Condenados a una lápida sin nombre
Identificar a las personas que mueren en su intento de emigrar a España es un laberinto burocrático. Sin una gestión coordinada, las familias son incapaces de seguir los trámites y la mayoría de migrantes yacen en el anonimato
El ataúd apareció sellado y había instrucciones para que el funeral fuese rápido. El cadáver, conservado desde abril en una cámara frigorífica, estaba en muy mal estado. Así se hizo. Tres meses después de caerse de la patera de la que estaba a punto de ser rescatado, Arouna Coulibay, marfileño de 40 años, recibió una veloz sepultura en un cementerio de Tenerife el pasado 29 de junio. Un imán rezó por su alma, pero ni su cuerpo se lavó y preparó como manda la tradición musulmana, ni descansa en la tierra con una mortaja, ni se tuvo en cuenta su posición respecto a la Meca. Tampoco se le dio un nombre. Para su familia, Coulibay era un hombre generoso y emprendedor, un padre que buscaba un futuro mejor para sus tres hijos. Para el Estado es un cuerpo que no ha llegado a identificar formalmente, una losa de cemento gris, el número de procedimiento judicial 929/2021 y una muestra de ADN que, probablemente, nunca se cotejará. Como el de tantos otros, el nombre de Arouna Coulibay, aunque algún día se escriba en su tumba, no aparecerá en los registros oficiales.
Los nombres y las historias de los migrantes que desaparecen en el mar suelen perderse junto a sus cuerpos. Las familias preguntan por ellos durante meses, incluso años, pero acaban rindiéndose. En algunos casos los muertos –aunque nunca se les encuentre– pasan a engrosar alguna estadística, pero en otros, simplemente, se esfuman.
Los cadáveres que llegan a la orilla, que se rescatan o que aparecen ya irreconocibles en un cayuco perdido suelen acabar tras una lápida sin nombre. Anónimos en un rincón de un cementerio, pero también de las Administraciones. La policía a pie de muelle puede averiguar quiénes eran los muertos entrevistando a los supervivientes, comunicárselo a sus familiares, pero la identificación oficial no depende de los agentes: se judicializa, requiere trámites y pruebas genéticas. Los familiares se enredan en el proceso y no logran siquiera un certificado de defunción que sirva a los huérfanos o a las viudas para cobrar una pensión, casarse de nuevo o hacer trámites.
El único estudio sobre tasas de identificación de los 1.068 cuerpos de migrantes encontrados en las costas españolas entre 1990 y 2013, realizado por la Universidad Libre de Ámsterdam, mostró que solo un 39% de los cadáveres recuperados fue formalmente identificado. Lograrlo es una pesadilla burocrática. “Primero recibí una llamada de la policía para decirme que mi hermano había muerto, pero no tuve más noticias. Llamé a la Cruz Roja, en Francia y en España, al consulado, escribimos varias veces al juzgado… Y nunca tenía respuesta”, cuenta por videollamada Adama, el hermano mayor de Arouna, que vive en Francia. “Me he sentido muy presionado. Toda la familia me preguntaba cuándo sería el entierro y cuando por fin se hizo querían saber cómo había sido, si se había seguido el rito musulmán. Me duele, pero no he dado muchas explicaciones. Ahora, al menos, estoy más tranquilo y puedo enfrentarme a mi familia”.
Aunque España es uno de los principales países de entrada de la UE para la inmigración irregular, no hay un protocolo para reconocer a sus víctimas. Más de 9.100 personas han desaparecido o perdido la vida desde 1988 intentando llegar a costas españolas, según estimaciones de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y la Asociación Pro Derechos Humanos Andalucía (APDHA), pero sigue sin haber herramientas para compartir datos y para que todos los agentes implicados, del juzgado al consulado, se coordinen y dejen de actuar desconectados. Tampoco para localizar a las familias, para que denuncien, o para facilitar las repatriaciones de los cuerpos. Cruz Roja tiene un convenio con el Ministerio de Justicia que busca precisamente todo esto, pero su eficacia es limitada. La labor, al final, queda en manos de familiares sin recursos y que desconocen el idioma, de ONG o de personas anónimas, que a pesar de sus esfuerzos, no logran finalizar los trámites.
El hermano de Arouna podría demostrar su parentesco y la identidad del fallecido con una prueba de ADN, pero nadie le explicó cómo hacer un test que debería pedir el juzgado y tampoco tiene dinero para hacerlo por su cuenta. El forense José Luis Prieto, que lleva años reclamando una perspectiva de derechos humanos ante las muertes en las fronteras, lamenta: “El Estado no solo se tiene que ocupar de hacer los estudios de los cadáveres e intentar identificarlos, sino también de atender a los familiares y mantenerles informados”. Prieto presentó en 2015 un informe con recomendaciones a los Estados que siguen sin salir del papel. Proponía, entre otras cosas, crear una oficina gubernamental que centralizase la información de los desaparecidos y de los cuerpos sin identificar. En el documento defendía también que se incluyese en el banco nacional de ADN las categorías de migrantes fallecidos o familiares de migrantes fallecidos para reducir el campo de búsqueda y agilizar las identificaciones y pedía más formación para ONG, forenses, policías y jueces. “Si hubiera un interés político, que yo no lo veo, todo ese tipo de procedimientos se agilizaría mucho”, explica el forense.
En un informe reciente, la Organización Internacional para las Migraciones denunció que la falta de protocolos específicos que reconozcan la complejidad de las dinámicas de la inmigración irregular “hace prácticamente imposible que los familiares puedan llevar los procesos de búsqueda, identificación o repatriación”. Una de las principales conclusiones de la investigación de la OIM es que las familias no saben por dónde empezar su búsqueda, porque no hay un organismo al que acudir. “Los familiares tienen que enfrentarse por sí mismos a un sistema confuso y enrevesado para obtener información sobre sus seres queridos desaparecidos”, explica Marta Sánchez Dionis, del Proyecto Migrantes Desaparecidos de la OIM. La organización Caminando Fronteras acaba de publicar una guía para orientar a los familiares y recordarles sus derechos, que pasan por recibir información durante todo el proceso de búsqueda.
El relato de los supervivientes
Moussa, uno de los tres supervivientes del cayuco que el Ejército del Aire encontró perdido el pasado 26 de abril con 24 cadáveres a bordo, ha puesto nombre a algunos de sus compañeros de viaje. Él alivió con rezos la agonía de los que iban muriendo de hambre y de sed y tiene un recuerdo nítido de los 22 días que pasaron en el mar. Junto al presidente de la Asociación de Malienses de Tenerife, Buba Konate, y el amigo de uno de los fallecidos, Moussa identificó a 11 de las más de 60 personas que se calcula que iban en ese cayuco. Una placa los recuerda en el cementerio de Santa Lastenia, pero el gesto fue más simbólico que formal. Son Mamadou Camara, Sacko, Aly, Sékou Sylla, Cissé, Abache, Fadiala… nombres que alguien llora en alguna parte, pero que no se sabe a qué cuerpo pertenecen. Tampoco a ellos se les enterró conforme al rito musulmán.
Los supervivientes como Moussa son muchas veces los únicos hilos de los que tirar para investigar las muertes o desapariciones en los trayectos migratorios, pero la información que aportan no se recopila en ninguna parte y el objetivo de las autoridades cuando los entrevistan no es reconfortar a las familias, sino obtener información sobre quién los trajo.
El antropólogo forense José Pablo Baraybar lleva media vida dedicado a la búsqueda de personas desaparecidas en todo el mundo. Como coordinador forense de migración en el Comité Internacional de la Cruz Roja intenta impulsar una plataforma para compartir y cruzar datos y que sirva no solo para identificar a los muertos, sino para dar respuestas a las familias de los desaparecidos. “La clave está en poder reunir y compartir la información desperdigada entre los diferentes actores que intervienen, desde el familiar y la ONG al agente de policía, pasando por el forense o el juzgado”, explica. “Cada actor maneja mucha información, como el país de origen, el día de su salida, sus perfiles en redes... Son datos que si se compartiesen ayudarían mucho en el proceso. Todo contexto ayuda vestir la prueba científica”, añade.
En Canarias, el Comité y la Cruz Roja española acaban de poner en marcha un proyecto piloto, que podría convertirse en la plataforma que describe Baraybar. Dos técnicos en Tenerife se ocuparán de analizar redes para identificar a aquellos que se pierden en la ruta, cruzar datos, hablar con las familias y apoyar a las autoridades en la identificación de los cuerpos de los fallecidos.
Adama, el hermano de Arouna, aspiraba, primero a repatriar su cuerpo. Después, a poder acudir al entierro, pero el proceso le desgastó y desistió. Ahora que ya ha visto el vídeo del funeral ha empezado su duelo y ha tomado fuerzas para ir a visitar a su familia en Costa de Marfil y llorar junto a ella. ”Rezar por alguien delante de una piedra en la que no pone nada es muy duro, pero lo he acabado aceptando. Si fue así es porque Dios lo quiso”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.