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Sophie Wilmès, una líder inesperada al mando de Bélgica

La primera mujer en dirigir el país desde su nacimiento en 1830 afianza su imagen en medio de la crisis sanitaria

Álvaro Sánchez
La primera ministra belga, Sophie Wilmès, durante una rueda de prensa sobre la crisis sanitaria, la semana pasada.
La primera ministra belga, Sophie Wilmès, durante una rueda de prensa sobre la crisis sanitaria, la semana pasada.Pool Didier Lebrun/BELGA/dpa (Europa Press)

El capítulo dedicado a Sophie Wilmès en los libros de historia parecía destinado a ser breve e irrelevante. Más allá del simbolismo de convertirse en la primera mujer en asumir la jefatura del Gobierno belga, la suya era una solución de transición. Un parche mientras se lograba poner orden en la siempre convulsa escena política del país, fragmentada en una sopa de siglas flamencas y valonas que convierten la gobernabilidad en un cubo de Rubik.

Mientras en paralelo continuaban las negociaciones para formar un Gobierno estable, Wilmès (Ixelles, 45 años) encaraba su mandato, de duración desconocida, hablando de profundizar en la igualdad de género, luchar contra el cambio climático y transitar hacia la digitalización. El discurso estándar hoy en Europa. En esas estaba cuando una pandemia global lo cambió todo. El coronavirus le pilló en primera línea tras asumir el cargo de primera ministra en octubre accidentalmente, tras la marcha de Charles Michel a la presidencia del Consejo Europeo. Con la crisis sanitaria explotando ante sus ojos, la clase política belga eligió en marzo acabar con la provisionalidad 454 días después y dotar de poderes especiales al Ejecutivo durante al menos seis meses. Wilmès, miembro del liberal Movimiento Reformador, séptimo partido en las elecciones de mayo con solo el 7,5% de los sufragios, obtuvo un voto de confianza: no cambiarían de capitán en medio de la tempestad.

El resultado ha sorprendido. Había quien pensaba que la responsabilidad podía suponer una carga demasiado pesada para una dirigente que hace solo cinco años era concejal en Rhode-Saint-Genèse, el municipio cercano a Bruselas de menos de 20.000 habitantes donde tiene su residencia personal. Pese a su breve bagaje en la alta política, con solo un año como diputada y cuatro como ministra de Presupuestos, su manejo de la crisis ha revelado infundados los temores por su inexperiencia. Su estilo determinado y calmado en las ruedas de prensa, desprovisto de alharacas, pragmático y ejecutivo, más cercano a la sobriedad germánica de Angela Merkel que a la grandilocuencia jupiterina de Emmanuel Macron, le ha granjeado amplias simpatías en un momento poco propicio para experimentos.

Licenciada en Comunicación y Finanzas, Wilmès renegaba en la adolescencia de la política, el tema de conversación estrella en casa. Su padre Philippe, tras una etapa más aventurera como alpinista y marino mercante, enseñó Economía en la prestigiosa Universidad Católica de Lovaina, y fue jefe de gabinete de los liberales. Su madre, de origen judío, desempeñó diversas tareas en varios ministerios. Los mimbres estaban ahí, pero recién salida de la Universidad, Wilmès prefirió la gestión en la sombra: cinco años en la Comisión Europea dirigiendo proyectos de cooperación al desarrollo en Asia y año y medio como asesora financiera de un gabinete de abogados de negocios.

Su meteórico paso de la política municipal a la nacional es atípico. Pocas veces en Europa un político tan desconocido había llegado a la cúspide saltándose etapas intermedias en los cuadros de un partido o curtiéndose en el Parlamento. Esas sombras han multiplicado los perfiles sobre su figura y el interés por su vida personal: está casada con el empresario y exjugador de fútbol australiano Chris Stone, con el que tiene tres hijos y conviven con uno más de una relación anterior de él.

Un momento puede servir para ilustrar el liderazgo ascendente de una de las cuatro primeras ministras de los Veintisiete —solo Alemania, Dinamarca y Finlandia tienen también una mujer al frente—. Sucedió el 12 de marzo, en una rueda de prensa sobre el cierre de colegios por la expansión del virus. “En lo que se refiere a las escuelas, queremos y pedimos que el curso se suspenda, y así se hará”, espetó sentada junto al presidente de Flandes, el nacionalista Jan Jambon, contrario al cierre escolar bajo el argumento de que los abuelos correrían peligro al quedarse a cargo de los niños. El pulso, incluso en la descentralizada Bélgica, lo ganó Wilmès.

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En un país que otorga gran importancia a la cuestión lingüística, Wilmès cumple el requisito de ser políglota —habla inglés, francés y neerlandés—, y ha escolarizado a sus hijos en este último idioma. Pero como demostró el choque con Jambon, los mayores dolores de cabeza vienen de Flandes. “Bienvenidos a la coronadictadura”, atacó el separatista Theo Francken, antaño titular de Inmigración, cuando Wilmès anunció el confinamiento.

En la mayor región del país reprochan a Wilmès su falta de presencia en la televisión neerlandesa, las altas cifras de muertes en las residencias de mayores y la confusión en torno al permiso a que los ancianos reciban visitas. “La soledad puede matar”, justificó ante el Parlamento. La primera ministra ha insistido en que las consecuencias psicológicas del encierro pueden ser fatales. Y en ningún momento ha prohibido las salidas en familia al parque o hacer deporte en solitario.

Ahora lidia con la mayor crisis que afronta Bélgica desde la Segunda Guerra Mundial con escaso margen de maniobra por la elevada deuda del país (un 98,6% del PIB, solo por detrás de Grecia, Italia y Portugal). Y equipada de un controvertido sistema de recuento de víctimas: todos los casos sospechosos de fallecidos en residencias o domicilios privados pasan a engrosar la estadística aunque no se hayan realizado el test, lo que ha colocado a Bélgica oficialmente como el país con más muertos por millón de habitantes —6.490 decesos y 42.797 casos—. Algunos la acusan de dañar el turismo y la reputación del país con un método tan estricto. Wilmès no lo ve así. Cree que es preferible la transparencia a contar muy por debajo de la realidad. Una apuesta arriesgada de la interina que aspira a convertirse en fija de la política belga.

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Sobre la firma

Álvaro Sánchez
Redactor de Economía. Ha sido corresponsal de EL PAÍS en Bruselas y colaborador de la Cadena SER en la capital comunitaria. Antes pasó por el diario mexicano El Mundo y medios locales como el Diario de Cádiz. Es licenciado en Periodismo por la Universidad de Sevilla y Máster de periodismo de EL PAÍS.

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