‘Missing Messi’
El enredado mundillo del futbol está secuestrado por los dineros exorbitantes, los acomodos inexplicables y el constante cambio de camisetas
Apenas se anuncia el desahucio flota un polvillo de ausencia y nostalgia. Hay que agitar un mar de pañuelos blancos para despedir en buena lid al presunto enemigo que llegó a parar el tiempo como si la Tierra fuera redonda, capaz de gambetear por un corredor verde el Bernabéu dejando una bota en el trayecto, alzarse para cuajar un cabezazo en Roma muy por encima de su estatura, driblar al viento y fincar con dignidad inapelable el ejemplo de quien no tiene por qué fingir faltas inexistentes ni exagerar con revolcones histriónicos un hachazo al tobillo. El niño que firmó contrato con el F.C. Barcelona sobre la promesa de una servilleta se irá pronto a otra liga y estas líneas deberían servir para invitarlo a militar en el glorioso León F. C. de México, pendiente de reunir una suma digna para cubrir su sueldo y gastos.
Parecía que el Derby no sería ya Derby sin el enfrentamiento de Cristiano y Messi, como quien no puede ponderar la partitura de Mozart sin el espejo de Salieri o imaginar que en verdad es más ingenioso el elegante Arsenio Lupin por encima de la sabuesa lógica de Sherlock Holmes. Parecía que la pandemia prometía un amanecer donde el mundo entero sería mejor que antes, pero los primeros alivios al confinamiento confirman un notable incremento en la estupidez y la estulticia, un apuntalamiento de la usura feroz y el espanto incontestable de mucha irracionalidad: un millonario alopécico que se cree astronauta durante once carísimos minutos, un demente azanahoriado que parece seguir escondido en su red de mentiras y el enredado mundillo del futbol secuestrado por los dineros exorbitantes, los acomodos inexplicables y el constante cambio de camisetas.
Missing Messi como título de balada blanca donde ya se echa de menos no poder verlo en vivo (a menos de que venga en la Champions) y como síndrome de diván para el que añore verlo venir de frente, embalado con la mirada fija en el balón, zigzagueante y de velocidades cambiantes para tentación y alimento del afán por frenarlo, atajarle un obús con efecto, interrumpirle la vaselina y quitarle limpiamente el balón con ganas a cedérselo al instante nomás para verlo volver a acelerar y fruncir el ceño, rascarse la barba o afeitarse allí mismo en el área chica mientras realiza una triangulación consigo mismo y lanza un pase a profundidad que él mismo baja con el empeine como si fuera la palma de su mano alimentando una paloma redonda que ha de anidar en las redes.
En un luminoso texto el cronista argentino Hernán Casciari ponía en palabras la etimología exacta de Messi no solo como meteoro ejemplar, sino como dije o constancia de que nos hemos de salvar todos los testigos de su paso por las canchas. Nos hemos de salvar por el solo hecho de envidiarle un tiro a balón parado o una gambeta con la que se llevó entre las piernas a medio equipo contrario, siete vendedores de refrescos, dos azafatas distraídas, una sección entera del estadio y cuatro taxistas que hacían tiempo en la parada en una avenida aledaña al escenario iluminado por él mismo.
Que no lo imagino sin la remera blaugrana y no creo que merme el fervor ideológico del independentismo de las esteladas explayadas en las ramblas al tener que reconocer cabizbajos que ni el icono condal resiste el jalón de la diáspora, tanto como imposible imaginar al Pibe sin balón ya dominándolo como calentamiento previo a un partido o llevándolo bañado en oro sobre sus brazos como trofeo tantas veces repetido en su palmarés. Que no imagino el monto de los impuestos y las cuentas del debe y el haber de los multimillonarios contratos y compromisos por publicidad, las obras benéficas, las inversiones y el tiempo libre, porque lo que imagino es el vacío que supone abrir el paréntesis que ya marca el fin de una época, el final de un túnel por el que ya pasamos viendo cómo se evaporaban los ídolos anteriores a Messi, los que lo vieron con asombro desde las canas y los que le cedieron su lugar en la cancha, los que jugaron a su lado y los que lo enfrentaron como quien sortea un huracán y abriéndose el paréntesis veo que mis propios hijos ya no son los niños que soñaban con recibir de sus pies un pase filtrado o cuajarle una pared, sino la ronda de las generaciones de esto que llaman la nueva normalidad donde se me figura que cuelga sin huesos una camiseta bicolor en el vendaval de todos los años que deseo favorezca a las sábanas blancas, los vestidos de novia y por lo menos un pañuelo blanco bien almidonado con agua salada de sincera despedida que se agita en el vacío como entrañable homenaje a un 10 que lleva por nombre Lionel Messi.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS México y reciba todas las claves informativas de la actualidad de este país
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.