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Elecciones EE UU
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

La Corte Suprema de EE UU se asoma al abismo de la guerra ideológica

En mitad del acelerado proceso de confirmación de la conservadora Amy Coney Barrett como sustituta de la progresista Ruth Bader Ginsburg, uno de los tribunales más poderosos del mundo no puede esquivar la polarización

Jorge Galindo
Amy Coney Barrett, este lunes en el Capitolio.
Amy Coney Barrett, este lunes en el Capitolio.ALEX EDELMAN (AFP)

En EE UU, nueve personas con mandatos vitalicios deciden todos los días sobre el futuro de la nación. Ahora mismo son ocho: la muerte de la icónica, progresista jueza Ruth Bader Ginsburg dejó una vacante en la Corte Suprema que los republicanos se están apresurando a llenar con la conservadora Amy Coney Barrett. Hoy pueden: cuentan con la Presidencia (que propone a los nuevos integrantes) y con mayoría en el Senado (que los confirma). Mañana no saben: los pronósticos electorales indican que los demócratas están en disposición de recuperar ambas instituciones este 3 de noviembre. Entre los demócratas gana peso la idea de reformar la ley para que se sienten más de nueve personas en la Corte, y quizás limitar sus mandatos a 18-20 años. Por ahora, los candidatos Biden y Harris evitan posicionarse, dejando con ello la puerta abierta para diluir el (enorme) poder de quienes ocupan hoy el tribunal.

Al mismo tiempo, la insistencia de Trump en la sospecha (infundada) de fraude electoral anticipa la posibilidad real de un escenario como el de George W. Bush vs. Al Gore en el año 2000, cuando la Corte intervino en un recuento interminable en Florida para detenerlo y otorgarle así la presidencia al candidato republicano (Ginsburg votaría en contra, por cierto, siendo muy crítica con la decisión de sus compañeros). En su composición actual, el tribunal tiene cinco miembros considerados como conservadores, y tres como progresistas. De confirmarse Barrett, el 6-3 resultante podría acabar decidiendo no solo sobre el futuro de la nación, sino también sobre el suyo propio, si anticipan que Biden modificará la Corte para rebajar su poder, moviéndolo hacia la izquierda.

Cómo hemos llegado hasta aquí

Ginsburg fue la última nominada que obtendría más de 90 de los 100 votos que conforman el pleno del Senado, la norma salvo excepciones hasta ese momento. Antes de ella, Clarence Thomas protagonizaría la confirmación más polémica en mucho tiempo: un juez extraordinariamente conservador que vendría a sustituir al también afroamericano Thurgood Marshall, héroe de los derechos civiles y su opuesto ideológico. Al contraste político se unía una fuerte polémica por las acusaciones de acoso sexual a Thomas, quien sería confirmado por la mínima. Con la última incorporación al banco, Brett Kavanaugh en 2018, se repetiría la historia (acusaciones de abuso incluidas). Entre ambos, la brecha de síes y noes se fue cerrando de manera lenta pero inexorable.

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El último medio siglo ha consolidado las posiciones ideológicas de cada uno de los dos grandes partidos, antes mucho más difusas: en los años cuarenta y cincuenta era habitual distinguir entre republicanos del norte y del sur, o demócratas del norte y del sur, como progresistas y conservadores respectivamente. A medida que los votantes y sus representantes se volvían más homogéneos en sus posiciones, los nombramientos en toda rama de poder (también en la judicial) se tintaban de los mismos colores. La polarización acabaría marcando las reglas de juego de las élites; en este caso, de Mitch McConnell, líder republicano en el Senado, quien se negaría a ayudar a confirmar al juez propuesto por Barack Obama para sustituir al conservador Antonin Scalia, fallecido en 2015. Merrick Garland era un candidato centrado, pensado para revivir el espíritu de consenso de décadas anteriores. Pero McConell entendió que no tenía incentivo alguno para ceder su mayoría senatorial y hacerle un favor a su rival. Así que bloqueó a Garland y apostó a la posible victoria de Trump. Cuando este llegó a la Casa Blanca, una de sus primeras decisiones fue proponer al conservador moderado Neil Gorsuch. No hizo falta escándalo alguno para activar la polarización esta vez: logró su puesto por apenas nueve votos.

El resultado hoy es que una institución diseñada para épocas de consenso acaba otorgando un premio relativamente aleatorio, una suerte de lotería de efectos vitalicios, al partido a quien le toca nominar mientras sostenga al mismo tiempo la presidencia y el Senado. Como los republicanos temen perder ahora ambos, están apresurando el proceso de confirmación de Amy Coney Barrett. De lograrlo (el escenario más probable), convertiría una ligera mayoría conservadora en la Corte (5-4) en una mucho más cómoda (6-3).

Pero estamos hablando de un grupo de apenas nueve personas, que deciden por ardua deliberación, en cuyos debates es probable que establezcan intensas relaciones entre ellas. La Corte, además, tiende a resistirse al etiquetado político: aún hoy, sus miembros se precian de su independencia. Todos estos factores, sumados a otros muchos, de talante más técnico o académico (estamos hablando de autoridades en materia jurídica que cuentan con extensos equipos de trabajo a su servicio), producen trayectorias ideológicas consistentes, pero variables.

El movimiento de los jueces progresistas hacia la izquierda es la tendencia más nítida. Al menos uno de los conservadores también se ha desplazado en la misma dirección: es John Roberts, actual voto pivotal en la Corte. Parece comprensible que, en un grupo tan reducido, uno adapte su posición para no estar siempre del lado de la mayoría, donde el voto pasa más desapercibido. La centralidad es poder.

En realidad, aunque en la mayoría de ocasiones los jueces tienden a ponerse del lado que uno espera, no siempre sucede. Según las métricas clásicas de ubicación ideológica de los magistrados, empleadas en este estudio de Lee Epstein, Andrew Martin y Kevin Quinn, la expectativa es que seis o siete de cada diez decisiones de los jueces más conservadores (Alito, Tomas) caigan en ese lado ideológico: el resultado observado es ese aproximadamente, pero queda un 30%-40% de margen para variación, sensiblemente mayor en el caso de Roberts. Lo mismo pasa con el otro lado del espectro: para la jueza Sonia Sotomayor, designada por Obama, tres de cada diez fallos caen en el lado menos esperado.

Por eso, la ubicación ideológica de conservadurismo central asignada a Amy Coney Barrett, entre Gorsuch y el cada vez más extremado Samuel Alito, es apenas un punto de partida, una expectativa. ¿Y si Barrett decide competir con Roberts por la posición de voto pivotal? ¿Y si cambia de opinión, o el tipo de casos que llegan a la Corte le hacen reconsiderarla? ¿Y si, por ejemplo, llega la hora de votar sobre un eventual conflicto en la elección del próximo 3 de noviembre? En ese caso extremo, quizás tenga que decidir entre la lealtad a quienes le han dado su puesto, el poder que este acarrea, y la estabilidad institucional de la República. Votar como se espera de ella sería, en tal escenario, alimentar la polarización.

Más allá de la elección

Un indicio fuerte de que las decisiones de la Corte no están dadas es que sus miembros tienden a no alejarse en exceso de la opinión pública. Así lo muestra este análisis de una reciente encuesta que compara los fallos más significativos del último año con la opinión que la ciudadanía mantiene sobre el asunto del que tratan.

Quizás la razón de mayor peso para justificar el deterioro constitucional a corto plazo que supondría emprender una reforma partidista del número de miembros y límites de los mismos en el tribunal es, precisamente, el descomunal poder sobre asuntos esenciales que acumulan: desde derechos reproductivos hasta contratación, desde salud hasta voto, la Corte es Suprema en un sentido literal.

No en vano la percepción en torno a la misma está nítidamente determinada por el partidismo.

No es la división ideológica, a todas luces inevitable, lo que puede aspirar a evitar la Corte Suprema. En su variedad se representa la diversidad de intereses y percepciones de la ciudadanía. El problema es versión de trinchera, según la cual no solo las instituciones, sino el control cruzado entre ellas y la decisión sobre si reformarlas o no se alinean a la perfección con una brecha rojiazul cada vez más amplia. A la luz de estos datos, parece que el objetivo realista no es intercambiarla por un gris sin contraste, sino producir un sistema que represente de manera más fidedigna los muchos matices intermedios. Una confirmación polarizada y apresurada no es precisamente un paso en esa dirección. Pero, una vez designada, tanto Barrett como sus compañeros tienen libertad para decidir qué papel quieren jugar en el futuro de la nación: podrán construir legado a cambio de ceder poder.

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Sobre la firma

Jorge Galindo
Es analista colaborador en EL PAÍS, doctor en sociología por la Universidad de Ginebra con un doble master en Políticas Públicas por la Central European University y la Erasmus University de Rotterdam. Es coautor de los libros ‘El muro invisible’ (2017) y ‘La urna rota’ (2014), y forma parte de EsadeEcPol (Esade Center for Economic Policy).

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