La nada y el odio
Las muertes de Maria y de Marisa exponen las tragedias de ayer y de hoy
Justo hace un mes de la muerte de Marisa Letícia Lula da Silva. Y el viernes pasado, 3 de marzo, su memoria era objeto de disputa: el juez Sérgio Moro archivó las acusaciones contra ella en la acción penal de la operación Lava Jato relacionada con el tríplex de Guarujá, como determina la ley en caso de fallecimiento, pero solo decretó la “extinción de la punibilidad”. La defensa afirmó que va a cuestionar la decisión porque el juez debería haber decretado también la “absolución sumaria”. La disputa no es solo semántica o jurídica, sino también política. La muerte de Marisa, la que se expuso, dice mucho sobre en qué se ha transformado Brasil. Igual que, hace más de 40 años, la muerte de Maria de Lourdes, la primera mujer del expresidente, reveló, en una situación opuesta, lo que éramos y todavía somos. Hay algo que une estas dos muertes más allá de Lula. Algo que habla de cuerpos cosificados y de invisibilidades.
La muerte de Maria de Lourdes Ribeiro da Silva solo existió fuera de las estadísticas como cita en la biografía de su marido después de que se hiciera famoso. Ella murió 15 minutos después de que le arrancaran con fórceps el bebé de siete meses que llevaba dentro. En el certificado de defunción constaba “coma hepático, probable hepatitis”. En el del niño, “muerte intrauterina”. Maria de Lourdes murió sola, en el Hospital Modelo, en São Paulo. “Me estoy muriendo. Me van a dejar morir. No me dejes sola”, le dijo a Soledade, su cuñada, la última persona de la familia que la vio con vida. Pero los médicos no dejaron que ningún familiar se quedara con ella. Maria, la hermana mayor de Lula, fue quien la vistió para el velatorio. La encontró “ensangrentada y cortada”, junto al bebé muerto. Cuando llegó Lula, con la bolsa con las ropas del bebé, le informaron: “Su mujer está muerta. Su hijo también”.
En 2003, busqué a los médicos que la atendieron para un reportaje. Uno de ellos, Sérgio Belmiro Acquesta, gerente del departamento médico de la empresa metalúrgica Villares, donde trabajaba Lula, ya había muerto. Él también trabajaba como forense en el Instituto Médico Forense de São Paulo y llegó a ser acusado de firmar dos informes falsos para la dictadura. El otro médico de la Villares, que hizo el seguimiento de la gestación de Maria de Lourdes y cuidó de su ingreso en el hospital, dijo que no se acordaba de ella: “Atendía a 30 mujeres todos los días en el ambulatorio, y otras tantas en el hospital. Todo en cuatro horas”. El médico del barrio también afirmó que no se acordaba de nada: “Atiendo a 30 personas al día y solo guardo las fichas durante cinco años”. La jefa de la sala nido del hospital en la época afirmó que solo se acordaba “de un feto muerto y de una mujer con una infección de no sé qué”. Y explicó por qué: “Todas gritan en la maternidad, eso no llama la atención. Lula no era famoso, nos acordamos de la gente más selecta. A los pobres, ya sabes cómo es, los tratamos bien, pero sin una reverencia exagerada”.
Unas semanas antes de morir, Maria de Lourdes fue a los médicos de Villares y del barrio varias veces, quejándose de que tenía “una hoguera en el estómago”. Vomitaba todo lo que comía. Le decían que el embarazo era así, “daba náuseas”. Su madre contó que le decían que caminara y comiera gelatina. Cuando finalmente la hospitalizaron, su madre pidió ayuda a uno de los médicos, porque Maria de Lourdes se moría de dolor. Él le respondió: “¿Usted nunca ha tenido un hijo? Tiene dolores de parto, es normal. Está aislada por la hepatitis, pero el dolor es normal”. En una entrevista para la biografía Lula, el hijo de Brasil, escrita por Denise Paraná, Lula dijo: “Nadie me convencerá de que ella no murió por negligencia médica. Como ella, mueren millones de personas sin ser atendidas en este país”.
El dolor de Maria era invisible, su voz era inaudible, y ella murió como un objeto
Por aquel entonces, Maria de Lourdes solo era una Maria más. Que, como tantas otras Marias, gritaba de dolor. Y no pertenecía a la “gente más selecta”. Lo que los relatos cuentan es que su dolor no era de ella, sino de las mujeres, que tienen como característica sufrir en el embarazo y en el parto. Un dolor tan naturalizado que la enfermedad que la llevó al coma hepático ni siquiera se investigó. La idea de que el sufrimiento es natural borró la singularidad de su dolor y liberó a los médicos de escucharla.
“Todas gritan” es una frase profunda, que cuenta una historia de opresión. En Occidente, atravesada por la moral cristiana que atribuye a la mujer el pecado original y el dolor del parto como uno de sus castigos, del mismo modo que idealiza la maternidad como la mayor vocación de una mujer y su realización máxima. El dolor de Maria era invisible, su voz era inaudible. Y así murió a los 22 años. Y murió como un objeto.
¿Y Marisa, que murió hace un mes en la arena pública? A simple vista, podemos pensar que ella fue visible. Demasiado visible. Pero la exposición excesiva puede ser una forma más sofisticada de invisibilidad. Al contrario que Maria de Lourdes, a Marisa la trataron en uno de los mejores hospitales privados de Brasil, el Sirio-Libanés de São Paulo. Y llegó allí con un título bastante controvertido, el de “ex primera dama”. Primera dama del presidente más popular de la historia reciente de Brasil, hoy acusado en la Lava Jato y blanco del odio de parte de la población. En esta condición, Marisa, que a los 66 años sufrió un derrame cerebral y recibió el mejor tratamiento disponible desde el punto de vista técnico, también fue reducida a un objeto.
Es importante recordar. Una médica del hospital, que después sería despedida, filtró datos del historial clínico de Marisa a un grupo de médicos de WhatsApp. Al comentar que todavía no había sido llevada a la UCI, un residente de urología de otro hospital comentó: “¡Menos mal!”. Y la médica respondió con risas. Otro médico, un neurocirujano, escribió: “Estos hijos de puta seguro que la van a embolizar”. Se refería al procedimiento médico de provocar la oclusión de un vaso sanguíneo para disminuir el flujo de sangre en un lugar determinado. El médico después completó: “Hay que provocar la rotura en el procedimiento. Así ya abre las pupilas. Y el diablo la abraza”.
A Marisa no la trataron como a una persona, sino como una cosa, un objeto de transferencia del odio hacia Lula
Allí, Marisa no era una persona que se estaba muriendo. Era un objeto de transferencia, un repositorio del odio hacia Lula. Y lo seguiría siendo aún tras su muerte. Los falsificadores de noticias difundieron por internet la “denuncia” de que no había muerto, sino que había huido al exterior para no responder por las acusaciones en la operación Lava Jato. Su muerte, según una de las mentiras que circularon, sería un montaje para salir impune. A pesar de toda la visibilidad que tuvo el velatorio en los medios, los sitios de noticias falsas argumentaron que el ataúd estaba cerrado y llegaron a publicar una foto de Marisa en Italia, hecha en 2005, como si hubiera sido descubierta en aquel momento. Otra variante eran los mensajes en las redes sociales que pedían la intervención de las Fuerzas Armadas para que se le hiciera una prueba de ADN al cadáver. Todo para impedir una posible identificación con Lula en un momento de dolor. Marisa era una cosa. Y, como cosa, no tenía vida ni muerte. Podía colocarse donde fuera más conveniente. Animada artificialmente.
Es necesario recordar a estas dos mujeres, porque la mejor manera de descosificar a las personas es devolviéndoles su historia. Si adquirieron una dimensión pública debido a la excepcionalidad del hombre con que se casaron, también nacieron y vivieron y crearon una vida antes de conocerlo. Y la complejidad de lo que fueron afectó al hombre público en el que se convirtió Lula mucho más allá de lo que se dice y se reconoce. Y, en el caso de Marisa, afectó a capítulos recientes de la vida de Brasil, en la que ella posiblemente fue más que un personaje secundario. Pero, cuando esta narrativa se encuentra en una disputa tan feroz como la de ahora, con simplificaciones de un lado y del otro, donde se busca lo que mejor sirva a un propósito, la complejidad se pierde. Y así perdemos todos.
Hay algo trágico en la muerte de Maria y de Marisa, pero esta tragedia es menos sobre ellas y más sobre lo que somos y en lo que nos hemos convertido como sociedad. Es necesario recordar, antes de que nuestra vida, de espasmo en espasmo, borre la extrema gravedad de lo que ha sido expuesto. Y de lo que sigue en vigor. Es necesario hacer memoria para resistir a que la borren. Y resistir a la normalización del odio.
Maria de Lourdes pertenecía al vasto grupo de los moribles, y de los matables. Su sufrimiento no era escuchado, su muerte no era nada. Más allá del dolor de aquellos que la amaban, que una mujer de 22 años muriera por una “probable hepatitis” cuando estaba embarazada no sorprendía, solo causaba indiferencia. Su muerte no dejó ni siquiera una marca en la memoria de los que debían cuidarla.
Mientras la muerte de Maria no movió nada, porque ella murió “en su lugar”, la de Marisa generó odio porque se atrevió a cambiar de lugar
Ya Marisa, con la ascensión política de Lula, dejó el grupo de los que pueden morir sin provocar alarde, pero los mensajes en las redes sociales muestran que, para muchos, ella no debería estar en el Sirio-Libanés. El hospital de los más ricos no era lugar para ella. Mientras que la muerte de Maria no movió nada, porque ella murió “en su lugar”, el tratamiento de calidad ofrecido a Marisa generó odio, porque se atrevió a cambiar de lugar. Se puso en el lugar de la “gente más selecta”, recordando las palabras que la enfermera utilizó para explicar por qué a las mujeres pobres se las cuidaba, “pero sin una reverencia exagerada”. Al hacerlo, rompió la jerarquía de clases. Y fue víctima del odio.
Pero incluso en el odio se cosifica a Marisa. Porque el odio es para él, no para ella. Su cuerpo que se muere es solo el objeto de transferencia del odio destinado a su marido. Lo que los médicos hicieron en el WhatsApp y lo que los falsificadores de noticias hicieron en Internet es una demostración de que se rompieron todos los límites. Si queda algo de lo que se puede llamar, a falta de una palabra mejor, pacto civilizador, es quizás una última trama bien deshilachada. Somos una sociedad de linchadores, movida por las ganas de destruir al otro. Ya no hay cabida para los adversarios, solo existen los enemigos.
Aquellos que disfrutan con la deshumanización del otro, no han entendido que en la barbarie no se salva nadie
Aquellos que sienten placer con la deshumanización del otro –distorsionan, mienten, manipulan– quizás no hayan entendido que en la barbarie no se salva nadie. Creen que solo están jugando a sus juegos pueriles, pavoneándose ante el grupo, como los médicos en el WhatsApp, pero no han entendido que el hilo sobre el cual se equilibran se deshace. Cuando se presta atención al discurso de esos mensajes, en este y en otros casos, uno se da cuenta de que contiene crueldad, sí, pero infantilizada. Son adultos infantilizados. Y eso también es bastante peligroso, porque en ese lugar no se responsabilizan.
Maria y Marisa tuvieron existencias duras, vidas de mujeres pobres. Maria de Lourdes emigró de Minas Gerais con su familia. Su padre era un agricultor que estaba enfermo de los pulmones. Sus primeros zapatos se los compraron poco antes de coger el tren hacia São Paulo. Durante la primera noche en la ciudad, tuvo fiebre. Su familia cuenta que su padre puso a sus hijos en las colas que encontró en la Estación de la Luz, pensando que daban comida. Pero daban vacunas, y a la pequeña Maria, de tres años, se le hinchó el brazo.
Años después, su familia y la de Lula serían vecinas, y ella decía que le daba pena “el chico que había perdido un dedo”. Desde los 16 años, Maria de Lourdes era operaria en una fábrica textil. Tardó una semana en aceptar la petición que le hizo Lula en un baile de que fuera su novia. Cuando, poco antes de casarse, Lula anunció que iba a presentarse a las elecciones para la directiva del sindicato, ella fue a aconsejarse con los patrones. Le dijeron que era peligroso, “follones asegurados con la policía”. Lula discrepó.
La mejor manera de descosificar a las personas es devolviéndoles su historia
Hija de un agricultor y de una curandera, Marisa empezó a trabajar a los 9 años como niñera. A los 13, envolvía bombones en una fábrica. Su primer marido era taxista y murió asesinado en un atraco. Marisa estaba embarazada de su primer hijo. Cuando conoció a Lula, vivía momentos de dificultad extrema. El episodio se suele llenar de romanticismo porque se transformó en una historia de amor, pero revela bastante sobre el machismo vigente y generalizado del movimiento sindical de la época. Lula había dejado dicho que, cuando apareciera una “viuda joven, bonita”, lo llamaran. Marisa tenía que sellar unos documentos para poder cobrar la pensión de su marido. Pero como Lula quería salir con ella, hizo que volviera al sindicato varias veces alegando que la ley había cambiado. Después la chantajeó para que le diera su teléfono.
Marisa tenía una personalidad fuerte y mucha influencia sobre Lula. No solía medir sus palabras. Pero en la campaña de 2002, y durante todo el período como primera dama, la blindaron. De ella no se sabe casi nada fuera de lo que se consideró conveniente que se supiera sobre su vida. En la cuarta campaña presidencial, la que Lula ganó finalmente, ella cumplía con los compromisos públicos con las manos visiblemente trémulas y enorme timidez. Generalmente iba acompañada de su hijo Fábio Luís, Lulinha. Daba una explicación recurrente, quizá orientada por algún asesor: “No estoy nerviosa, estoy emocionada”.
Sobre ella se contaba una historia que evoca la del tríplex de Guarujá, que todavía no ha terminado. En 1989, cuando Lula se presentó por primera vez a las elecciones presidenciales, se crearon varios rumores de que tenía una mansión en Morumbi, el barrio que más representaba una ostentación emergente. Marisa habría cogido un taxi y el conductor le habría contado la historia. Entonces ella le pidió que la llevara a la lujosa casa de Lula. El conductor se echó atrás. Ella habría dicho: “Ah, qué pena. Soy la mujer de Lula y quería tomar posesión de lo que es mío”. Cuando conoció la ciudad de Brasilia, en 1980, y vio las mansiones del lago Paranoá, Marisa predijo: “Esos tipos nunca te van a dejar llegar al poder. Van a hacer cualquier cosa, pero no van a abandonar esta vida”.
Mientras crecía la expresión pública de Lula, Marisa se fue convirtiendo para el público en la mujer muda. Aquella que solo hablaba de las puertas de casa (o del palacio de la Alvorada) adentro, la que reinaba en el mundo doméstico, el mismo que la Policía Federal invadiría un año atrás para llevarse a Lula para un interrogatorio forzoso. El momento en que Brasil más escuchó su voz fue justamente en un episodio en el cual se violaron sus derechos, al filtrarse a la prensa una conversación telefónica grabada por la Policía Federal. Marisa conversaba con su hijo Fábio Luís sobre una cacerolada contra el PT y se desahogó: “¡Deberían meterse las cacerolas por el culo!”. La frase se convirtió en titulares de prensa y el audio fue a parar al YouTube. Sería interesante saber cuántos, de entre los que se escandalizaron, no dijeron algo parecido en una conversación privada. Y cómo se sentirían si sus conversaciones privadas con sus familiares se expusieran públicamente.
Cuando Marisa murió, su obituario lo componían recortes de la vida de una mujer lanzada a la arena pública, pero que el público de hecho conoce poco. “Cosió la estrella de la primera bandera del PT”, “primera dama de perfil discreto”, “la criticaron cuando plantó un parterre de flores rojas en forma de estrella en el jardín del palacio de la Alvorada”. En este momento de intensa disputa, de Marisa solo se conoce lo que conviene de un lado y del otro. Y, así, se pierde su complejidad, pero también un trozo de la historia de la que ella fue testigo, así como su papel real en ella.
Maria y Marisa tuvieron despedidas muy diferentes. A Maria de Lourdes la velaron en casa. En determinado momento, su madre no se encontró bien. Llamaron al médico del barrio. Ella le rasgó la camisa con las uñas de desesperación. Era una casa pobre, precaria, en reformas para albergar el cuarto del bebé que estaba al llegar. En una de las escenas en que la realidad supera la ficción, el peso del ataúd hundió el suelo. Parecía realismo mágico, pero era vida.
La indiferencia reservada a Maria, la nada de su muerte, sigue en vigor. Y el odio reservado a Marisa muestra que hemos empeorado
Marisa tuvo un ataúd vistoso, reverenciado por miles de personas en el Sindicato de los Metalúrgicos, en la ciudad de São Bernardo do Campo. En la pared, una ampliación gigante de una fotografía de ella con Lula. Había personas ilustres y discursos inflamados. Y mientras tanto, en Internet, los falsificadores de noticias difundían que estaba en Europa. El odio era tanto que era necesario transformarla en una muerta viviente para que pudieran seguir destruyéndola. Y así se forjó una escena en que la realidad supera la ficción, pero de forma perversa, ya que se crea una mentira (que es muy diferente de la ficción) para colocarla en el lugar de la realidad.
Son despedidas tan diferentes, las de Maria y Marisa. Pero ambas siguen siendo invisibles. La mayor tragedia, la que va mucho más allá de estas dos mujeres, es que la indiferencia reservada a Maria, la nada de su muerte, sigue en vigor. Y el odio reservado a Marisa muestra que hemos empeorado.
La huelga internacional de mujeres reivindica la potencia de crear un nuevo pacto
Es importante darse cuenta de dónde existe potencia hoy. Y especialmente la potencia para crear pactos que permitan recrear los lazos sociales. Se está preparando para este miércoles, 8 de marzo, una huelga internacional de mujeres, organizada por activistas de más de 40 países. El movimiento surgió a partir de las huelgas que se hicieron en Polonia y Argentina el año pasado (escribo aquí sobre ellas) y también a partir de la marcha de las mujeres contra Trump, en los Estados Unidos, así como otras manifestaciones por el mundo. Los manifiestos y convocatorias proponen un nuevo ciclo de feminismo, capaz de relacionar varias luchas. Y esta agenda expandida es la parte más interesante: las mujeres en la producción, en el trabajo remunerado, reivindicando mejores condiciones laborales y salarios equitativos, pero también las mujeres en el trabajo no remunerado dentro de casa y en el trabajo de la reproducción, reivindicando derechos reproductivos; las mujeres contra el feminicidio, contra la violencia doméstica, contra la violación y otras violencias de género, pero también un feminismo contra el racismo, la xenofobia, la homofobia y la transfobia. Es también una postura contra “el ataque neoliberal en curso sobre los derechos sociales y laborales”, como dice el manifiesto firmado por intelectuales americanas, entre ellas Angela Davis. La internacionalización de la huelga es geográfica, pero también simbólica: supera las fronteras al proponer un feminismo en el que se cruzan todas las cuestiones cruciales de este tiempo. Así, las convocatorias llaman a todas las mujeres, lo que significa incluir también a las mujeres trans. En Brasil, donde hay movimientos significativos en algunas ciudades y en otras son casi inexistentes, es grande la oposición a la reforma de la jubilación propuesta por el Gobierno Temer, ya que podrá ejercer un fuerte impacto en todos y, especialmente, en las mujeres más pobres, la mayoría negras. Pero, como cualquier movimiento que pretenda salir a la calle, lo que va a suceder de hecho el día 8 de marzo es una incógnita. Ni Una Menos, el lema de la huelga argentina, se expandió por todo el mundo. Ni Una Menos es un pacto por la vida. Y también un pacto contra el odio.
La escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie ha escrito un pequeño libro-manifiesto titulado Querida Ijeawele. O cómo educar en el feminismo (Literatura Random House). El libro está escrito en forma de carta a una amiga, madre de una niña, pero todo lo que dice, obviamente, sirve para niños de cualquier género. La escritora deja claro qué entiende por feminismo: “Ser feminista es como estar embarazada. O lo estás o no lo estás. O crees en la plena igualdad entre hombres y mujeres. O no”. Da 15 sugerencias para criar a una niña feminista. Y quizás la más transgresora, en estos tiempos en que la ignorancia se ha hecho popular, sea la quinta: “Enséñale a amar los libros. (...) Los libros la ayudarán a entender y cuestionar el mundo, la ayudarán a expresarse, la ayudarán en todo lo que ella quiera ser”.
Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de los libros de no ficción: Coluna Prestes - O Avesso da Lenda, A Vida que Ninguém vê, O Olho da Rua, A Menina Quebrada, Meus Desacontecimentos. Y de novela: Uma Duas. Sitio web: elianebrum.com. E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter: @brumelianebrum. Facebook: @brumelianebrum.
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