Irún, el último escollo de la ruta migratoria por España
Más de 2.000 extranjeros, mayoritariamente de Guinea, Malí y Costa de Marfil, se han enfrentado este año al reto de cruzar la frontera con Francia
Es noche cerrada y hace frío. Llueve. A la estación de Irún (Gipuzkoa) llega un autobús. El primero de los tres que cierran la jornada. Josune Mendigutxia y Oihana Galardi se dirigen a “todas las personas negras que parecen perdidas”. A veces es una, a veces diez. “¡Buenas noches! ¿Estáis buscando la Cruz Roja?”, preguntan a los recién llegados, que vienen de Bilbao o de Madrid. Las voluntarias de la red de apoyo a migrantes Irungo Harrera Sarea les invitan a subir a sus coches particulares. Durante los cinco minutos que dura el trayecto, Galardi da un discurso:
—Estamos en la frontera entre España y Francia. Hay mucha policía y mucho control. Por eso, los voluntarios os damos consejos sobre lo que debéis hacer —les explica en francés—.
—Merci, merci!
Los migrantes, que proceden sobre todo de Malí, Guinea y Costa de Marfil, pasan la noche en el albergue de la Cruz Roja, tras un largo viaje que aún no ha terminado. La mayoría tiene un objetivo claro: llegar a Francia. En Irún, 350 metros de frontera terrestre y 50 de río —el Bidasoa— los separan del primer pueblo francés, Hendaya. Desde que comenzaron a autoorganizarse en verano de 2018, Irungo Harrera Sarea ha auxiliado a más de 15.000 personas en su paso por la ciudad fronteriza.
De entre los nombres de esas miles de personas, hay uno que retumba especialmente en su memoria: Yaya Karamoko. Tras varios intentos de cruzar por tierra, el costamarfileño de 28 años perdió la vida en el río Bidasoa. Según los médicos forenses, murió entre el 17 y el 22 de mayo, día en el que se encontró su cadáver. Yaya se dio de bruces con una frontera complicada. La gendarmería francesa detiene a los autobuses y furgonetas que transitan por los puentes limítrofes de Santiago y Behobia. Si dentro viaja una persona indocumentada, le obligan a quedarse en España. Por eso, muchos migrantes se adentran en los montes colindantes o, como Yaya, toman rutas clandestinas. Estas opciones no son mejores. Si los pilla, la policía francesa también los arresta y los devuelve a España. Aintzane Lasarte, voluntaria de Etorkinekin —entidad que lucha por la inclusión social de las personas extranjeras en Francia— asegura que “ha habido capturas en Bayona, e incluso en Burdeos, 220 kilómetros más allá de Hendaya”.
Tal y como establece el Código de Fronteras Schengen, este límite es de libre tránsito y las únicas personas que Francia puede devolver son quienes han pedido asilo en España. A la velocidad a la que los gendarmes actúan, no hay tiempo de comprobar nada. Joana Abrisketa, profesora de Derecho Internacional y de la Unión Europea, pone nombre a estas actuaciones: “Son devoluciones en caliente y son ilegales”. A Abrisketa lo que más le preocupa es el discurso del efecto llamada. “¿Hay que tratarlos mal para que dejen de venir? ¡Pero si ya los tratamos mal y siguen viniendo!”, critica.
Hay alguno que incluso se arrepiente. Pape Birane, senegalés de 29 años, lleva ocho viviendo en Bilbao y consiguió los papeles hace cuatro. Todavía se le entrecorta la voz cuando rememora el viaje. “Sabes que hay un 10% de probabilidades de vivir, pero si me muero no importa, por lo menos voy a descansar”, reconoce. “No lo repetiría para nada. No merece la pena, porque vas a vivir sin tu familia”, admite.
Yaya no pudo comprobar si había valido la pena su viaje. Con el fin de encontrar un trabajo en París para sacar de la miseria a su familia, pagó 2.500 euros y se montó en una precaria embarcación en Dakhla (Marruecos) con destino a Tenerife. Naufragó poco antes de llegar. Tres de sus compañeros murieron. En esa ocasión, el costamarfileño sobrevivió, pero casi 6.000 kilómetros más al norte perdió la vida en un río, el penúltimo escollo antes de llegar a su meta. Hervé Zoumoul, de Amnistía Internacional Francia, insiste: “Las fronteras europeas son las culpables de la muerte de Yaya, es escandaloso”.
El cuerpo de Yaya fue enterrado en el cementerio musulmán de Burgos el pasado 13 de julio, casi dos meses después de morir, debido al complejo proceso burocrático que hizo que todo se retrasara. Además de permanecer varios días en el agua antes de ser hallado, el cuerpo de Yaya estuvo casi dos meses en la funeraria de Irún, que no contaba con cámaras frigoríficas de larga duración, según Amnistía Internacional.
Las muertes en las rutas migratorias hacia España han aumentado en el primer semestre de este año un 526% con respecto al mismo período de 2020, según las últimas cifras de la ONG Caminando Fronteras. “Estos son los datos más terribles que hemos presentado nunca”, comentó la activista Helena Maleno en una rueda de prensa a principios de julio. La ruta canaria es la que más víctimas se ha cobrado: 1.922 en solo seis meses.
Tras pasar la noche en la Cruz Roja de Irún, los migrantes siguen unos pies verdes y blancos que, pintados en el suelo, marcan el camino hasta la Plaza del Ayuntamiento, donde se entrecruzan las historias de más de una veintena de personas cada día. No todos han tenido la suerte de dormir bajo techo. Nahia Díaz, responsable autonómica de Cruz Roja, insiste en que el dispositivo de Irún es para extranjeros en tránsito: “Tienen que haber entrado recientemente en el territorio nacional, por la costa o por las fronteras terrestres de Ceuta y Melilla, y no pueden tener como objetivo establecerse en España”. El albergue ha atendido a más de 2.000 migrantes en movimiento durante el primer cuatrimestre de 2021.
Ya frente al Ayuntamiento, los jóvenes escuchan a Jon Aranguren, voluntario de Irungo Harrera. “El asilo es un derecho universal. Podéis pedirlo si vuestra vida está en peligro por razones políticas, religiosas, de género, de orientación sexual o por un conflicto armado”, enumera. A través de un simulacro, Aranguren pide a los allí reunidos que se imaginen solicitando asilo ante la policía francesa:
—Soy Mamadou, de Guinea. Formo parte de un partido en la oposición y sufro amenazas y violencia por parte del Gobierno.
—Puedes intentarlo, pero no suele funcionar —corrige el voluntario—.
—Yo me llamo Sakou y soy de Malí. Mi país está en guerra y he tenido que huir.
—Insiste en que vienes del norte, que sabemos que está sumido en el caos.
No todos los migrantes son hombres jóvenes. Las mujeres, cuya presencia en las rutas ha aumentado notablemente en los últimos años, sufren una doble victimización. La mayoría llegan embarazadas tras ser sometidas por las mafias. Las mismas organizaciones criminales que las persiguen durante todo el camino, también las hostigan en Irún, igual que a los hombres. Los llamados pasantes se lucran por simular que los transportan al otro lado de la frontera en furgoneta. “Les cobran 250 euros por darles un paseo, marearles y dejarles en otro pueblo español diciéndoles que están en Bayona”, cuenta Mendigutxia, voluntaria de Irungo Harrera Sarea. “Les digo que aquí ya no tienen que gastar más, pero están acostumbrados a pagar durante todo el viaje”, lamenta.
Con la información necesaria y una ruta a seguir, los migrantes se dispersan y buscan su suerte en la frontera. Un obstáculo menos peligroso que los que se han encontrado hasta el momento, pero igualmente complicado. Un muro que terminó con la vida de Yaya y la desesperación de la mayoría.
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