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Columna
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La orden del Fénix

Que se sepa que yo no sé si fui cesado de un trabajo por haber alzado la tinta contra la militancia de un funcionario público y no soy responsable del revuelo que provocó tanta estulticia y confusión

Jorge F. Hernandez
Jorge F. HernandezJorge F. Hernandez

Lo saben los niños que se hicieron lectores por el placer y lo saben los lectores de todas las edades que cultivan el sano placer de rechazar la estulticia y la confusión: por intentar decir la verdad y revelar falsas verdades, a Harry Potter le tatúan la piel con estilete y sangre hasta que queme en su alma la consigna de “no debo decir mentiras”. Resulta que a Hogwarts llega una comisaria de la Orden del Fénix, una bruja burócrata llamada Dolores Umbridge, que declara a voz en cuello que todo el que ose contradiga, contradice no sólo al Mero Mero, sino al Ministerio en sí mismo y algo de ese nefando tufillo se percibe en el ambiente.

Efectivamente, el sr. Marx Arriaga no dijo textualmente lo que dicen que dijo, sino que la clase de magia es más exigente de lo que parece: había que leer su ponencia de pesadísima prosa para confirmar que –si bien no dijo lo que dicen que dijo—sí lo sostiene como creencia epidérmica y no ha sido capaz de defender, sólo negar, no sólo su postura crítica ante el consumismo capitalista, sino su defensa de cuadrículas trasnochadas de adoctrinamiento que pretenden – à la Dolores Umbridge—uniformar criterios en floración, rebobinar la tabla gimnástica de la memorización oligatoria y profesar un renacimiento de que “la letra con sangre entra”, así en la mano de Harry Potter como en las inocentes mentes de los lectores de textos gratuitos que ya huelen a panfleto.

Alguien me acusó de clasista al calificar a Marx (Arriaga) de bibliotecario improvisado, sin saber que mis mejores amigos desde hace décadas son bibliotecarios de carrera y oficio no sólo por ser usuario y beneficiario constante, sino porque cualesquier individuo que llega de improviso a dirigir una biblioteca –ya probada su fallida gestión—confirma que no sólo es un improvisado y advenedizo, sino un patán en las formas y groserías con las que tomó la dirección de la Biblioteca Vasconcelos de la Ciudad de México como si fuera el Palacio de Invierno en una viejísima película soviética.

Efectivamente, lo he leído a él y al otro Marx (aunque soy más de la prosa y pantalla de Groucho) y quise evocar a la hija de Karl como traductora de la primera edición en inglés de Madame Bovary como ejemplo de que en la casa londinense del viejo barbón se leía también por placer y que en la mesa del comedor –allí donde escaseaba comida—convivieron las pruebas sin conflicto de Das Kapital con la andanzas medio libertinas que soñó Gustave Flaubert para puro placer de párrafos.

En ese mismo ánimo, supongo que Marx (Arriaga) estará dispuesto a informar y debatir las líneas y tonalidades con las que sazona su labor al frente de la edición de los libros de texto gratuitos y confirmar o desmenuzar el ánimo ideológico con el que aboga por la lectura como un artilugio o sortilegio forzosamente colectivo o coral donde leer sólo se reduce a establecer un compromiso entre autor y lector, donde compromiso se define como la vieja fórmula de buena onda o buen rollito de Silvio en Playa Girón o La Internacional entre el vapor de trenes rojos: es decir, que aclare si todo el rollo va de compromiso en la lucha, fervor de resistencia, bíceps en propaganda agraria… y por ende, efectivamente en contra de la lectura en letrina, del placer de los párrafos largos que ablandan hasta la poltrona.

Que se sepa que yo no sé si fui cesado de un trabajo por haber alzado la tinta contra la militancia de un funcionario público y no soy responsable del revuelo que provocó tanta estulticia y confusión en las formas con las que el Comisario creyó apuntalar a la Órden del Fénix y por supuesto, lo saben los gnomos y los gigantes, los unicornios y los dragones, yo no soy responsable de que una decisión laboral mal explicada o inexplicable haya lastimado o involucrado a los jefes, altos magos y o alquimistas de la jerarquía. Mejor aún, yo nunca he llevado la cicatriz de Potter en la frente y no deseo varita mágica; si acaso, soy el obeso ermitaño barbón llamado Hagrid que sabe pisar callos de no pocos enanos, volar en escoba que limpia maleficios y lee al pie de una fogata la mirada vidriosa de un sabueso que en silencio ya se sabe de memoria el cuento donde, al final, todo esto pasará como una pesadilla pasajera y todos (niños al fin) vagamos en los vagones de un tren que recorre las páginas con los rieles de tipografía y pura magia.

Jorge F. Hernández

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