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Trípoli: paz en la playa, guerra en las afueras

La capital libia vive anestesiada ante una batalla que se desarrolla a escasos kilómetros del centro

Francisco Peregil
Un grupo de mujeres y una niña, ante un puesto de palomitas en Trípoli.
Un grupo de mujeres y una niña, ante un puesto de palomitas en Trípoli.Carlos Rosillo
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Un hombre se gana la vida haciendo fotos a los niños al lado de un cervatillo, en la plaza de los Mártires, en el centro de Trípoli, ahí donde Muamar el Gadafi pronunciaba sus discursos hasta 2011. Medio kilómetro hacia el este, en la playa de la capital, las familias pasan la tarde bajo sombrillas, mientras los niños se bañan. En dirección contraria, a solo 25 kilómetros hacia el suroeste, se intercambian disparos de mortero en una guerra donde han muerto ya más de 600 hombres desde que el 4 de abril el mariscal Jalifa Hafter atacase la ciudad y se enfrentara al Gobierno de Unidad apoyado por la ONU. Pero es como si la guerra sucediera en otro continente.

El centro de Trípoli parece un lugar tranquilo, seguro, controlado por una de las cuatro grandes brigadas paramilitares que manejan el poder real de la capital. “La apariencia de tranquilidad es engañosa”, explica un experto en seguridad extranjero que prefiere no revelar su nombre. El especialista vive en Palm City, una urbanización de lujo, blindada con tres puertas de seguridad. Ahí es donde suelen hospedarse los escasos ejecutivos occidentales que aún viven en Trípoli. “Antes del 4 de abril había aquí unas 300 personas. Ahora seremos menos de 100. El problema de esta ciudad, aparte de los cortes de luz diarios de hasta 12 horas y de la inseguridad, es que sabes cuándo llegas, pero nunca cuándo sales. El aeropuerto de Mitiga [el principal de Trípoli está inutilizado desde 2014] puede quedar cerrado en cualquier momento”.

El viernes 21 de junio, Mitiga fue bombardeado por las tropas de Hafter y quedó cerrado durante unas horas. Dos días después, este domingo por la tarde, volvió a ser bombardeado y no se sabía si este lunes estaría operativo. “Los libios somos fuertes”, explica el alcalde del distrito de Abuslim, controlado por la brigada de Gneigua, una de las cuatro grandes que controlan la capital. “Tengo un amigo que sigue viviendo en su granja, en pleno frente. Los morteros le pasan por encima de su cabeza y dice que no se va de su casa”.

La alegría que se veía en las calles en 2011, cuando los llamados revolucionarios de la primavera libia echaron a los gadafistas con la ayuda de la OTAN, ya no se aprecia. “Esa ilusión desapareció en dos años”, explica Mustafá, un libio de 60 años. “Ahora, lo que queremos es vivir en paz. Las milicias no han traído la paz a Trípoli. En los últimos cinco años ni ellas ni el Gobierno de Unidad [reconocido por la ONU] han hecho nada. Ni en salud, ni educación ni en infraestructura. Pero yo no quiero que venga un dictador como Hafter. Aunque reconozco que hay gente en Trípoli que está deseando que llegue. Porque piensan que va a venir regalando flores”.

Fátima, una vecina que prefiere no revelar su apellido, se queja: “Si las milicias aman tanto este país, ¿por qué no se ponen a recoger la basura? La ciudad está muy sucia y se amontona en cualquier parte". La queja más extendida entre los libios consultados se refiere a la impunidad y prepotencia con que dicen que actúan los miembros de estas fuerzas paramilitares. Milicia es el nombre que usa Hafter para referirse a estas fuerzas paramilitares. Ellos prefieren llamarse brigadas. “En realidad son jóvenes, sin formación ninguna”, señala Fátima. “Cuando tienen algún problema entre ellos lo resuelven a tiros o incluso con lanza granadas”.

Estos días de guerra hace mucho calor en Trípoli. El que puede lo sobrelleva con un generador. Uno de diésel de calidad media cuesta el equivalente a 1.000 euros. Eso es mucho dinero en este país, ya que hay restricción de acceso a las cuentas bancarias y solo se puede retirar el equivalente a 300 euros al mes. Así que cuando corre el rumor en Facebook de que tal oficina bancaria tiene billetes, la gente forma colas de varias horas por la mañana.

En Libia no se ven mendigos por las calles, a diferencia de otros países del Magreb. Los ingresos del petróleo permiten que los supermercados permanezcan abastecidos de cientos de productos importados de Europa. El alcohol está prohibido, pero se consume a escondidas una bebida barata de fabricación casera llamada boja. El güisqui es muy preciado, pero una botella de Jack Daniels puede costar más de 100 euros. La prostitución también está prohibida, así que su práctica se gesta a través de intercambios de teléfonos en plena calle.

La comunidad internacional parece haberse cansado de este país de 6,4 millones de habitantes, más extenso que España, Portugal, Francia y Alemania juntos. Entre los países de la Unión Europea, solo Italia mantiene su Embajada en Trípoli. El resto de diplomáticos occidentales ejercen sus funciones desde Túnez. Una vez pasados los primeros días tras el ataque de Hafter a Trípoli, los hoteles se han ido vaciando de periodistas.

“Esta sociedad se ha anestesiado”, comenta un observador europeo. “Se han acostumbrado a los tiros, a que vayas por la calle y te roben el coche a punto de pistola, a que suenen los cañonazos como están sonando ahora mismo [el miércoles al mediodía] y nadie se sorprenda”.

Fátima señala que lo que menos soporta, aparte de la inseguridad, es la desinformación. “Aquí te cae un petardazo al lado y los medios pueden decir que no pasa nada”. Mohamed, otro vecino de Trípoli, señala que al final uno siempre se acaba enterando. “A veces oyes tiros en tu barrio de noche. Y a la mañana siguiente te enteras de que unos jóvenes de una milicia querían saltarse un puesto de control de otra milicia. Las peleas suelen venir por cuestiones como esa, pero se resuelven a tiros”.

Mohamed cree que lo peor es la falta de democracia. “Hay mucha policía secreta, como la había con Gadafi. No existe la libertad de expresión. Y, por supuesto, si hay alguna manifestación no esperes que se disuelva con balas de goma o mangueras. Eso no existe aquí”.

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Sobre la firma

Francisco Peregil
Redactor de la sección Internacional. Comenzó en El País en 1989 y ha desempeñado coberturas en países como Venezuela, Haití, Libia, Irak y Afganistán. Ha sido corresponsal en Buenos Aires para Sudamérica y corresponsal para el Magreb. Es autor de las novelas 'Era tan bella', –mención especial del jurado del Premio Nadal en 2000– y 'Manuela'.

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