La fascinación por los exorcismos
La organización de unos cursos por parte de los Legionarios de Cristo pone sobre la mesa el debate sobre la vigencia de estas prácticas


Esta semana ha vuelto a circular como noticia curiosa que el Vaticano organiza un cursillo de formación de exorcistas, aunque conviene precisar. No es el Vaticano tal cual, sino el Ateneo Regina Apostolorum, y se entiende mejor si se precisa más todavía: son los Legionarios de Cristo. Este movimiento ultraconservador fundado por un violador de niños, el mexicano padre Maciel, se mueve divinamente en los aspectos más arcaicos de la fe, y mientras la Iglesia habla raramente del diablo —solo los papas lo citan de pasada alguna vez para recordar que existe, si no el esquema se tambalea—, los Legionarios lo ven por todas partes.
De hecho organizan este seminario desde hace años, y sé de lo que hablo porque asistí al primero, en 2005. Fue fascinante, aunque nunca he visto tanta gente loca junta. Aprendí cosas. Obviamente, los sacerdotes exorcistas se lo toman muy en serio, en el sentido de que, de primeras, no se creen nada. Contra lo que se pueda pensar, suelen estar predispuestos a que sean casos psiquiátricos y es frecuente que se sirvan de ayuda médica profesional. Lo más curioso son sus trucos y el método detectivesco que utilizan. Algunos ardides son muy simples: el cura se acerca al poseído con una cruz en la mano, se pone detrás de él y, dando un cambiazo sin que le vea, la sustituye por un bolígrafo y lo apoya en su espalda. Si el endemoniado se agita como eso, un endemoniado, ya le han pillado: es mentira. Si fuera el diablo de verdad, sabría que era un boli, no la cruz, y no notaría nada. Todo es en esta lógica.
Los sacerdotes exorcistas se lo toman muy en serio, en el sentido de que, de primeras, no se creen nada
Lo malo es cuando el sujeto, cuentan los exorcistas, supera las trampas básicas, sabe cosas que no debería saber y hace cosas inexplicables. Empieza a hablar en idiomas que no conoce y tal, aunque esos prodigios nunca ocurren con cámaras delante. Entonces la cosa ya se pone difícil. El difunto padre Amorth, exorcista histórico del Vaticano, fallecido en 2016, se regodeaba enseñando a los periodistas que iban a entrevistarle los objetos que, contaba, le habían escupido algunos posesos. Abría un cajón y te mostraba tuercas, pedruscos y cosas así. Daba mucho miedo, y para eso lo hacía. Asustar en este tema es importante. Amorth era un personaje extravagante que el propio Vaticano medio escondía. Otros curas exorcistas más anónimos cuentan con los dedos de las manos los casos auténticos que, según ellos, han visto en su carrera y relatan escenas increíbles. Ya no sabes qué creerte, y tampoco es que te interese, solo como un misterio más en este mundo que tenemos, que a veces es tan raro. Cuando entras en lo inexplicable, mejor salir corriendo.
Juan Pablo II, a quien se atribuyen dos exorcismos con fieles que se acercaron a él en San Pedro en 1982 y 2000, no habló mucho del tema. Benedicto XVI, menos todavía, le gustaba más disertar sobre la razón. Pero Francisco, inclinado a lo popular y a la fe de toda la vida, sí que cita de vez en cuando al diablo. Es un malo formidable al que la Iglesia nunca va a renunciar, aunque le incomode y no sepa qué hacer con él, porque en el fondo lo necesita.
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