Exilio, miedo, cárcel y muerte: el coste de la resistencia en Nicaragua
Tras la nueva ola de represión, que ha dejado 24 detenidos y un número indeterminado de exiliados, EL PAÍS habla con tres nicaragüenses que vieron su vida convertida en un infierno por oponerse al Gobierno de Ortega y Murillo
En Nicaragua, estar en contra de Daniel Ortega y Rosario Murillo puede significar cuatro cosas: vivir con miedo, huir al exilio, acabar en la cárcel o, en el peor de los casos, en una tumba, como sucedió con casi 400 personas en las protestas de 2018. Tras la más reciente cacería emprendida por el régimen sandinista, que ha dejado al menos 24 detenidos y una nueva ola de exiliados, tres nicaragüenses que se oponen al Gobierno le cuentan a EL PAÍS cómo disentir hizo de su vida un infierno.
Fátima Vivas, la madre del oficial de policía Fáber López Vivas —según ella asesinado por sus propios compañeros por negarse a reprimir a la población—, levantar la voz contra el Gobierno significó un largo exilio de más de 16.000 kilómetros y tres países. A Álvaro Conrado, la represión a las protestas también le dejó sin su hijo de 15 años, el “niño mártir” asesinado durante las protestas de 2018. Pero ha decidido resistir en su tierra y seguir en la búsqueda de justicia, aunque eso suponga vivir con miedo y ser perseguido por la policía allá donde vaya. Mientras, en Costa Rica, la líder campesina Francisca ‘Chica’ Ramírez, ha montado un campamento con otros campesinos exiliados y, tras la nueva cacería emprendida por el Gobierno de Managua, ve más lejos el regreso a su país.
Fátima Vivas: un hijo asesinado y un exilio de tres países
El 8 de julio se cumplieron tres años de la muerte del hijo de Fátima Vivas, el oficial de policía Faber López Vivas. Según denuncia su madre, el joven fue asesinado a los 23 años por sus propios compañeros porque se negó a reprimir a los nicaragüenses que en 2018 salieron a manifestarse masivamente contra el Gobierno de Ortega. “Son tres años de dolor, de angustia, de desesperación, de saber que nunca le he podido poner una flor en su tumba, de irlo a visitar”, lamenta Fátima (48 años) en una videollamada desde su casa en Huelva, en el sur de España. Hasta allí llegó en 2020 con su hijo menor, Wilber, de 16 años, tras un peregrinaje en el exilio por el que recorrió más de 16.000 kilómetros y tres países con el dolor de haber perdido a su tercer hijo y tener que separarse de los dos mayores.
Su pesadilla comenzó en la mañana del 8 de julio de 2018, cuando en redes sociales empezó a circular una foto de Faber con la noticia de que había sido asesinado. Doce horas más tarde, y después de muchas llamadas sin respuestas a la policía, una agente le confirmó que había muerto. Al día siguiente, la mujer pudo ver el cuerpo de su hijo. Al salir del Instituto de Medicina Legal de Managua, donde estaba el cadáver, denunció ante los medios de comunicación que lo habían torturado sus propios compañeros por querer dejar la Policía.
Según la versión oficial, el agente había sido asesinado por “terroristas con armas de fuego”, tal como el Gobierno se refería a los manifestantes. Pero la madre no tiene dudas de que a su hijo lo torturaron: “Estaba irreconocible total. Le conocí por su dentadura, porque su cara la tenía desfigurada, sus ojos desbaratados, sus uñas arrancadas. Era terrible”, afirma. Además, Fátima sostiene que, unos días antes de su muerte, en una llamada, Faber le contó que había solicitado la baja, pero que le habían dicho que si renunciaba “lo mataban porque era un traidor y que asesinaban a toda su familia”.
En aquel momento, los nicaragüenses enfrentaban al Gobierno de Ortega detrás de las barricadas. La madre, que en abril de 2018 había viajado a Managua para participar en las protestas masivas, se convirtió después en un rostro habitual en el tranque que los campesinos habían erigido en Lóvago, en el centro del país. Mientras, al hijo lo habían convocado para reprimir las manifestaciones y después a la ‘Operación Limpieza’, un operativo conjunto de policías y paramilitares para levantar con violencia los bloqueos de carreteras.
“Mi hijo me decía que los tenían sin comer, sin beber, 48 horas sin dormir... Era una situación terrible y yo le decía: ‘No disparés: tu madre está en esas protestas. Si tú le disparás al pueblo, le estás disparando a tu madre’. Y él me decía: ‘No madre, yo no voy a disparar’. Pero el jefe de cuadra los obligaba”, asegura. Según cuenta Vivas, cuando comenzó la ‘Operación Limpieza’, su hijo le avisaba cuándo iba a haber operativos para desarticular los tranques y ella daba la voz de alerta a los manifestantes para que estuvieran preparados.
Pero sus superiores sabían del activismo de la madre y no se fiaban del agente López Vivas. ”Mi hijo hizo una labor increíble. Luego le intervinieron su teléfono y miraron unas fotos donde yo aparecía con el líder campesino Medardo Mairena que estaba en las redes sociales y le dijeron que era una tranquera, una traidora y una terrorista. Desgraciadamente, en Nicaragua es un delito subir una foto con una bandera en la mano y con un opositor”, afirma la mujer. “Y al policía que se niega a cumplir las órdenes de Ortega y Murillo ya sabemos que le esperan tres cosas: la sepultura, la cárcel o el exilio”, lamenta.
Vivas cree que disentir fue lo que llevó a su hijo al cementerio. Y a ella al exilio. Al hacer pública su denuncia, dice que comenzó a recibir amenazas. “El día de los funerales de mi hijo me llamaron que me iban a ir a quemar la casa, que me iban a ir a secuestrar, un sinnúmero de cosas, pero eso a mí no me atemorizó y dije: ‘Voy a hacerle los funerales a mi hijo y tal como él hubiera querido: con mariachis, que era su música favorita’”, sostiene. Después llegaron las llamadas en las que le pedían precio por su silencio y, por consejo de algunos amigos, decidió irse.
Su primera parada fue El Salvador y, tras pasar por Uruguay, voló a España, donde ya habían buscado refugio algunos de sus hermanos. Pero la llegada no fue fácil y pasó ocho días con su hijo menor esperando en el aeropuerto Adolfo Suárez junto a decenas de solicitantes de asilo, sin poder comunicarse con su familia y siendo hostigados por la policía. “Decían que éramos unos mentirosos, que veníamos a quitarle el trabajo a los españoles”, recuerda. “Nos metieron en un galerón donde éramos como cien y todos los días veías la deportación de nicaragüenses. Cada vez que llamaban a uno, todos llorábamos porque sabíamos que lo iban a deportar”.
A Fátima Vivas y a su hijo Wilber sí que les concedieron asilo. Ella se gana la vida cuidando a ancianos o limpiando casas, mientras sueña con poder volver a su país cuando caiga el Gobierno. Y el niño ha conseguido ser el mejor estudiante de su clase. En el tiempo que han estado lejos de casa, las agresiones a su familia en Nicaragua no han parado. El Gobierno de Ortega ha usado el nombre de su hijo para una estación de policía y dos cursos de la institución —en línea con la versión oficial de que fue un “héroe” asesinado por los manifestantes—. Además, condecoraron a una agente a la que hicieron pasar por su esposa, mientras que a quien era su verdadera pareja y a su hija —una niña a punto de cumplir tres años a la que López Vivas nunca conoció —, le dejaron sin beneficios hasta que denunció la situación.
Y los dos hijos que se quedaron en Nicaragua siguen siendo asediados por grupos de paramilitares. “A mi hija se le pone una camioneta con vidrio oscuro o sin placa delante de la casa y, si va al cementerio a ver a mi hijo, va rodeada de policía (...) La gente allí tiene temor a denunciar. El que está dentro tiene que estar calladito y no decir nada y están controlando hasta las redes sociales”, afirma. Por eso, ella no pierde la oportunidad de denunciar lo que sucede en Nicaragua, especialmente ahora en la “peor ola de represión” en el país desde 2018. “Los que estamos afuera podemos levantar la voz en nombre de los que no pueden hablar”.
La persecución de un padre que busca justicia
La búsqueda de justicia ha sido un suplicio emocional para Álvaro Conrado. Tras el asesinato de su hijo en las protestas de 2018, este hombre ha tenido que sacar fuerzas para poder enfrentarse a una maquinaria gubernamental que intenta echar tierra sobre los crímenes cometidos por el régimen de Daniel Ortega durante aquellas manifestaciones, cuando decenas de miles de nicaragüenses exigieron en las calles el fin de su mandato. Para Conrado, la impunidad no es una opción, y pese al estado de sitio de facto que Ortega ha impuesto en Nicaragua y la persecución cotidiana de la que es víctima, él se mantiene en resistencia. “Nos sentimos impotentes. Ellos niegan lo que hicieron y aquí no hay nadie que defienda nuestros derechos. Pero ellos y la policía son los culpables. Y mientras más tiempo pase, ellos piensan que vamos a olvidar el caso. Eso es mentira. Pueden pasar 30 años, pero mientras no tengamos justicia, no vamos a tener paz”, dice Conrado por teléfono desde Managua.
Para los nicaragüenses es Alvarito. Y es considerado un mártir. El hijo de Conrado fue asesinado a los 15 años, el 20 de abril de 2018. El joven había decidido sumarse a las protestas antigubernamentales, a pesar de la oposición de sus padres. Ese día abordó un autobús hasta las cercanías de la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI), epicentro de las protestas estudiantiles en aquel momento. Managua era un caos: la policía, los antidisturbios, las huestes de Ortega y grupos parapoliciales intentaban controlar la capital, donde había estallado una verdadera insurrección ciudadana. Conrado llegó hasta el campus con la intención de dar agua a los estudiantes rebeldes, dicen los testimonios recogidos por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Fue una certera bala disparada por un francotirador, según denuncias de organizaciones de derechos humanos, la que segó la vida del chico. “Me duele respirar”, dijo cuando un grupo de estudiantes cargaba con él y otro le cubría la herida con un pañuelo. El proyectil le perforó la garganta. Varios hospitales se rehusaron a recibirlo, por órdenes, según los mismos informes, de la ministra de Salud, fiel aliada de Ortega. El joven murió horas después en un hospital privado. Fue el primer menor de edad asesinado en el marco de las protestas, pero no el único. Al menos 28 jóvenes murieron por la violencia.
Su padre forma parte de la organización Madres de Abril, que reúne a los familiares de los chicos asesinados. Su lucha es por la justicia y contra la impunidad. Pero para Conrado ha sido una verdadera pesadilla. Día a día es perseguido por oficiales de la policía allá donde vaya. La entrevista con EL PAÍS la concedió consciente de que su teléfono está intervenido. “No podemos ir a ninguna parte, porque donde vayamos la policía se presenta. Hace poco tenía una reunión en la Universidad Centroamérica [UCA, jesuita] y a los cinco minutos que entré ya estaban los antimotines afuera. ¿Acaso uno es delincuente? Todo lo toman como que uno anda en contra de ellos. No andamos haciendo nada malo. Simplemente hacemos nuestras rutinas diarias y, si hay que salir para alguna reunión de las Madres de Abril, se hace. No nos van a tener encerrados”, afirma.
Conrado asegura que hay mucho miedo entre los integrantes de la organización y más en momentos cuando Ortega ha desatado una nueva ofensiva represiva, con la detención de decenas de opositores. “La mayoría de las madres tiene miedo y no se quieren mover, pero tenemos que movernos, porque si no planificamos acciones, nadie nos va a ayudar. Tenemos que seguir el proceso de justicia. Analizar cuáles son los siguientes pasos. En eso estamos. Organizándonos para ver qué es lo que vamos a hacer frente a la represión”, explica Conrado.
A pesar del miedo, agrega, no está dispuesto a claudicar en su batalla para lograr justicia por el asesinato de Alvarito: “Estamos claros que esto es un proceso largo, independientemente de que haya un cambio de Gobierno. También estamos claros que vamos a seguir luchando en la búsqueda de justicia. Lo primero que queremos es que el Estado reconozca que nuestros chavalos [chicos] no eran delincuentes. Que el Estado dio la orden de matar, que fue la pareja Ortega - Murillo. Nuestros hijos eran estudiantes que tomaron el derecho de expresar lo que ellos pensaban. No vamos a rendirnos”.
El ‘Campamento de Doña Chica’, resistencia al pie de la parcela
Francisca Ramírez camina entre las matas de yuca con soltura. A medida que avanza, va tanteando con sus manos pequeñas y regordetas las hojas tupidas que brotan encima del tubérculo. Llega hasta el centro de la parcela, donde se yergue una champa de trabajo, dando los buenos días a los campesinos que faenan. Prende el fogón para preparar el almuerzo y, como cada mañana, mira a su alrededor el terreno preñado de cultivos con satisfacción, porque la cosecha venidera le dará “más estabilidad” para “seguir su lucha”.
La “lucha” de Francisca Ramírez es contra el Gobierno de Ortega y Murillo y data desde 2013, cuando el mandatario sandinista prometió la construcción de un faraónico Canal Interoceánico, que amenazó con expropiar las tierras al campesinado. Pero hace tres años tuvo que trasladar su batalla al exilio. Ahora resiste desde Costa Rica, en una parcela ubicada en el cantón de Upala, fronterizo con Nicaragua, donde la lluvia es tan pertinaz como en La Fonseca, Nueva Guinea, su ciudad natal. De allí tuvo que huir en 2018 luego de que un simpatizante sandinista intentó apuñalarla en una protesta en Nueva Guinea.
Eran los días de las protestas sociales en Nicaragua cuando los ciudadanos se levantaron contra el Gobierno por las fallidas reformas a la seguridad social, un levantamiento popular que fue extinguido a punta de balazos por policías y paramilitares. De esa represión no escapó Ramírez, una figura ya de membrete nacional en ese entonces, debido a su intenso activismo contra la aventura canalera de Ortega que nunca fue. La líder campesina se sumó a las protestas y la persecución fue tal que, junto a su familia y centenares de campesinos, huyó hacia Costa Rica para refugiarse.
Al principio, el destino fue San José, una capital tan ruidosa como lluviosa. Eran finales de 2018 y Costa Rica estaba colapsada con tantos exiliados nicaragüenses (unos 80.000, según la agencia de Naciones Unidas para los Refugiados, Acnur). Los campesinos habían salido sin nada, de improviso, dejando todo atrás y con la certeza que atormentaba a los que huyeron de Nicaragua: volver era muerte o cárcel. Poco después, Ramírez y un puñado de campesinos se instalaron en la ciudad de Cartago, a unos 25 kilómetros de la capital costarricense.
Intentaron hacer lo suyo, sembrar. Pero no les fue bien en Cartago, unas tierras más dadas para el café, las hortalizas y las orquídeas que para los tubérculos y los frijoles rojos de los que solían vivir. A falta de cosecha, trabajaban en el mercado Hortícola Nacional de la ciudad como peones y ayudantes de los productores locales. “Hubo mucha gente que psicológicamente estaba mal. Había un nivel de estrés, porque estar en una ciudad, debajo de cuatro paredes, es igual a estar preso en una cárcel. No sólo los que están en la cárcel sufren. El exilio es parecido a una cárcel. Para nosotros fue un cambio total”, dice. La lideresa remarca que los campesinos tampoco están acostumbrados a ser empleados de alguien más.
“La autonomía es el principal pilar de nosotros. Por eso tuvimos una lucha digna contra el canal interoceánico. Por la autonomía resistimos cinco años contra ese proyecto, porque gastábamos nuestro propio dinero en las marchas, porque con nuestras tierras nos financiábamos. Entonces nosotros nos exiliamos con esa visión: no ser trabajadores de nadie”, dice. Francisca Ramírez siempre habla del campesinado en plural. Es una lideresa curtida que encabezó a miles de hombres y mujeres que, con sus botas de hule para el trabajo, salieron a las principales ciudades de Nicaragua a plantarle cara a Ortega por más de siete años.
Exiliados en Costa Rica, los campesinos aprovecharon su liderazgo para gestionar el alquiler de tierras y consiguieron una parcela de 65 manzanas al norte de San José, en Upala. “Queríamos seguir luchando por la libertad de Nicaragua en el exilio, pero necesitábamos estabilidad para nuestras familias”, plantea la mujer, conocida como “Doña Chica”.
El contrato de arriendo de las tierras fue firmado por tres años, el tiempo exacto en el que los campesinos proyectaron su retorno a Nicaragua, luego de las elecciones generales previstas para noviembre de 2021. Sin embargo, la actual escalada represiva del régimen Ortega-Murillo ha cerrado esa salida por ahora con el apresamiento de los principales candidatos y líderes opositores. “Ese era nuestro sueño: regresar en 2021. Era la fecha tope”, dice con la voz entrecortada.
La esperanza del retorno es cada vez más escurridiza, inasible… Ramírez vuelve a sus matas para regenerar su resistencia en el exilio, a la administración de la parcela, popularizada como ‘el campamento de Doña Chica’. “Aquí trabajamos 40 campesinos y 19 mujeres; hay 32 niños. El campo nos ha dado garantías, un lugar fijo y alimentación para seguir la lucha”, afirma. “El exilio es mil veces más fácil aquí. Para el campesino lo importante no es tener dinero o una tarjeta en el bolsillo, sino tener garantía de alimentación. Aquí la tenemos”, dice Ramírez tajante. El inventario empieza con yuca, quequisque, plátano, malanga y frijol rojo, básico para el gallopinto nicaragüense.
Los campesinos exiliados ahora venden su producción en el mercado costarricense. En Upala han encontrado a otros nicaragüenses, migrantes de antaño, con quienes han establecido relación y amistad. “Hemos encontrado integración aquí, lo sentimos; comunidad. Eso nos da un poco de estabilidad, sobre todo pensar que vamos a seguir trabajando, acomodarnos un poco más para poder seguir en la lucha… porque nuestra autonomía siempre nos hizo saber y tener claridad que Ortega iba a hacer larga esta historia”, afirma Ramírez.
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