Un país con licencia para odiar
Una parte importante de la población votará el próximo día 28 en la creencia de que está evitando que Brasil se transforme en Venezuela
Hay un fértil campo de estudio en Brasil para los psicólogos cognitivos. Una parte importante de la población votará el próximo día 28 en la creencia de que está evitando que su país se transforme en Venezuela. Para impedirlo, se propone entregar el poder a un exmilitar que en casi 30 años de carrera política ha proferido cientos de frases de desprecio por las normas, los usos y los valores de la democracia. Ese es el hombre, Jair Bolsonaro, llamado a poner a Brasil a salvo de las garras bolivarianas del Partido de los Trabajadores (PT), que gobernó entre 2003 y 2016 sin que nadie percibiese que el país se estaba convirtiendo en Venezuela.
Como tantas veces en la historia, el autoritarismo avanza empujado por una corriente popular en la que confluyen tres grupos: los convencidos, los oportunistas y los indiferentes. El núcleo original de convencidos lo engrosaban nostálgicos de la dictadura militar y fieles del culto a la violencia incrustado en la médula del país. Con el descontento social en el último mandato del PT, surgieron movimientos que alimentaron, sobre todo en las redes sociales, un derechismo cada vez más radical. Luego se aliaron los fanáticos religiosos, en guerra contra Sodoma y Gomorra. En solo unos meses, el alcance se ha multiplicado hasta millones de personas furiosas por la corrupción generalizada, el declive económico y el crimen cotidiano, que han comprado la promesa de mano dura.
Los oportunistas siguen afluyendo en sucesivas olas. Tras el mundo del gran dinero, ahora son políticos de centroderecha —y alguno de centroizquierda— que, desde el triunfo del ultra en la primera vuelta, corren en socorro del vencedor. El bando de los indiferentes ha surtido una base de apoyo más sutil, pero decisiva. Pocas cosas han favorecido más al antiguo capitán de paracaidistas que el relato tan extendido —mayoritario, por ejemplo, en los medios de comunicación— de que en las elecciones se miden dos extremismos: derecha e izquierda. Oportunistas e indiferentes comparten su sordera ante los discursos y actitudes de Bolsonaro. Como en campaña ha reprimido sus exabruptos, se tranquilizan pensando que estamos ante un fanfarrón que se amansará cuando alcance el poder.
El candidato también ha hecho un llamamiento a sus seguidores para que cesen con los actos violentos. Y parece que le han hecho caso. En los días siguientes a su triunfo en la primera vuelta, se habían propagado las noticias sobre decenas de ataques de envalentonados simpatizantes del ultra: un votante del PT asesinado, insultos y palizas a gais y lesbianas o una esvástica tatuada en el cuerpo de una chica. Pase lo que pase el próximo día 28, el éxito de Bolsonaro ya ha otorgado una licencia para odiar entre los brasileños. No hay más que subirse al tren del horror que sus fans pasean en las redes sociales y leer lo que se dice de negros, feministas y homosexuales.
Si Bolsonaro conquista la presidencia, hay razones para temer que algunos lleven esa licencia muy lejos. En el país donde 57 activistas por el medio ambiente fueron asesinados el año pasado, el líder ultraderechista anunció tras la primera vuelta que uno de sus grandes objetivos es “acabar con cualquier tipo de activismo”. En un país donde 5.000 civiles mueren al año por disparos de las fuerzas de seguridad, Bolsonaro proclama que “el policía que no mata no es policía”. Ese país de casi 210 millones de habitantes, donde el año anterior se registraron 445 fallecidos por ataques a homosexuales, puede tener en unos días un presidente de acreditada homofobia. Y tras él, una multitud de legionarios del odio.
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