Secesión
Europa frente a la utopía nacionalista
La reproducción de un orden político se torna improbable en ausencia de organizaciones de escala, centralizadas y especializadas en el ejercicio de la autoridad. Mas aún si se trata de un orden político democrático, necesitado de instituciones efectivas y al mismo tiempo legítimas para generar estabilidad. Sin Estado, en definitiva, no puede haber democracia.
Cuando existen diferencias entre las fronteras de un Estado—el mapa—y el contorno de las comunidades políticas que habitan dentro de él, y además dichas comunidades cuestionan a ese Estado con sus demandas, ello es una receta para la crisis. Se trata de un problema de “estadidad”, según lo llamaron los expertos. Ocurre cuando “Estado” y “nación” no coinciden.
Y en realidad rara vez coinciden. De ahí que existan diversas fórmulas para administrar y negociar tales divergencias. El federalismo, los regímenes autonómicos, la consolidación de esferas de derechos especiales y culturales ilustran el punto, todo ello en el marco de un régimen democrático y un ordenamiento constitucional estable.
En la Europa de los noventa la transición post-comunista obligó a repensar estos temas. Es que no se trató únicamente de un cambio de régimen. Como ejemplo, recuérdese que tres Estados—la Unión Soviética, Checoslovaquia y Yugoslavia—se transformaron en 22 de la noche a la mañana. La integridad el Estado ya no podía darse por sentada; la secesión como instancia “normal” de la política. Subráyense las comillas.
En hibernación durante la Guerra Fría, la Europa post-comunista señaló el despertar de los nacionalismos. Es la idea según la cual el Estado—una construcción artificial, es decir, jurídica y política—debería, en cambio, ser el reflejo de una comunidad basada en identidades y anhelos comunes, homogénea culturalmente y para muchos también étnicamente. Es por ello una “familia extendida”, una “comunidad imaginada”, ambas metáforas del gran Ben Anderson.
Como tal es una utopía que transcurre en varias direcciones. Así como surge de adentro hacia fuera, puede ser fortalecida de afuera para adentro. Precisamente, el desempleo, las fallas de la función regulatoria de Bruselas y Frankfurt, la explícita desafección de los europeos con las instituciones políticas de la Unión, entre otros déficits, alimentaron formas locales de pensar la vida colectiva. Ya en este siglo, la incertidumbre y el temor fomentaron la intolerancia xenófoba, y con ello la idea que un ordenamiento político micro otorgaría protección.
En otras palabras, el nacionalismo tiene la ilusión de detener la globalización en la puerta. Ilusión porque los bienes, los servicios, las personas, la cultura y la información, lícitos e ilícitos, seguirán siendo móviles y continuarán cruzando fronteras. Fraccionar las instituciones de regulación—el Estado—implica dejar a esos fenómenos macro sin mediaciones, exacerbando, en lugar de contener, su capacidad de producir dislocaciones sociales y económicas. Lo micro es más débil frente a la globalización.
No es casual tampoco que la idea de la secesión coincida con el anti-liberalismo en boga que menoscaba la democracia, pues tienen un cierto aire de familia. Es que la utopía del nacionalismo no es la polis: es la comunidad cultural y étnicamente homogénea. La metáfora de la familia es útil. Así como hay estructuras familiares que favorecen la endogamia, la cual no alienta el pluralismo en la organización social, sin esa diversidad las formas democráticas son improbables.
La endogamia en la política, usando la metáfora en reverso, clausura la diferencia, elimina el mismísimo principio organizador de la identidad como proyecto político. El nacionalismo es así una utopía contradictoria y resbaladiza, generador de procesos sociales que lo convierten en excluyente más que inclusivo, homogéneo en lugar de diverso, y por ende cerrado en vez de abierto.
Es una utopía fluida y contraproducente. Llevada a su ultima expresión, propone un mundo tribal, un mundo a-sistémico que difícilmente pueda funcionar. Es que si por cada tribu hubiera un Estado, el mapa de Europa seria un tapiz folk, una fragmentación sin centro de gravedad.
La Italia anterior a la unificación de 1870 es un buen ejemplo. Donde hoy hay un Estado, había diez y eso dependiendo de cómo se cuenten, a propósito de fluidez. Ello para ilustrar que la vasta mayoría de los Estados realmente existentes son multinacionales, en Europa y en todas partes. Todos contienen minorías étnicas, lingüísticas, religiosas, culturales—o sea, identidades diversas—dentro de sus fronteras con demandas identatarias.
Lo cual también se aplicaría a un posible Estado catalán. Allí también hay minorías. Es que la utopía secesionista puede ser muy miope. Sus líderes no parecen haber pensado en la posibilidad de ser mañana blanco de reclamos políticos y territoriales idénticos a los que hoy formulan ellos mismos. Una Europa de Estados tribales es el fin de la propia idea de Europa.
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