Tomás Cruz, el albañil zapoteco que se convirtió en maestro de los arqueólogos en Tenochtitlan
En 1974, un albañil zapoteco migró a Ciudad de México sin saber que, medio siglo más tarde, sería maestro de arqueólogos en las ruinas de la antigua y misteriosa Tenochtitlan
Nadie molesta a Tomás Cruz, concentrado en recuperar la fuerza que ha perdido estos meses. Cada gesto, cada expresión, parecen parte de un examen que él mismo se impone. Su cuerpo magro, una trenza de músculos heridos, trata de reponerse de la covid. Él pensó que se quedaba inválido. “Es que mira”, dice, “ahorita ya puedo mover la mano, ya puedo agarrar un bote. Pero antes no podía. Me quedé flojo”.
Hace sol afuera, un perro anda y desanda el camino al patio, lleno de plantas. Sentado en el sofá de la sala, Tomás, que cuenta 67 años, mira al animal. Es un hombre enjuto, fibroso, Tomás. Mueve los brazos mientas habla, nada exagerado, un entrenamiento a cámara lenta. Se ha instalado en casa de su sobrina, cerca de la ciudad de Oaxaca, mientras se recupera. ¿Ya has practicado con tus herramientas después de la covid? Tarda un par de segundos en contestar y luego dice que no. Entonces sus cejas de experto en granos de arena se juntan, agarra el brazo del sofá con sus manos, tan grandes, lomos de gato. Y dice: “Pero yo creo que sí puedo trabajar. Igual ahora que vuelva puedo empezar separando estrellas de mar, que no es tan pesado”.
Desde hace 42 años, Tomás trabaja en las ruinas de la vieja Tenochtitlan en Ciudad de México. Es el empleado más antiguo del Proyecto Templo Mayor, la fábrica de alegrías de la arqueología mexicana. Hasta que la pandemia detuvo las excavaciones en marzo, Tomás pasaba sus días realizando delicados movimientos con las manos, en ofrendas que los mexicas dedicaron a sus dioses hace más de 500 años. En un día normal, su campo de acción apunta más al mundo de las hormigas que al de los humanos: “Si es de puro limpiar en la ofrenda, en un día avanzamos 20 centímetros de diámetro, por unos dos de profundidad”.
Su vida está a la altura de cualquier relato épico. Indígena zapoteco, salió por primera vez de su pueblo, Santa Ana Yareni, en la sierra de Oaxaca, a los 18 años. Y cuando salió lo hizo casado y para no volver nunca. Al menos, no para quedarse. Se estableció en Ciudad de México. Él y su esposa compartieron durante años el suelo de un cuarto de vecindad con cuatro parientes. “Era chiquito, de dos por dos. Dormíamos en petates”, recuerda Tomás.
Construyó su casa en 100 tardes, el tiempo que le dejaba su trabajo en el Templo Mayor. El sueldo era escaso y cuando necesitaba dinero extra -para hacerle un cuarto nuevo a la casa, para que sus hijos estudiaran- se iba una temporada a Estados Unidos. Ha cruzado la frontera de mojado tres veces. Cosechó duraznos y melones, trabajó de obrero y jardinero. En su último viaje, en 1998, sus coyotes le alojaron en una casa en la frontera de Sonora con Arizona. “Estaba llenita de costales de marihuana, por lo menos había 300”, dice.
Antes de volver a México por última vez, su patrón, un vecino de San Diego, le pidió que construyera un gimnasio para su esposa. Era el año 2004. “Qué lujo la señora, ¿no?”, le digo, “un rescatador de ofrendas prehispánicas para hacer su gimnasio”. “Ándale, sí”, contesta, “también les hice una chimenea con piedra volcánica, tezontle que le decimos aquí”.
La Coyolxauhqui
Tomás es un experto rescatador de ofrendas. Tanto que él, un hombre que apenas pudo terminar la primaria, es maestro de los arqueólogos, antropólogos, biólogos y otros tantos profesionales jóvenes que llegan a trabajar al Templo Mayor. Les enseña a hacer la retícula sobre las ofrendas para luego dibujarlas, a usar el cepillo, la cucharita, la escobetilla, las espátulas, los pinceles. Hasta el agua y los hisopos de algodón. Ha trabajado en el rescate de muchas, decenas. En el centro de una de las ciudades más caóticas, ruidosas y aceleradas de América, Tomás Cruz enseña las virtudes de la lentitud.
No recuerda exactamente qué día fue, pero Tomás empezó a trabajar en el Templo Mayor en 1978. La capital se preparaba para rescatar su pasado del olvido lítico y él, un ayudante de albañil de 21 años que no tenía idea de los mexicas, de sus dioses o sus rituales, cayó allí por pura casualidad. El plan de Gobierno era recuperar el núcleo ceremonial de los mexicas, el Templo Mayor, una pirámide que había llegado a alzarse 45 metros sobre la plaza de la ciudad lacustre, luego destruido por los españoles y sus aliados. “Un primo me avisó”, dice Tomás, “trabajaba con un contratista. Y a ese contratista le tocó ir a trabajar allí al templo. Y mi primo me dijo, ‘oye, ¿quieres venir? Necesitan mucha gente ahí’, y dije que sí”.
El recuerdo más lejano de Tomás es el hallazgo del monolito de la Coyolxauhqui, la imagen de una diosa decapitada, labrada en una roca gigantesca. Un evento que marcó el inicio de las obras. La encontraron los trabajadores de la compañía de la luz en febrero de 1978, en una zanja a dos cuadras de la catedral, frente a una librería. “Nosotros fuimos los que tapamos todo con tablas y triplay”, dice, “estábamos ahí cuando empezaron a excavar y descubrir la piedra. El día que llegó [el presidente] López Portillo estaba yo ahí. También cuando llegó Jimmy Carter”.
Para entonces, Tomás laboraba más cerca del cemento que de los pinceles. “Carretilla, cargar tierra, ir a tirarla a otro lado. Un mes a pico y pala, alrededor de la piedra. Luego parece que me vieron que trabajaba bien y ya me mandaron con un arqueólogo. Y ahí ya no era pico y pala, sino cucharillas y escobetillas”.
El cuauhxicalco y sus hijas
En un texto publicado hace unos meses, el actual director del proyecto Templo Mayor, Leonardo López Luján, habla de un edificio instalado antiguamente a los pies del recinto sagrado, el cuauhxicalco. Lejos quedan los primeros años del proyecto. Los arqueólogos lograron arrancar de la entraña urbana los restos del templo. Ahora el trabajo es más fino. Antes de la pandemia, Tomás y los demás andaban justo en este edificio, trabajando unas ofrendas. Labor de relojeros.
En el texto, López Luján cuenta que el cuauhxicalco aparece en las crónicas históricas como el lugar donde habrían sepultado las cenizas de varios reyes mexicas. De concretarse este hallazgo, la gloria sería para los arqueólogos. Nunca hasta ahora han aparecido restos de los gobernantes mexicas en el Templo Mayor.
López Luján cuenta que en la ofrenda 149, que hallaron dentro del cuauhxicalco, encontraron dos cráneos de niños, con los huesos de las manos y de sus pies cercenados, además de restos de un águila real y una pieza de obsidiana dorada. “Cuando nos disponíamos a sepultar la caja de manera definitiva, Tomás Cruz Ruiz se percató con su ojo experto de que el muro meridional ocultaba tras de sí un estrecho pasillo (...) Al liberarlo de tierra y piedras supimos que el pasillo conducía al corazón del Huei Cuauhxicalco”. Luego, el arqueólogo escribe unos puntos suspensivos. Si algún día encuentran a los gobernantes mexicas, buena parte de la culpa la tendrá Tomás. “Qué padre sería”, dice, contento, este genio tranquilo.
La vida de Tomás parece hecha del mismo material que las ofrendas, huesos de animales, cuentas, corales, pedernal, obsidiana. Recreaciones del universo en pequeñas cajas de piedra. Así, Tomás guarda recuerdos preciosos, como el rescate de la famosa ofrenda 126, escondida debajo de otro monolito, de la que sacaron casi 13.000 objetos; o como aquel día del año 2000, cuando él estaba en Estados Unidos, y su esposa, fervorosa creyente de las teorías del fin del mundo, le dijo, “mejor vente, y ya nos morimos los dos aquí juntos”.
Pero también contiene memorias tristes, terribles en algunos casos, como la muerte de su esposa, enferma de diabetes, hace 14 años. O la extraña muerte de una sus hijas, ahorcada en un columpio, cuando tenía 15 años. O el asesinato de su otra hija, ya de mayor. Un primo lejano la encerró en una cisterna de agua y dejó que se ahogara.
No comenta nada de esto, Tomás. Solo lo enuncia, como si tomara una autovía sin salidas, pura recta hasta el final, sin mirar a los lados. Luego empieza a hablar de otra cosa, como si tomara los huesos de un pez sierra del fondo de la caja de ofrenda. “Allá en México tengo a mi animalito”, dice. Su perro. “Se llama Beljw, que quiere decir estrella en zapoteco”. Tomás amaga una sonrisa y mira a los perros de su sobrina. Luego los acaricia con esas manos tan grandes, lomos de gato.
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