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LA CRISIS DEL CORONAVIRUS
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

El descenso irregular de la pandemia en la nueva normalidad mexicana

Los gráficos dibujan una meseta descendente, pero desigual: mientras pierde incidencia en el sur del país, sigue siendo notable en el centro y en el Estado norteño de Nuevo León

Jorge Galindo
Entierro de una víctima de covid-19 en Baja California.
Entierro de una víctima de covid-19 en Baja California.GUILLERMO ARIAS (AFP)

Han pasado meses desde que México anunció de qué modo se desmontarían paulatinamente las estrategias puestas en marcha para combatir la pandemia y anunció su semáforo para ir pasando a la nueva normalidad. Aquella prematura iniciativa y declaraciones optimistas sobre el fin de la covid-19 se ponen de manifiesto de nuevo cuando ya ha pasado el verano, se anuncian las campañas de vacunación contra la influenza y la curva epidemiológica sigue siendo preocupante en el país. Aunque ya hay un Estado, Campeche, que ha alcanzado el verde en el semáforo y otros presentan un panorama más halagüeño, la presencia del virus sigue siendo irregular y a veces da sorpresas: caprichosas vueltas atrás cuando todo iba a mejor. “No hay que confiarse”, ha dicho el subsecretario de Salud, Hugo López Gatell en su última conferencia.

La silueta fundamental de la gestión de la pandemia, que ya se ha cobrado más de 76.600 muertes -las cifras de exceso de muertes no se conocerán hasta dentro de dos años, según las autoridades-, la dibuja, como siempre, la curva de infecciones semanales. Agregando positivos, negativos y en duda, el gráfico dibuja dos momentos claramente definidos y un presente más complicado de leer. La primera fase llegó hasta mediados de julio y fue de crecimiento sostenido: cada semana había más casos que la anterior. A partir del 20 de julio aproximadamente, este aumento se frenó, siendo sustituido por un descenso paulatino, aunque notablemente más lento que el crecimiento anterior.

La última semana de agosto marcó un nuevo punto de inflexión con resultado aún incierto. Se produjo entonces el primer aumento en más de un mes. Quizás no es coincidencia que en esos días se ampliase la definición de “caso sospechoso”: el día 24, el subsecretario López-Gatell avisó que a partir de entonces se incluirían nuevos “síntomas accesorios”, tales como “pérdida del olfato, pérdida del gusto, diarrea”. Además, se asumía que un solo síntoma accesorio disparaba la sospecha de covid. El cambio alineaba a México con el creciente consenso científico internacional sobre la naturaleza del virus y la enfermedad que provoca: no estrictamente respiratoria, sino más bien capaz de atacar en varios frentes según las personas.

Pero su principal variante, estadísticamente hablando, sigue presentando un cuadro sintomatológico similar al de una infección respiratoria habitual. Por eso, la mejor manera de contrastar si el repunte obedece más al cambio de definición que a un verdadero incremento agregado de casos es emplear los informes semanales de la red de vigilancia epidemiológica (Centinela) de la Secretaría de Salud. Dicha red recoge todos los casos con síntomas de tipo influenza (ETI) o infección respiratoria aguda grave (IRAG) en sus más de 400 centros-alarma. El valor arrojado no sirve para determinar el tamaño de la epidemia por sí solo, pero sí su tendencia, sobre todo si es comparado con la media de años anteriores.

Efectivamente, en las cifras de Centinela se aprecia un descenso más sostenido, e incluso anterior (la diferencia entre “picos” en ambos gráficos coincide casi perfectamente con el retraso medio en el diagnóstico por prueba PCR de covid: entre una y dos semanas), indicando que probablemente el repunte se deba más al cambio de definición de “caso sospechoso” que a un incremento agregado parejo.

Esta consideración deja a México inmerso en una suerte de meseta irregular: el primer gráfico, de pruebas y casos, indica que tras la corrección de finales de agosto, la primera semana de septiembre (última cuyos datos son plenamente fiables, debido al ya mentado retraso) mantuvo unos valores muy similares a la anterior. El segundo confirma la estabilidad durante la primera mitad del mes, dejando en duda si el vaivén posterior al día 12 dibujará una tendencia ascendente o descendente. Y, sobre todo, indica con nitidez que las infecciones respiratorias detectadas por la red de vigilancia epidemiológica multiplican por cincuenta o sesenta la cifra media de 2017 a 2019: la epidemia, a nadie sorprenderá saberlo, sigue firme en México pese a su descenso.

Aclarada la imagen general, la cuestión central es dónde está el virus. La política federal, de hecho, se basa en esta misma lógica: la aplicación de un “semáforo” de riesgo basado en una serie de indicadores para cada uno de los Estados que conforman el país. La atención se centra en la cifra aparentemente más rocosa: la ocupación de camas hospitalarias. Es sólo una apariencia, porque las bajas tasas de acceso al sistema de salud en México impiden considerar los porcentajes absolutos como un indicador definitivo de incidencia. Pero al menos sí permiten cierta comparación entre regiones, así como una consideración de la evolución dentro de cada una de ellas.

Nuevo León y Nayarit encabezan las tasas, si bien el segundo muestra un cierto descenso que no se da en el primero. En la misma liga de peligro juegan Colima y la Ciudad de México. La capital, de hecho, ha mantenido una epidemia notablemente estable, característica de un área metropolitana profundamente conectada. En el otro extremo, Campeche (primera entidad que ha accedido oficialmente al mejor grado en el famoso “semáforo”: verde), Chiapas y en realidad todo el extremo suroriental de la nación presenta valores mucho más tranquilos. Resta la cuestión de si se debe a alguna condición estructural (núcleos urbanos menos concentrados que las grandes capitales centrales y norteñas, quizás) o si la cifra enmascara un diferencial negativo: precisamente el de acceso a servicios de salud en las que son algunas de las áreas peor equipadas de México.

Sea como fuere, lo cierto es que Campeche y Chiapas (y también Tabasco, Yucatán, Tlaxcala o Quintana Roo) están alcanzando niveles casi de supresión, así sea temporal: no hay que perder de vista que siempre hay espacio para repuntes y segundos picos, como muestran las experiencias en sitios tan dispares como Perú, Israel o España. Mientras, la incidencia en Colima se acerca a 40 muertes por millón de habitantes cada semana, durante el periodo que va de finales de agosto al 20 de septiembre.

Aguascalientes, Jalisco, Nayarit y Nuevo León son, por su parte, ejemplos de mesetas más o menos continuadas. Mientras, el verdadero epicentro de la pandemia en el país, la capital y su área metropolitana, siguen buscando una salida ayudados por una disposición de medios inigualable. Tras tres meses de descenso irregular pero sostenido en muertes, esa luz al final del túnel sigue sin distinguirse con claridad. A ellos, como al resto, les toca administrar la pandemia.

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Sobre la firma

Jorge Galindo
Es analista colaborador en EL PAÍS, doctor en sociología por la Universidad de Ginebra con un doble master en Políticas Públicas por la Central European University y la Erasmus University de Rotterdam. Es coautor de los libros ‘El muro invisible’ (2017) y ‘La urna rota’ (2014), y forma parte de EsadeEcPol (Esade Center for Economic Policy).

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