Una rosa sobrevive en Nodeirinho
La aldea portuguesa ha perdido la quinta parte de sus vecinos y todos sus coches
Hace dos días que en Nodeirinho no amanece como de costumbre. Su cielo es gris, blancuzco, pero lo peor es el silencio. No hay nadie, no hay nada. El sábado eran 50 vecinos, ahora son 11 menos. La aldea huele a humo y muerte. No quedan ni los supervivientes. Puertas cerradas, coches carbonizados y ni un animal callejero.
El sábado, el infierno en forma de bolas de fuego llegó aquí y aquí se quedó. El único rastro de vida es una rosa colgada de la puerta de un coche quemado. Dentro iban una abuela, la hija y su nieta. Pensaron que era mejor huir en el coche que quedarse en casa. Esa rosa es lo único que sobrevivió.
En la aldea vecina, en Figueira, tuvieron más suerte, al menos en un primer momento. El sábado les sobrevoló la tragedia, pero el domingo las llamas se cebaron con las casas de la localidad. Celeste, de 80 años de edad, todos ellos en la aldea, describe lo vivido como el fin del mundo: “Volaban, volaban bolas de fuego y allí donde caían, prendían. Algunos decidieron coger el coche y salir, pero yo pensé que si me llegaba el fin del mundo, que fuera en mi casa con mis cosas. Cerré las ventanas y me salvé”.
Celeste, junto a su vecina Laura, llora por las casas perdidas la noche del domingo. Laura ha vivido sus 75 años en Figueira. “He perdido la casa de mis suegros y otras dos, las gallinas se carbonizaron y los conejos también”. Celeste y Laura cuentan los horrores que han sufrido sus vecinos, con el único consuelo de que no ha habido víctimas mortales en la aldea.
“A dos hermanos les separó el fuego”, cuenta Antonia, quien también ha pasado los 83 años de su vida en Figueira. “Uno sobrevivió, pero tuvo que ver cómo su hermano se quemaba en el coche sin poder auxiliarlo”. Antonia, que tiene un brazo con quemaduras de la lucha contra el fuego, también han desaparecido algunas casas y barracones de su propiedad. “He perdido hasta todas las patatas que guardaba”, asegura.
Los bomberos se pasan la mañana de este lunes tirando agua sobre las casas de Celeste, Laura y Antonia. Avelino, el barman del pueblo, da de comer a los bomberos. “Ayudamos en lo que podemos”. Su madre, con un sombrero negro, entra en su casa llena de humo, de la que solo quedan cuatro paredes. No tienen luz, ni teléfono desde hace dos días. “Desayuné el sábado y ya no he comido más”, dice Laura. “Solo bebo leche. Tampoco he dormido desde que comenzó todo".
Caen gotas sobre la aldea. “Los aviones que vuelven”, dice Laura. Pero no, es lluvia de verdad porque los aviones no pueden volar con las columnas de humo. Un relámpago lo confirma. "Nos la manda Nuestra Señora de Fátima. Llega después de mucho daño, pero es de ella, seguro”, dice Laura. Pese a todo, la mujer se despide con una educación que conmueve: "disculpe que le deje, pero me tengo que ir. Gracias por su atención e interés".
Las tertulias de Figueira, de Pedrógão Grande, de los pueblos donde aún queda alguien, son de historias increíbles, de cómo se salvó un galgo, de la heroicidad de un bombero que salvó a una familia metiéndola por un túnel de aire entre el fuego, y de desgracias, muchas desgracias. En Caniçal solo queda una casa, la que tiene piscina. Las de atrás y delante, las de la derecha y la izquierda, están totalmente calcinadas.
Sin embargo, el rutinario saludo matinal entre los vecinos de Pedrógão Grande, de Alvelas, de Góis o de Avelar no ha cambiado.
-¿Todo bien?
Y la respuesta típica portuguesa, pese a la desgracia, no varía:
-Ya estuve peor.
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