Los presos de la era Macri
Crecen los poderosos detenidos en un país donde quien las hacía casi nunca las pagaba. ¿Justicia o manipulación?
Uno de los hombres de máxima confianza de Cristina Kirchner se llama Julio De Vido. Durante los 12 años de Gobierno kirchnerista fue uno de los símbolos del poder en Argentina porque, entre otras cosas, manejaba el gigantesco presupuesto destinado a obra pública. Los empresarios, los sindicalistas, los gobernadores, se postraban ante él. “Julio” era el dueño de la varita mágica que creaba o destruía fortunas. Ayer debió sentarse en el banquillo de los acusados para explicar su rol en lo que se conoce como “la tragedia de Once”: la muerte de 51 personas en 2012 como consecuencia del choque de un tren sobrecargado, viejo y oxidado, abandonado a su suerte por burócratas ladrones y haraganes.
Cada tanto, la escena pública regala escenas que son de un simbolismo abrumador. He aquí una de ellas. El ministro superpoderoso, socarrón y desafiante de tantos años, sentado allí, en absoluta soledad, ante un tribunal de desconocidos. Todo un registro del cambio de época que se vive en estos meses en la Argentina. De Vido, de todos modos, tiene suerte. Gracias a sus fueros de diputado nacional, aún camina libre por las calles. No es el caso de otras personas, algunas de las cuales fueron muy cercanas a él. En los 22 meses que Macri lleva en el poder han terminado presas muchas celebridades, por llamarlas de alguna manera.
En los 22 meses que Macri lleva en el poder han terminado presas muchas celebridades, por llamarlas de alguna manera
El mismo día que De Vido se sentaba en el banquillo era detenido Juan Pablo El Pata Medina, uno de los sindicalistas más poderosos del gremio de la construcción. Medina es un malo perfecto: matón, extorsionador, multimillonario, derechoso e impune. Nadie alzaría —ni alza— la voz para defenderlo. Pero, al mismo tiempo, es un símbolo de un sector del sindicalismo muy parecido a él: personas que hace décadas no sueltan el poder, viven en los barrios más privilegiados, y andan en autos de alta gama, rodeados por grandotes armados hasta los dientes. A esa exótica clase social también pertenece otro detenido: un portuario llamado Omar el Caballo Suárez.
El grupo de presos VIP también incluye a Lázaro Báez, uno de los principales empresarios beneficiados por el Gobierno anterior; a Victor Manzanares, el contador de la familia Kirchner; a José López, el segundo de Julio De Vido en el manejo de la obra pública; a Ricardo Jaime, el primer secretario de Transporte de Nestor y Cristina Kirchner; a Jorge Castillo, capo de uno de los centros comerciales más populares y baratos de la Argentina. Ya se trata de una docena, si no se cuentan algunos coletazos de estos episodios, que incluyen también la captura de matones y narcos líderes de los sectores violentos de las hinchadas de clubes de fútbol, como el Boca Juniors.
El fenómeno genera interpretaciones políticas variadas, como suele suceder en democracia. Pero lo cierto es que está ocurriendo, lo que de por sí es un dato, en un país donde estaba instalada la idea de que quien las hace nunca las paga. Esa seguidilla fortalece la imagen de Macri entre quienes lo votaron para que la corrupción de la década pasada tuviera su castigo. Pero además contribuye a instalar la idea de que Macri no ladra pero muerde: es un castigo para quienes lo reciben, y una amenaza para aquellos que estén pensando en desafiar al poder reinante. Es un hecho de justicia —al menos en la mayoría de los casos— pero opera también como un contundente elemento disciplinador.
Hay sed de culpables en la Argentina. Y el nuevo poder, al menos en alguna medida, parece dispuesto a saciarla
Estos procesos, habitualmente, generan esperanza pero también escepticismo.
Hace muchos años, en su novela La Conspiración de la fortuna, el escritor mexicano Héctor Aguilar Camín escribió:
“Primero fue el rumor de que el nuevo Gobierno quería un personaje del viejo para meterlo en la cárcel y echarlo a las furias del ágora, alimentadas por el Gobierno mismo. Luego vino el linchamiento en forma, con todos los agravantes de la consigna y la compra de los linchadores. Era un viejo rito nacional. Cada cierto tiempo, después de una revuelta fallida, de un motín o de un cambio de Gobierno, el país y sus gobernantes sentían la necesidad de quemar un puñado de infidentes en la hoguera de la indignación pública. Los dueños del poder daban así una prueba de rigor contra el abuso, con bajo costo para ellos y alto para sus rivales... Entre más castigos ejemplares había, más insuficientes parecían los castigos, entre más muestras de rigor daban los Gobiernos, más sospechas de culpables impunes había en el aire. Una vez que se suelta, la inquisición pública tiene más sed de culpables que de Justicia, pero su rabia no lleva a la Justicia sino a la manipulación”.
Quienes adhieran a esta perspectiva, tendrán argumentos sólidos: gran parte de los sindicalistas que rodean y aplauden al presidente tienen en su recorrido vital hechos tanto o más graves que los detenidos. Además, entre los caídos no figura ninguno de los grandes empresarios, el grupo social del que proviene el propio Macri. Quienes crean en el Presidente también tienen su punto: es la primera vez que tanta gente indefendible termina entre rejas y esto —dirán— recién empieza. Como casi todo lo que se puede decir de Macri, es demasiado prematuro para obtener conclusiones definitivas.
En cualquier caso, sería razonable que Julio De Vido, la mano derecha de Cristina Kirchner que ayer se sentó en el banquillo de los acusados, tema terminar como tantos de sus amigotes de otros tiempos.
No será el último.
Hay sed de culpables en la Argentina.
Y el nuevo poder, al menos en alguna medida, parece dispuesto a saciarla.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.