro de la ciudad. Las llaves, sin embargo, las tenía otra persona, cerca de la estación de metro Akademika Pavlova. Quedaba más o menos a unos 20 minutos caminando, pero el riesgo era demasiado y no se animaron hasta que otro amigo pudo llevarlos. “No había de otra: o nos quedábamos aquí y nos moríamos o intentábamos salir”, dice mientras sostiene la mirada, “y entonces, salimos”.
Recogieron las llaves, vieron a varias personas que hacían largas filas para comprar lo necesario y fueron a donde estaba el coche. Diez minutos después, las noticias locales informaban de un bombardeo en Akademika Pavlova. “Supimos inmediatamente que estaban bombardeando exactamente donde habíamos estado”, asegura.
Cuando llegaron finalmente a donde estaba el coche, un Chrysler Cruze, Monárrez tuvo que tomar el volante porque su esposo no sabe manejar. “Toda mi vida me había considerado una persona muy cobarde, pero en ese momento me sentí una chingona”, afirma. “En ese momento crítico de vida o muerte, entré a ese estado mental que te platicaba, de control absoluto”.
Monárrez tomó camino de regreso a su casa en Saltivka para recoger a su hijo y su suegra. Justo en ese momento, hubo un ataque en un edificio de al lado y tuvieron que desalojar su casa. La madre de su esposo tomó a Buddy, su perrito, y salió corriendo como pudo. Tadeo también bajó las escaleras a toda prisa, y perdió su pasaporte mientras escapaba del fuego. Finalmente, se treparon al coche y tomaron la carretera el pasado 2 de marzo para recoger a Víctor, otro mexicano que estaba atrapado en Járkov, y salir de la ciudad.
“Le pregunté si podía pasar por mí, pero no podía oír nada y después la llamada se cortó”, cuenta Víctor. “Estuve parado 30 o 40 minutos sin saber qué iba a pasar y de repente los vi, me recogieron en la salida suroeste de la ciudad”, relata. Fue la primera vez que se vieron en persona. “Lo vimos corriendo con su mochila y literal atrás de él se veía todo el humo de los bombardeos, le gritamos y se subió como pudo”, recuerda Monárrez. “Yo sé que suena a una película de Rambo, pero esa es nuestra historia”, dice, todavía emocionada.
Monárrez condujo el coche en medio de las bombas solo con la gasolina que quedaba en la reserva. “No sé si fue una cosa de Dios o qué fue, pero manejé como tres horas hasta que pudimos llegar a una gasolinera y el coche no se paró”, recuerda. A partir de la gasolinera, Víctor tomó el volante. Les dieron solo 20 litros de combustible, suficientes para llegar a Dnipro, 200 kilómetros al sur de Járkov.
En ese trayecto, lo único que comieron los cinco tripulantes fue una galleta cada uno. Pero en Dnipro fueron recibidos por Martín Corona y su esposa, Cinthia Báez, dos misioneros cristianos de México que llevaban siete años viviendo en Ucrania y conocían los pueblos y las rancherías de la zona como la palma de su mano. “Ya habíamos ayudado a otras personas a salir de Járkov y habíamos trazado la ruta a partir de ver dónde los rusos habían estado atacando”, cuenta Corona. “Cuando llegaron, los vimos nerviosos y tratamos de hacerles la comida más mexicana posible: pusimos un pollo en el horno y abrimos una lata de chiles”, recuerda el misionero.
Al día siguiente, lo más temprano en la mañana que pudieron. Tenían una reservación de hotel en Haisin, una pequeña localidad de casi 26.000 habitantes en el centro del país, pero no les alcanzó para librar antes del toque de queda de las nueve de la noche. “¿Qué hacemos?”. Llegaron justo antes de quedarse sin gasolina a Novoarjangelsk, un pueblito de 30.000 habitantes. La dueña de un restaurante les ofreció un sitio para pasar la noche, aunque estaba muy apenada porque no tenía camas ni cobijas que darles. Tampoco había calefacción, pero dormir juntos en el piso era mejor que dormir afuera, donde hacía más frío. “Si nos quedábamos en el coche, quién sabe que hubiera pasado”, cuenta Monárrez.
La ruta que había trazado Corona fue pactada con Miguel Ángel Uribe, un funcionario de la Embajada de México en Kiev, y llevaba a un seminario católico en Kamenets-Podolski, donde había un sacerdote mexicano que podía recibirlos y darles refugio a tan solo dos horas de la frontera rumana. Cada paso que daban era monitoreado en tiempo real por WhatsApp y mientras, se hacían múltiples gestiones diplomáticas para sacar a Tadeo sin pasaporte. “Hacemos siempre todo lo que podemos hacer, a pesar de las adversidades de una guerra como esta”, cuenta Uribe.
“Nunca nos dejaron caer, es muy diferente cuando solo te dicen ‘tú puedes’ a cuando realmente te agarran de la mano y te dicen ‘estamos contigo, no te vamos a dejar sola’, se la rifaron por nosotros”, explica conmovida Monárrez. El seminarista los recibió el 6 de marzo y a la mañana siguiente, cinco personas y un perro salchicha llegaron a las puertas de Rumania. Ahí fue donde Nicolai, que no podía abandonar el país por la ley marcial, e Iliana se despidieron: “Me dio un abrazo, un beso y se dio la vuelta”.
“Está muy cabrón todo lo que dejas, tu esposo, tu casa, tu vida: lo dejas todo”, dice antes de hacer una pausa. Detrás de una fotografía de cuatro personas que huyen de la guerra, hay un esposo que tuvo que resguardarse en un seminario en el oeste de Ucrania para ayudar a sus compatriotas y que te dice que si tú estás bien, él va a estar bien. Un misionero cristiano y un sacerdote católico que te ayudaron a idear un plan casi milagroso para que tú escaparas. La casa y los amigos que se quedaron atrás sin saber si siguen en pie después de los bombardeos. Y las adversidades que probablemente no vas a poder olvidar.
“Nos salvamos de milagro”, cuenta Monárrez en la gasolinera, mientras cae la noche. A unas tres calles está el albergue de refugiados donde se está quedando en Bucarest, la última parada antes de volar a México este martes, y de un salón de belleza donde se cortó el pelo. Ha sido probablemente el único lujo que se permitió desde que llegaron a la capital rumana hace una semana. “Antes tenía el pelo largo y crespo, pero ahora con todo esto se me maltrató mucho”, confiesa mientras enseña la galería de fotos de su teléfono con las fotos de hace unos meses y las de ahora. “Cortarme el pelo es mi forma de decir que quiero acoplarme, reintegrarme de nuevo a la vida”, dice, como si reconectara con ese switch que le salvó la vida y que busca encender otra vez para seguir adelante.
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