El Supremo y la farsa del amianto
¿Cómo es posible que, en 2017, todavía se discuta en Brasil si se puede seguir produciendo y utilizando un material cancerígeno que mata a miles de personas y que está prohibido en decenas de países?
El 10 de agosto, el Supremo Tribunal Federal tendrá que juzgar un conjunto de demandas relacionadas con el amianto: cuestionan la prohibición del material en los estados de São Paulo, Río de Janeiro, Río Grande del Sur y Pernambuco. O sea, el objetivo es volver a liberar el amianto en estos lugares donde las leyes estatales y municipales lo prohibieron. Y otra demanda, esta interpuesta por quien lucha para que se prohíba la fibra cancerígena en todo Brasil, cuestiona la constitucionalidad de la ley federal que permite la "utilización segura" del amianto en el país. Si el Supremo considera inconstitucional esa ley, será el primer y más importante paso para prohibir de una vez por todas el amianto en Brasil.
A pesar del lenguaje burocrático de los de arriba, este es otro capítulo de una historia sórdida que un día podrá convertirse en una serie de televisión policíaca o en un thriller de suspenso para el cine lleno de malos trajeados luciendo una sonrisa profident. Y los que lo vean podrán pensar, como cuando vemos películas que narran atrocidades históricas: ¿cómo los ciudadanos de ese país permitieron que eso ocurriera? Pero sí, no solo dejamos que ocurriera, en el pasado, sino que sigue ocurriendo, en el presente.
La historia del amianto –también conocido como asbesto– está marcada por falsificaciones, chantajes, amenazas y muertes de trabajadores y de familiares de trabajadores. Una farsa del siglo XX que en Brasil se ha extendido hasta el siglo XXI, porque todavía unos pocos se forran con la muerte de muchos. Y esos pocos que se forran tienen dinero para pagar a grandes bufetes de abogados, consultores influyentes, científicos de universidades importantes, que torturan primero la ética, después la ciencia, y financian a concejales, alcaldes, diputados y senadores, cabilderos y mercaderes de todo tipo.
El amianto ya se ha prohibido en más de 70 países por ser una amenaza a la vida. Está prohibido en la Unión Europea desde 2005. La industria del amianto conoce los riesgos de la fibra mineral para la salud desde principios del siglo XX, pero como daba muchos beneficios y algunos imperios familiares se construyeron con el dinero del amianto, se omitió la información y se siguió produciendo. Cuando el escándalo de salud pública empezó a aparecer en Europa, a finales de los años setenta del siglo pasado, los barones del amianto fueron retrocediendo progresivamente allí y expandiendo sus negocios en países como Brasil. A fin de cuentas, había todavía mucho mundo donde ganar dinero antes de retroceder por completo. Y todavía lo hay.
Es lo que ocurre hoy. La empresa Brasilit cambió el amianto por material no cancerígeno a principios de este siglo, al calcular que ya era hora de disputar el mercado en otra posición, con vistas al futuro. Pero no asumió con la responsabilidad necesaria la cuestión de los trabajadores enfermos ni respondió por los muertos. La empresa Eternit, propietaria de la única mina de amianto de Brasil, la Mina de Cana Brava, en Minaçu, en el estado de Goiás, se convirtió en la principal defensora de la “utilización segura” de la fibra cancerígena.
Cuando se prohíba el amianto, miles de vidas ya habrán sido exterminadas y durante décadas otros miles podrán morir
Que nadie se engañe, es una disputa de negocios. En este momento, hasta las piedras saben que el amianto terminará siendo prohibido en Brasil. Pero la partida de ajedrez sigue su curso, en parte como teatro, para que la industria consiga las mejores condiciones y pierda lo menos posible, y para que la industria se responsabilice lo menos posible por las víctimas humanas y por la contaminación del medio ambiente. Un estudio demostró que, entre 1980 y 2010, hubo en Brasil 3.718 casos de mesotelioma, el cáncer fatal producido por el amianto. Pero su autor, el investigador Francisco Pedra, de la Fundación Oswaldo Cruz, alerta de la extrema falta de notificación de la enfermedad. Muchos trabajadores y familiares mueren sin un diagnóstico correcto y sin que se registre la información.
Es fundamental darse cuenta de que tanto el número de enfermos crecerá como la contaminación ambiental persistirá durante décadas. Es probable que Brasil alcance el número máximo de mesoteliomas en los próximos años, ya que la enfermedad tiene un largo período de latencia. Y no existe ningún plan de descontaminación del amianto, que está por todas partes, arraigado en el país, seguramente en el edificio donde lee usted este texto. Aunque la producción esté a la baja, Brasil sigue siendo uno de los mayores productores y exportadores de fibra cancerígena. Pero, claro, cuando se termine esta historia, además de miles de vidas perdidas, la red pública de salud y, por lo tanto, todos nosotros, tendremos que pagar el coste del crimen perpetrado por la industria del amianto.
Los cabilderos del amianto siguen el guion de la industria del tabaco
Para entender cómo se desarrolla la trama, vale la pena volver la vista al tabaco, una historia que todos conocen bien. La industria tabacalera sabía hacía tiempo que el producto era cancerígeno. Y lo silenció. Cuando fue imposible continuar en silencio porque los males del tabaco se hicieron públicos y los casos de cáncer y otras enfermedades se dispararon, lo negó. Después creó productos que supuestamente provocaban menos daños a la salud, como el famoso "menos nicotina y alquitrán", y puso "filtros" en los cigarrillos. Y más recientemente, los cigarrillos con sabores y el "cigarrillo electrónico". Y todo eso a la vez que financiaba generosamente a cabilderos, científicos, médicos, publicistas, asesores de imagen, estrellas del cine y la televisión, abogados y agentes públicos para retrasar el fin lo máximo posible. El cálculo es siempre "cuánto podemos ganar antes de que supuestamente nos venzan".
Los "defensores" del amianto siguieron punto por punto el caso exitoso del tabaco. Al fin y al cabo, haber convertido un producto cancerígeno en un hábito de masas, incluso en un elemento cultural durante décadas, glamour en los labios de las divas de Hollywood y virilidad aspirada por vaqueros con los ojos entrecerrados, fue una gran conquista. Hoy, en Europa, no se toma en serio a una persona que diga que es posible utilizar cualquier tipo de amianto de forma segura. Es tan absurdo como que alguien afirme que el tabaco no perjudica la salud.
Pero en Brasil todavía estamos en la fase de "nuestro amianto es menos peligroso" y "es posible usarlo de forma controlada". Seguido de la importancia de "garantizar los puestos de trabajo" (aunque después los trabajadores y sus familiares mueran de enfermedades producidas por el amianto), "todavía más en un momento de crisis económica del país". Eso es lo que repetirá uno de los lados el próximo día 10 de agosto. Y, lamentablemente, tal vez algunos de los magistrados al votar. En este último caso, solo hay dos posibilidades: o estarán mal informados, lo cual es incompatible con el cargo y con el sueldo y con la responsabilidad de un magistrado del Supremo, o será de mala fe. Existe una amplia y consolidada literatura científica internacional que muestra que no se puede usar el amianto –cualquier tipo de amianto– de manera segura.
Ni siquiera el “príncipe del amianto” defiende hoy el material cancerígeno con el que su familia hizo fortuna
Conocido como "príncipe del amianto", el multimillonario suizo Stephan Schmidheiny, cuya familia era dueña de la empresa Eternit, fue juzgado en Italia por "desastre ambiental doloso permanente y omisión dolosa de medidas de seguridad para los obreros". La demanda había sido interpuesta por las víctimas del amianto y los familiares de los muertos por amianto. Cabe recordar que en Italia el material cancerígeno está prohibido desde 1992. El multimillonario fue condenado en dos instancias, en la segunda a 18 años de prisión. Pero, en noviembre de 2014, la corte italiana anuló la sentencia en última instancia: no porque considerara que Schmidheiny era inocente, sino porque el crimen había prescrito. Como se dijo en el tribunal, "se escogió el Derecho, no la Justicia". Schmidheiny se libró.
Pero ni siquiera él, que durante las últimas décadas intentó convertirse en un filántropo y ambientalista, se atrevió a defender el amianto. Todo lo contrario. Siempre repitió que desconocía el potencial destructivo del amianto y que, tan pronto como lo conoció, dejó el sector. (En realidad, su familia vendió el negocio, que siguió produciendo y devastando y matando en manos de otros.) El multimillonario no explicó por qué no empezó su carrera de ambientalista y bienhechor cuidando del pasivo humano y ambiental que dejó el producto con el que su familia hizo fortuna.
Cuando la corte italiana anuló la sentencia, Avina, una fundación que él creó, publicó una nota en su web en la que se declaraba "contraria a que se continuara utilizando amianto en cualquier tipo de industria": "Las autoridades públicas de todas las naciones deben legislar y reglamentar la prohibición de la producción y el uso del amianto, además de desarrollar acciones que protejan la ciudadanía de las víctimas afectadas". Ni siquiera el hombre que escapó de la condena por un tecnicismo defiende el amianto. Pero, en Brasil, hay mucha gente que defiende este producto cancerígeno. Y lo defenderá esta semana en el Supremo.
Es curioso que, en este momento en que las series de televisión se han convertido en uno de los productos de entretenimiento de más éxito en el mundo, gracias a la difusión en plataformas mundiales como Netflix, el amianto siempre aparece en alguna como amenaza. En Los Soprano, que marcó el inicio del período de excelencia de las series, la mafia de Nueva Jersey utiliza un depósito clandestino de asbesto en uno de los episodios. En The Good Wife, otra serie premiada, una abogada tiene que dejar su bufete porque descubren que hay restos de amianto. Un equipo que recordaba el de películas de ciencia ficción, con máscaras y equipos sofisticados, precinta la zona. En Chicago Fire, uno de los personajes pasa por una serie de pruebas médicas para descubrir si se ha contaminado con amianto cuando trabajaba como bombero. Y hay otros tantos ejemplos parecidos.
Los brasileños ven estos episodios sin relacionar que seguramente su cisterna o el tejado sobre sus cabezas son de amianto. En las calles y tejados de Brasil es corriente ver a trabajadores sin ningún tipo de protección cortando y trabajando con tejas y otros productos de amianto, levantando polvo cancerígeno que entra en sus narinas. Y pocos se horrorizan. Todo lo contrario: hace años que la discusión se arrastra en el Supremo. A finales del año pasado, el magistrado Dias Toffoli tuvo la desfachatez de solicitar ver la documentación, suspendiendo y aplazando un juicio tan crucial para la salud pública y para la salud de los trabajadores, sobre el cual ya todos deberían estar más que informados. Mientras tanto, en la vida real, las personas se siguen contaminando y muriendo.
En este país en que se puede todo, hasta que Michel Temer continúe en el poder, hay que tratar la farsa como una farsa para que los perversos no nos perviertan. Cuando la realidad se convierte en perversión, existe el riesgo de que se empiece a creer que salud es locura. Tratar la afirmación de que es posible utilizar el amianto de manera segura como si simplemente fuera "el otro lado" es una irresponsabilidad. Es una mentira comprobable. Hay que denunciarla, porque las personas mueren por su causa. Sería lo mismo que darle igual de importancia a una tabacalera que se atreve, hoy en día, a afirmar que el tabaco no perjudica la salud. Es probable que ni siquiera un portavoz de la industria tabacalera se arriesgue a decir eso actualmente. Por el contrario, la solución encontrada para seguir vendiendo tabaco es defender lo que se puede llamar de libertad individual, que incluiría el derecho de elegir hacerse daño a uno mismo. Pero no a los demás, argumento de las leyes que prohíben que se fume en lugares públicos y cerrados.
En el país en que se puede todo, hay que tratar la farsa como una farsa para que los perversos no nos perviertan
En el caso del amianto, los trabajadores pueden contaminarse ya en la producción, y el producto permanece en las casas de la gente y en el espacio público, donde muchos lo manipulan. Se trata de salud pública, con toda la responsabilidad que eso implica. Prohibir el amianto en Brasil sería solo el principio. Hay que trazar un plan de descontaminación y garantizar el tratamiento de las víctimas. Hay que obligar a los que durante décadas se enriquecieron con la muerte de los demás a que se responsabilicen de lo que se pueda reparar.
La muerte por mesotelioma y otras enfermedades causadas por el amianto es terrible. Las personas que tienen asbestosis, conocida como "pulmón de piedra", van perdiendo progresivamente la posibilidad de expirar e inspirar. Es un lento y tardo proceso de asfixia. Empiezan teniendo dificultades para andar y hacer cualquier esfuerzo básico, hasta que terminan en una cama atadas a un tubo de oxígeno. En ese momento, los representantes de Brasilit y Eternit solían aparecer en los hospitales a principios de los años 2000. Iban para hacer acuerdos en los que pagaban una miseria por la muerte que causaban, para evitar que la familia interpusiera una demanda más cuantiosa después del entierro. Fragilizada y con miedo, la familia presionaba al obrero, que, casi sin aire, firmaba tembloroso su humillación postrera. Moría violentado una última vez.
Cuando los primeros casos llegaron a la Justicia brasileña, los trabajadores enfermos solían perder o recibían cuantías irrisorias. Una vez un obrero escuchó de un juez que solo había perdido un pulmón por el amianto, que podía vivir con el otro. Solo hace pocos años que las indemnizaciones se han vuelto significativas, con mejores abogados que defienden a las víctimas y, principalmente, una fuerte actuación de la Fiscalía del Trabajo. Algunos estados y ciudades han aprobado leyes que prohíben el amianto en su territorio, iniciando por medio del debate un proceso de concienciación del país. Pero no habrá justicia de hecho mientras el amianto no esté prohibido en todo Brasil y la industria del amianto no sea responsabilizada por el daño que ha causado y que todavía causará.
En 2001, hicimos un reportaje para la revista Época en el que contábamos el escándalo del amianto en Brasil. En la portada y en las páginas interiores, pusimos las fotos de 15 trabajadores enfermos. Era solo una muestra, ya que no cabían miles de personas en las páginas de la revista. Hoy, de los 15, por lo menos 11 están muertos. Y murieron sin justicia.
En aquel momento, era una lucha casi marginal en Brasil, al contrario de lo que sucedía en Europa. La principal protagonista era la ingeniera Fernanda Giannasi, auditora fiscal del Ministerio de Trabajo, que, en determinado momento, se encontró con que los trabajadores se morían y decidió abanderar la causa. La presionaron, chantajearon, amenazaron durante años, perjudicando su salud y el bienestar de su familia. Su historia tiene muchos puntos en común con la de Erin Brockowich, personaje real que inspiró la película con el mismo nombre dirigida por Steven Soderbergh. Por el papel, la actriz Julia Roberts ganó un Óscar.
“¿Y por qué no consigo respirar?”, preguntó un trabajador al escuchar que producir amianto era seguro
Al principio de la lucha en Brasil, la salud de los obreros se regía por una tabla de indemnizaciones, de 1.600 dólares, 3.200 dólares, 4.800 dólares, según la gravedad de su estado de salud. Era eso lo que valía la vida. Pero en aquel momento, los trabajadores tenían la esperanza de que se haría justicia. Y hacer justicia era reconocer que sus vidas importaban, debido a que ya no se podía impedir que murieran de las enfermedades que el amianto había causado en sus cuerpos. Hacer justicia era garantizar el derecho a morir con dignidad, con la seguridad de dejar a sus familias amparadas. Ni siquiera eso se les aseguró.
En junio de este año, los pocos que todavía quedan vivos de ese primer grupo de resistencia llegaron extenuados, ahogándose, a ver el documental Não respire – contém amianto (No respires, contiene amianto), producido por la ONG Repórter Brasil y dirigido por André Campos, Carlos Juliano Barros y Caue Angeli, que ganó el premio del público a la mejor película en la 6ª Muestra de Cine Ambiental Ecofalante (Ecohablante), en São Paulo. Aquellos supervivientes fueron los pioneros de la pequeña y valiente Asociación Brasileña de los Expuestos al Amianto (Abrea), siempre luchando contra la falta de recursos y la desconsideración de la gente por la lucha de unos trabajadores pobres. En el patio de butacas, se manifestaban cuando los representantes de la industria decían plácidamente en la pantalla del cine que era seguro fabricar productos con amianto y utilizarlos. "¡Es mentira!", decían. O: "¿Y por qué no consigo respirar?". Era aterrador.
Para entenderlo, hay que ponerse en la piel de alguien que tiene amianto en su cuerpo, amianto que lo mata un poco cada día, alguien que ha visto morir a sus compañeros de trabajo porque la industria les dijo que era seguro, alguien que ha visto morir a esposas e hijas porque lavaban la ropa que traía de la fábrica, y, en 2017, todavía tiene que escuchar que el amianto es seguro porque las autoridades brasileñas se abstienen. La misma farsa se repetirá el día 10 en el Supremo en boca de los abogados. Y, de nuevo, los trabajadores que tienen que esforzarse para expirar e inspirar tendrán que escuchar que no hay ningún problema. Solo se espera que los magistrados no se atrevan a cometer esa barbarie con los hechos y con la vida.
Hace poco tiempo me reuní con un editor de uno de los periódicos en inglés más importantes del mundo para discutir las posibilidades de cubrir el medio ambiente en Brasil, y mencioné el amianto. Se le pusieron los ojos como platos: "¿Pero eso todavía existe?". Pues sí. Y mira que es difícil explicar cómo es posible que todavía exista en Brasil.
La pequeña ciudad italiana de Casale Monferrato, en el Piemonte, se convirtió en el símbolo mundial de la resistencia y de la lucha por justicia. Estuve allí en 2012 y encontré una ciudad donde la contaminación ambiental provocada por una fábrica de productos de amianto alcanzó a personas de todas las clases sociales, personas que nunca trabajaron en la industria. En Casale la producción empezó décadas antes del inicio de la producción en Brasil. De forma que lo que ocurrió y sigue ocurriendo allí puede ser lo que veremos en el futuro en algunas localidades brasileñas. Primero enfermaron los trabajadores que vivieron en contacto directo con la fibra; después, habitantes que nunca habían pisado el suelo de la fábrica empezaron a recibir el diagnóstico fatal del mesotelioma. Casale es hoy una ciudad marcada por la tragedia.
La presidenta de la Asociación de Familiares y Víctimas del Amianto era una mujer impresionante llamada Romana Blasotti Pavesi. Vio morir primero a su marido, Mario, después a su hermana, Libera, a continuación a su prima, Anna, el siguiente fue Giorgio, su sobrino, y finalmente, aunque nunca se sabe si ya se ha acabado, a Maria Rosa, su hija. Todos muertos por el cáncer del amianto. En determinado momento de la entrevista, Romana se levantó y se fue a la habitación. Volvió con una caja bonita. De dentro sacó un largo cabello con tonos dorados y rojos. "Bello, molto bello", dijo. Era lo que le quedaba de su hija Maria Rosa, que nunca había trabajado en la fábrica, pero aun así murió por el amianto.
El último día del juicio del multimillonario Stephan Schmidheiny, en noviembre de 2014, Romana entró en la corte erguida. Cuando anunciaron que los crímenes del príncipe del amianto habían prescrito y anularon la sentencia, Romana salió amparada por el único hijo que le quedó. Parecía que habían pasado años entre la mujer que entró y la mujer que salió. A partir de aquel día, Romana empezó a olvidar. Cuando la injusticia es de esta envergadura, ya no se puede recordar. Al anular la condena, la corte italiana destruyó el derecho a la memoria de Romana. Y este crimen es innombrable.
Que en Brasil los magistrados del Supremo se acuerden de la importancia estructural de la justicia para la salud de una nación y no transformen en farsa lo que es vida. Y lo que es muerte.
Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de los libros de no ficción Coluna Prestes - O Avesso da Lenda, A Vida que Ninguém vê, O Olho da Rua, A Menina Quebrada, Meus Desacontecimentos, y de la novela Uma Duas. Web: desacontecimentos.com. E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter: @brumelianebrum. Facebook: @brumelianebrum.
Traducción: Meritxell Almarza
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